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Metáforas bíblicas de la ternura de Dios en el Papa Francisco

Rosalba Manes[1]

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Consciente del impacto del trasfondo cultural y pastoral de la Teología del Pueblo en el Magisterio del Papa Francisco, esta contribución pretende estudiar su elección de “decir Dios” a través del lenguaje metafórico, y la centralidad que él concede, junto con la categoría bíblica de la misericordia, a la de la ternura, declinada a través de algunas metáforas bíblicas recurrentes como aquellas de los sujetos de la ternura (padre, madre, pastor, médico), de los destinatarios (hijos, niños, ovejas, enfermos) y de los medios (abrazo, aceite, óleo perfumado) que se refieren al campo de la proximidad, del cuidado y de la gratuidad. Esta elección comunicativa del Santo Padre refleja el dinamismo narrativo de la Escritura y la trama de la revelación, y da al acto de predicar una eficacia notable.
1. El espacio, la historia y la palabra: lugares de la epifanía divina
El Dios de las Escrituras hebreo-cristianas se presenta como un Dios que desea fuertemente darse a conocer y que quiere que sus criaturas se sientan conocidas y amadas por Él. Él es un Dios que ama la relación, que desea llamar a todos a la comunión consigo mismo y que enseña al ser humano que no es bueno estar «solo» (Gn 2,18). La vida humana emerge así, desde su inicio, como una densa red de relaciones, como un tejido de vínculos con el espacio, con el tiempo y con otros seres humanos. Por eso, el Dios de la Biblia habla siempre con la clave de la “Alianza”: Él se pone del lado de la criatura para sostenerla, acompañarla, protegerla, rodearla de amor y, para ello, se apasiona fuertemente por la historia, elige vivir en algunos espacios y ama hacer resonar su voz. De esta manera, se captan tres áreas privilegiadas de la epifanía divina: la historia, el espacio y la palabra. Así, la Biblia manifiesta
«la primacía de la revelación divina por sobre la búsqueda humana, de la gracia por sobre el mérito, del reino de Dios que crece por sí mismo como semilla en la tierra, tanto si el campesino duerme o permanece despierto (cf. Mc 4,26-29). Hay tres lugares para conocer esta teofanía. En primer lugar, la historia de la salvación, como lo atestigua el mismo Credo de Israel... y de la encarnación cristiana... Luego está el espacio que revela la presencia divina tanto en el templo cósmico (cf. Sal 19,104) como en el de Sion (cf. 1 Re 8)... Y, por último, está la palabra, que en su eficacia fecunda la tierra árida de la existencia humana, haciéndola vivir y germinar (cf. Is 55,10-11)».[2]
2. Un Dios involucrado en los asuntos humanos
Puesto que Dios se manifiesta en la historia concreta, en lugares concretos y con palabras concretas, las Escrituras tienen un fuerte interés en los acontecimientos históricos, en la geografía y en el efecto que la Palabra de Dios tiene en el corazón humano. También nos muestran cómo Dios mismo se interesa por el ser humano en su situación precisa, en todo lo que le concierne, revelándose plenamente implicado en una relación de amor «excesivo» y de fidelidad «intachable». A. J. Heschel describe bien este interés privilegiado por la humanidad y la historia por parte del Dios de Israel, contrastándolo con el desinterés y la indiferencia del Dios de los filósofos:
«El Dios de Israel... es un Dios que ama; un Dios conocido por el hombre y que se preocupa por el hombre. No solo gobierna el mundo con la majestad de su poder y sabiduría, sino que reacciona íntimamente a los acontecimientos de la historia. Él no juzga las acciones de los hombres con impasibilidad y desapego; su juicio está impregnado por la actitud de aquel que íntimamente ha querido dichas acciones. Dios no se queda fuera del alcance del sufrimiento y del dolor humano. Él está personalmente involucrado e incluso influenciado por la conducta y el destino del hombre».[3]
El Dios que se revela en las Escrituras a través de los dos atributos de justicia y gracia (que se expresan en su amor misericordioso y tierno) manifiesta una sensibilidad exquisita que lo empuja incluso a una reversibilidad divina, a un cambio sorprendente, a una especie de conversión que, cuando el hombre cambia por el camino de la conversión, lo lleva a pasar de un castigo anunciado a una efusión sorprendente de amor[4]. El Dios de la Biblia es un Dios involucrado y que involucra. Como aparece en Ex 3,7-8, el Dios que se presenta a Moisés a través de la Palabra es un Dios que ve, oye, conoce, desciende y libera a su pueblo para conducirlo a la tierra de la libertad, la tierra de los hijos. Es un Dios que toma una posición y se pone del lado del pueblo. Este Dios liberador también quiere involucrar a Moisés en su obra de liberación y lo hace llevando a cabo su propia liberación personal. Liberado de sus espinas personales y habiendo recibido su identidad de hombre ya no sin raíces ni pertenencia, gracias al Dios que lo marcó con la promesa de su eterno Yo-con-ustedes, Moisés puede vivir la sinergia con Dios para sacar a su pueblo de la casa de la esclavitud.
El involucramiento de Dios en los asuntos humanos alcanza posteriormente su culmen con la encarnación de su Hijo, que marca la entrada en los tiempos de la nueva alianza, cuando el Amado del Padre se hace cargo de la condición humana y la asume en primera persona. El Dios que viene se hace semejante a nosotros en todas las cosas, excepto en el pecado (cf. Hb 4,15), para convertirse en un sumo sacerdote misericordioso y digno de fe, con el fin de expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2,17), y asume la historia, el espacio y la palabra. Signo de un amor que llega hasta el extremo (cf. Jn 13,1) en duración e intensidad, de un amor pleno, total y visceral.
3. Eficacia de la ruta simbólica
Para ser conocido como Otro por la criatura humana, pero también muy cercano e involucrado, Dios elige el camino simbólico, instrumento privilegiado en los textos sagrados de todas las religiones para decir Dios. Por eso, la verdad de la Escritura es plenamente solidaria con su medio expresivo, porque «la fe bíblica y los modos de lenguaje concuerdan intrínsecamente»[5]. Para transmitir la fe, de hecho, es importante no solo ofrecer contenido, sino elegir la manera correcta de decir Dios. Por lo tanto, el modo en que el misterio de la revelación y de la encarnación se abre camino en el campo semántico es el símbolo que «consigue unir en sí mismo los extremos de la inmanencia y de la trascendencia divina, consigue producir un sentido que, desde la realidad histórica de la partida, va hacia el Otro y hacia el Más Allá».[6]
El símbolo se presenta como la forma permanente del conocimiento de Dios, como la manifestación de lo invisible en lo visible. Gracias al símbolo se puede decir: “Dios es como...” (afirmando la inmanencia), y también decir: “Dios no es...” (afirmando la trascendencia). Se puede decir, en efecto, que «en la encarnación, la totalidad del sentido reside en la contingencia, y es precisamente gracias a esta contingencia -los signos- que es posible nombrar y significar la totalidad del sentido».[7]
El símbolo se repite en todo el lenguaje evangélico, especialmente en las parábolas, y el símbolo de la parábola se convierte en «la forma estética dominante del kerigma»[8]. Por esta razón, el símbolo es importante no solo en la Escritura, sino también en la teología y en la predicación, donde es necesario que aquel Dios del que se habla también sea visto.[9]
4. La teología kerigmática y contextual del Papa Francisco
La enseñanza del Papa Francisco es rica en imágenes y se expresa a través de una pedagogía triádica y una teología kerigmática. Para entender todo esto, es necesario considerar su tradición histórica y cultural de habitante y pastor de una megápolis del hemisferio sur del mundo (Buenos Aires) marcada por la grandeza, la multiplicidad cultural (gauchos e inmigrantes, especialmente italianos) y la miseria. De aquí se perfila su teología del pueblo, basada en la escucha de la sabiduría popular y en la reconciliación que implica: la atención al contexto como una de las fuentes de la teología para que la fe pueda actuar dentro de su propia cultura (teología contextual), la predilección por el anuncio entendida como una actividad más que como un contenido (teología kerigmática), la sensibilidad por la pluralidad de las culturas, la disponibilidad de la Iglesia para encarnarse en cada cultura (modelo antropológico) para ser un «pueblo de mil rostros» (cf. EG 115-118), y la opción preferencial por los pobres a través de una acción transformadora dentro de cada sociedad (modelo de la praxis).
En su enseñanza, el Papa Francisco no parte nunca de la doctrina, sino de la situación concreta para responder, a través de las reglas de discernimiento de los espíritus previstas en los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, a la pregunta: «¿Qué quiere el Señor de mí en esta situación concreta?». De este modo, él favorece un conocimiento existencial, es decir, el conocimiento de la voluntad concreta de Dios para cada persona, un conocimiento que implica la totalidad de la persona[10]. Este es el enfoque de la constitución pastoral Gaudium et spes: partir de los signos de los tiempos para interpretarlos a la luz del Evangelio.
Esto significa que el verdadero teólogo debe tener una mirada profética sobre la humanidad y que su acción teológica sea «un saber discernir, un saber comprender dónde actúa el Espíritu Santo en la humanidad y qué pasos pide la nueva vida para ser realizados en la historia»[11]. Por eso el Papa Francisco recurre a la teología kerigmática[12], que elige como lugar teológico decisivo el kerigma, es decir, el corazón de la predicación cristiana, el anuncio del Evangelio que es «trinitario» (EG 164), invitando a una mayor atención al texto bíblico para reconstruir el sentido del kerigma según la dinámica propia de los textos bíblicos que lo consideran no tanto o no solo como un contenido, sino como la actividad permanente de la comunidad cristiana, y que muestran que el acto de fe se hace posible dentro de este proceso comunicativo. El kerigma, además, «tiene un contenido social ineludible: en el corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con los demás. El contenido del primer anuncio tiene una repercusión moral inmediata cuyo centro es la caridad» (EG 177).
5. El arte de comunicar a Dios y el lenguaje metafórico
Para comunicar la fe, el Papa Francisco elige un lenguaje sencillo, accesible a todos y original gracias a neologismos y términos recurrentes[13]. Él privilegia un lenguaje que alcanza el intelecto y los sentimientos y que no necesita la mediación de hermeneutas, advierte contra el nominalismo, y para decir Dios y el hombre elige el lenguaje metafórico capaz de interceptar e implicar fuertemente el sentimiento humano.
Escuchando las palabras del Papa se capta todo el alcance del lenguaje humano, de una palabra que no es simple flatus vocis, sino semilla que cae en el terreno de la historia, que afecta a los hábitos humanos para que se arraiguen en los corazones y den fruto. En la palabra se revela el instrumento más poderoso del que dispone la criatura humana[14], para ser usado con cuidado para interceptar la capacidad volitiva y decisional del otro y para formar conciencias. El lenguaje del Papa Francisco provoca a toda la Iglesia, presbíteros y laicos, a una renovación, a elegir un lenguaje eficaz en el anuncio, una palabra libre e incisiva capaz de liberar el corazón e iniciar procesos de humanización, de identificación, de proximidad, una palabra que refleja el estilo del hombre nuevo que verdaderamente ha realizado el encuentro con el Rostro de la Misericordia.
En el prefacio del libro de monseñor Galantino titulado Vivir las palabras, publicado por Piemme, el Papa escribe: «Las palabras no son neutrales, ni dejan las cosas como están […] más bien, dan voz a valores culturales y espirituales arraigados en la memoria colectiva de un pueblo, a los que devuelven un nuevo vigor. Su fecundidad está ligada a un compartir la vida; es proporcional a la voluntad con la que aceptamos ser cuestionados e involucrados por la realidad, las situaciones y las historias de las personas».[15]
Por eso, él no eligió un lenguaje doctrinal abstracto, sino sencillo, comunicativo, dialógico, capaz de cuestionar e involucrar para mostrar que la fe es una fuente fresca y refrescante (cf. EG 11). Eligió el lenguaje metafórico que permite transmitir el amor tierno y misericordioso de Dios, que no es un simple subtema de la justicia, como quisiera la teología escolar, sino lo propio de Dios y el principio hermenéutico para comprender la doctrina y los mandamientos. Para el Papa Francisco, de hecho,
«es característico del lenguaje y de las acciones de la Iglesia transmitir misericordia, para tocar el corazón de las personas y sostenerlas en el camino hacia la plenitud de la vida, que Jesucristo, enviado por el Padre, ha venido a traer a todos. Se trata de acoger en nosotros y de difundir a nuestro alrededor el calor de la Iglesia Madre, de modo que Jesús sea conocido y amado, ese calor que da contenido a las palabras de la fe y que enciende, en la predicación y en el testimonio, la «chispa» que los hace vivos»[16].
La manera privilegiada de difundir este calor es la metáfora que se convierte así en una categoría teológica y hermenéutica que expresa dos características de la experiencia de fe: la inmanencia y la trascendencia. Puesto que trasciende la capacidad expresiva del lenguaje, no puede ser traducida a un lenguaje argumentativo, sino que debe ser experimentada para poder comunicar una experiencia precisa de Dios.
En la Escritura se habla de Dios y de sus acciones en la historia usando un lenguaje que procede en imágenes y que se desenvuelve según la cadencia rítmica de la poesía hebrea[17]. El Dios de la revelación judeocristiana habla a través de imágenes que tocan las cuerdas profundas de la experiencia humana y cruzan el vasto microcosmos del sentimiento humano. El lenguaje de Jesús también era metafórico. Él hablaba un lenguaje familiar y concreto que tocaba a las personas en su existencia cotidiana: «Si la sal pierde su rasgo específico, ¿cómo recuperará su sabor?» (cf. Mc 9,50).
El Papa Francisco también privilegia la metáfora y el lenguaje sencillo y eficaz, e invita a los predicadores a «comunicar a los demás aquello que uno ha contemplado»[18] (EG 150); a comunicar la fe haciendo que el pueblo se sienta como en medio del abrazo bautismal y de aquel abrazo escatológico del Padre (cf. EG 144); a hablar en «dialecto materno» (EG 139); a hablar a través de imágenes[19] y a utilizar imágenes que expresen belleza.[20]
6. El tema bíblico de la ternura en el magisterio del Papa Bergoglio
Entre los temas queridos por el Papa Francisco encontramos la ternura, ya estudiada de manera pionera en teología[21], pero nueva en el Magisterio de un Pontífice, entendida como una síntesis del rostro amoroso de Dios involucrado visceralmente en la vida humana, pero también como una cualidad del amor humano, principio dinámico de transformación de la sociedad y de la Iglesia capaz de rediseñar la arquitectura de las relaciones interpersonales e incentivo a la comunión con los demás.
La ternura es un leitmotiv del magisterio de Francisco. Desde el comienzo de su pontificado esta «dimensión antropológica fundamental ha vuelto a la agenda de la pastoral eclesial»[22] para estimular fuertemente a los creyentes a vivirla como una actitud permanente del propio sentir, para que se convierta en un estilo, en la atmósfera relacional de la propia existencia.
Sin embargo, la palabra «ternura» asusta a nuestra sociedad. ¿Por qué? Porque «su energía vital ha terminado disolviéndose en sus entonaciones sentimentales, hasta el punto de arriesgarse a confundirse con la blandura de todas las articulaciones del alma»[23]. La ternura de hoy, en la era del capitalismo tardío virtual, se considera que es
«una debilidad imperdonable... Los niños son entrenados desde una edad temprana para hacerse valer, frenando el altruismo y la compasión. Donde la ternura bordea la vulnerabilidad y pone en peligro el ego, incluso representa un peligro... parece completamente desprovista de gloria e intensidad... inofensiva frente a las amenazas generalizadas de la época actual... inadecuada para el espíritu de la época... una versión del ser humano superada por los recursos de la economía y de la técnica».[24]
Por eso asistimos al crecimiento de «una especie de militancia de la desesperación, que no solo se burla de la ternura, sino que pretende borrarla desde la cuna». Sin embargo, hay una «voz -que desafía impetuosamente los desiertos metropolitanos y las periferias abandonadas del cosmo-capitalismo- decididamente convencida de que la ternura debe salvar a las criaturas de este mundo y de esta época... ahora... para ser simplemente más humanos»[25]. Es la voz del Papa Francisco, que dio nueva forma al paisaje simbólico del discurso cristiano invitando a todos a la «revolución de la ternura» (EG 88). Él propone así un estilo que reacciona a cada dureza y rigidez, un dinamismo interior de identificación y compasión que reconoce el precioso don de la alteridad y genera prácticas de proximidad, «un buen ‘existencial concreto’, para traducir a nuestros tiempos el afecto que el Señor tiene por nosotros».[26]
La ternura es señalada por el Pontífice como un camino de humanización para el tiempo presente y para el futuro, cuyo propósito es «la plenitud de la relación con Dios, con nosotros mismos y con los demás, evaluada y realizada “según la medida de Dios”, y no según la medida de nosotros mismos y de nuestras ideas»[27]. Por esta razón, a través de referencias implícitas o explícitas (cf. las metáforas de ternura entendida como cuidado y compasión propios de la paternidad, de la maternidad, del cuidado médico y del pastoreo), el Papa Francisco invita a la ternura[28] para vencer la «rigidez autodefensiva» (EG 45) de un «cristianismo monocultural y monocorde» (EG 117), para generar prácticas de proximidad e iniciar procesos de humanización que empujen al don de sí mismo sin la angustia de los resultados, sino aprendiendo a «descansar en la ternura de los brazos del Padre, en medio de la entrega creativa y generosa» (EG 279). Subraya que la ternura es «una palabra beneficiosa, es el antídoto contra el miedo con respecto a Dios»[29]; es una virtud fuerte[30]; es para todos[31]; es el password para acceder al corazón del otro[32]; es lo que asegura la irradiación del Evangelio[33]; es el criterio decisivo en el juicio final[34].
Enfatizando elementos presentes en las Escrituras desde el Antiguo Testamento, el Papa invita a activar la afectividad en la acción evangelizadora de la Iglesia para despertar la adhesión del corazón. Al misterio de la relación entre Dios y el creyente aplica, por tanto, a la manera de la Escritura, el lenguaje de las relaciones humanas. Para hablar de Dios recurre a la analogía antropomórfica[35] a través de metáforas parentales (padre y madre) o sociales (médico y pastor). Para decir Dios como la Biblia, Francisco utiliza la simbología teológica antropomórfica. La vida espiritual se expresa así como una realidad simbólica que vive a la manera del símbolo, como unidad de dos mundos unidos en la persona de Cristo: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14,9). El símbolo de algo más, «no es una referencia a algo más... sino a la implicación relacional en una presencia»[36].
7. Metáforas bíblicas en la enseñanza del Papa Francisco
La Biblia no nos presenta a Dios como una fórmula o como la explicación más o menos plausible de la existencia del cosmos, sino como el Dios «tierno (ra?ûm) y misericordioso (?annûn[37], como Aquel que pone el sello de su amor en cada página de la historia y canta un canto eterno de amor al ser humano: «Tú eres precioso para mí, tienes valor y yo te amo» (Is 43,4). Este Dios ama gratuitamente a su criatura, se identifica con ella, la cuida, fomenta sus dones y facultades, la orienta hacia la justicia y el amor, ayudándola a luchar contra esa negación del amor que es el pecado, y la impulsa hacia la madurez y la santidad. Para ayudar al pueblo creyente a hacer experiencia de este Dios, el Papa Francisco usa algunas metáforas de ternura tomadas de las Escrituras. Al decir «Dios es como...», se evita reducirlo a la realidad creada y se habla de Él con pudor, sin pretender decirlo todo.
Las metáforas bíblicas más recurrentes de la ternura son las del padre y de la madre, porque en los textos bíblicos «la unión entre el fiel y su Señor se expresa con rasgos del amor paterno o materno» (AL 28) y porque «el amor de los padres es instrumento del amor del Padre Dios que espera con ternura el nacimiento de todo niño, lo acepta sin condiciones y lo acoge gratuitamente» (AL 170). Para Francisco la ternura «nos revela, junto al rostro paterno, el rostro materno de Dios, de un Dios enamorado del hombre, que nos ama con un amor infinitamente más grande que el de una madre por su propio hijo (cf. Is 49,15)»[38]. Para el Santo Padre, además, «la familia es el lugar de la ternura» y la presencia de Jesús «se manifiesta a través de la ternura, las caricias, el abrazo de una madre, un padre, un hijo».[39]
7.1 Dios es como un padre
La imagen del padre representa un espejo de la ternura salvadora del Señor hacia su pueblo. La designación de Dios como padre está presente tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. El pueblo de Israel siente a Dios como padre y Dios mismo se ofrece como padre de su pueblo: «Yo soy un padre ('?b) para Israel» (Jer 31,9), mientras que la fe judía no se cansa de proclamar: «Tú eres nuestro padre ('?bînû[40]. Sin embargo, esta designación aparece solo unas veinte veces en el Antiguo Testamento indicando un uso bastante mesurado y tardío. También aparece junto a otras denominaciones, como pastor, mujer/madre, rey, creador, roca, redentor. En los relatos evangélicos Jesús habla siempre de Dios como «el Padre [nuestro/mío/vuestro] que está en el cielo» o «mi Padre», y en sus cartas Pablo habla de Dios como «el Padre de nuestro Señor Jesucristo»[41] y «nuestro Padre».
A diferencia de las otras deidades del Antiguo Cercano Oriente y de la mitología clásica, el Dios bíblico no es varón y no tiene esposa porque es santo, diferente de la criatura humana, es totalmente Otro. En la revelación bíblica, la paternidad de Dios hacia los hombres, más que una paternidad de generación es, por lo tanto, una paternidad de adopción como se ve en la relectura de la historia de Israel en Dt 32, 9-10. La revelación de la filiación en la Biblia es como si precediera a la de la paternidad: «Así dijo el Señor: Israel es mi hijo primogénito» (Ex 4,22). Para el pueblo de Israel, su filiación divina no tiene nada de mitológico, sino que es la consecuencia de un acto salvífico de Dios. Es el mayor privilegio del cual beneficiarse. Israel no es hijo de Dios por descendencia natural, como en los relatos mitológicos, sino en virtud de un acontecimiento histórico: el éxodo. La elección de Israel y el acontecimiento del éxodo se interpretan como actos de la alianza paterna, pero a veces también como esponsales (cf. Jr 3,19-20).
En la Escritura, por tanto, hay un paso de la figura de Dios como cabeza a la de padre, que tiene lugar gracias a una interiorización gradual de la relación, que también está mediada por el vínculo del matrimonio, muy presente en Oseas. Es una paternidad que mira más hacia el futuro que hacia el pasado: «Él me invocará: Tú eres mi padre, Dios mío, la roca de mi salvación» (Sal 89,27). Dirigirse a Dios como “padre” es, por tanto, visto como una tensión hacia l
[caption id="attachment_1588" align="aligncenter" width="796"] "Los primeros pasos", Vincent Van Gogh, 1890.[/caption]

Metáforas bíblicas de la ternura de Dios en el Papa Francisco

Rosalba Manes[1]

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Consciente del impacto del trasfondo cultural y pastoral de la Teología del Pueblo en el Magisterio del Papa Francisco, esta contribución pretende estudiar su elección de “decir Dios” a través del lenguaje metafórico, y la centralidad que él concede, junto con la categoría bíblica de la misericordia, a la de la ternura, declinada a través de algunas metáforas bíblicas recurrentes como aquellas de los sujetos de la ternura (padre, madre, pastor, médico), de los destinatarios (hijos, niños, ovejas, enfermos) y de los medios (abrazo, aceite, óleo perfumado) que se refieren al campo de la proximidad, del cuidado y de la gratuidad. Esta elección comunicativa del Santo Padre refleja el dinamismo narrativo de la Escritura y la trama de la revelación, y da al acto de predicar una eficacia notable.
1. El espacio, la historia y la palabra: lugares de la epifanía divina
El Dios de las Escrituras hebreo-cristianas se presenta como un Dios que desea fuertemente darse a conocer y que quiere que sus criaturas se sientan conocidas y amadas por Él. Él es un Dios que ama la relación, que desea llamar a todos a la comunión consigo mismo y que enseña al ser humano que no es bueno estar «solo» (Gn 2,18). La vida humana emerge así, desde su inicio, como una densa red de relaciones, como un tejido de vínculos con el espacio, con el tiempo y con otros seres humanos. Por eso, el Dios de la Biblia habla siempre con la clave de la “Alianza”: Él se pone del lado de la criatura para sostenerla, acompañarla, protegerla, rodearla de amor y, para ello, se apasiona fuertemente por la historia, elige vivir en algunos espacios y ama hacer resonar su voz. De esta manera, se captan tres áreas privilegiadas de la epifanía divina: la historia, el espacio y la palabra. Así, la Biblia manifiesta
«la primacía de la revelación divina por sobre la búsqueda humana, de la gracia por sobre el mérito, del reino de Dios que crece por sí mismo como semilla en la tierra, tanto si el campesino duerme o permanece despierto (cf. Mc 4,26-29). Hay tres lugares para conocer esta teofanía. En primer lugar, la historia de la salvación, como lo atestigua el mismo Credo de Israel... y de la encarnación cristiana... Luego está el espacio que revela la presencia divina tanto en el templo cósmico (cf. Sal 19,104) como en el de Sion (cf. 1 Re 8)... Y, por último, está la palabra, que en su eficacia fecunda la tierra árida de la existencia humana, haciéndola vivir y germinar (cf. Is 55,10-11)».[2]
2. Un Dios involucrado en los asuntos humanos
Puesto que Dios se manifiesta en la historia concreta, en lugares concretos y con palabras concretas, las Escrituras tienen un fuerte interés en los acontecimientos históricos, en la geografía y en el efecto que la Palabra de Dios tiene en el corazón humano. También nos muestran cómo Dios mismo se interesa por el ser humano en su situación precisa, en todo lo que le concierne, revelándose plenamente implicado en una relación de amor «excesivo» y de fidelidad «intachable». A. J. Heschel describe bien este interés privilegiado por la humanidad y la historia por parte del Dios de Israel, contrastándolo con el desinterés y la indiferencia del Dios de los filósofos:
«El Dios de Israel... es un Dios que ama; un Dios conocido por el hombre y que se preocupa por el hombre. No solo gobierna el mundo con la majestad de su poder y sabiduría, sino que reacciona íntimamente a los acontecimientos de la historia. Él no juzga las acciones de los hombres con impasibilidad y desapego; su juicio está impregnado por la actitud de aquel que íntimamente ha querido dichas acciones. Dios no se queda fuera del alcance del sufrimiento y del dolor humano. Él está personalmente involucrado e incluso influenciado por la conducta y el destino del hombre».[3]
El Dios que se revela en las Escrituras a través de los dos atributos de justicia y gracia (que se expresan en su amor misericordioso y tierno) manifiesta una sensibilidad exquisita que lo empuja incluso a una reversibilidad divina, a un cambio sorprendente, a una especie de conversión que, cuando el hombre cambia por el camino de la conversión, lo lleva a pasar de un castigo anunciado a una efusión sorprendente de amor[4]. El Dios de la Biblia es un Dios involucrado y que involucra. Como aparece en Ex 3,7-8, el Dios que se presenta a Moisés a través de la Palabra es un Dios que ve, oye, conoce, desciende y libera a su pueblo para conducirlo a la tierra de la libertad, la tierra de los hijos. Es un Dios que toma una posición y se pone del lado del pueblo. Este Dios liberador también quiere involucrar a Moisés en su obra de liberación y lo hace llevando a cabo su propia liberación personal. Liberado de sus espinas personales y habiendo recibido su identidad de hombre ya no sin raíces ni pertenencia, gracias al Dios que lo marcó con la promesa de su eterno Yo-con-ustedes, Moisés puede vivir la sinergia con Dios para sacar a su pueblo de la casa de la esclavitud.
El involucramiento de Dios en los asuntos humanos alcanza posteriormente su culmen con la encarnación de su Hijo, que marca la entrada en los tiempos de la nueva alianza, cuando el Amado del Padre se hace cargo de la condición humana y la asume en primera persona. El Dios que viene se hace semejante a nosotros en todas las cosas, excepto en el pecado (cf. Hb 4,15), para convertirse en un sumo sacerdote misericordioso y digno de fe, con el fin de expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2,17), y asume la historia, el espacio y la palabra. Signo de un amor que llega hasta el extremo (cf. Jn 13,1) en duración e intensidad, de un amor pleno, total y visceral.
3. Eficacia de la ruta simbólica
Para ser conocido como Otro por la criatura humana, pero también muy cercano e involucrado, Dios elige el camino simbólico, instrumento privilegiado en los textos sagrados de todas las religiones para decir Dios. Por eso, la verdad de la Escritura es plenamente solidaria con su medio expresivo, porque «la fe bíblica y los modos de lenguaje concuerdan intrínsecamente»[5]. Para transmitir la fe, de hecho, es importante no solo ofrecer contenido, sino elegir la manera correcta de decir Dios. Por lo tanto, el modo en que el misterio de la revelación y de la encarnación se abre camino en el campo semántico es el símbolo que «consigue unir en sí mismo los extremos de la inmanencia y de la trascendencia divina, consigue producir un sentido que, desde la realidad histórica de la partida, va hacia el Otro y hacia el Más Allá».[6]
El símbolo se presenta como la forma permanente del conocimiento de Dios, como la manifestación de lo invisible en lo visible. Gracias al símbolo se puede decir: “Dios es como...” (afirmando la inmanencia), y también decir: “Dios no es...” (afirmando la trascendencia). Se puede decir, en efecto, que «en la encarnación, la totalidad del sentido reside en la contingencia, y es precisamente gracias a esta contingencia -los signos- que es posible nombrar y significar la totalidad del sentido».[7]
El símbolo se repite en todo el lenguaje evangélico, especialmente en las parábolas, y el símbolo de la parábola se convierte en «la forma estética dominante del kerigma»[8]. Por esta razón, el símbolo es importante no solo en la Escritura, sino también en la teología y en la predicación, donde es necesario que aquel Dios del que se habla también sea visto.[9]
4. La teología kerigmática y contextual del Papa Francisco
La enseñanza del Papa Francisco es rica en imágenes y se expresa a través de una pedagogía triádica y una teología kerigmática. Para entender todo esto, es necesario considerar su tradición histórica y cultural de habitante y pastor de una megápolis del hemisferio sur del mundo (Buenos Aires) marcada por la grandeza, la multiplicidad cultural (gauchos e inmigrantes, especialmente italianos) y la miseria. De aquí se perfila su teología del pueblo, basada en la escucha de la sabiduría popular y en la reconciliación que implica: la atención al contexto como una de las fuentes de la teología para que la fe pueda actuar dentro de su propia cultura (teología contextual), la predilección por el anuncio entendida como una actividad más que como un contenido (teología kerigmática), la sensibilidad por la pluralidad de las culturas, la disponibilidad de la Iglesia para encarnarse en cada cultura (modelo antropológico) para ser un «pueblo de mil rostros» (cf. EG 115-118), y la opción preferencial por los pobres a través de una acción transformadora dentro de cada sociedad (modelo de la praxis).
En su enseñanza, el Papa Francisco no parte nunca de la doctrina, sino de la situación concreta para responder, a través de las reglas de discernimiento de los espíritus previstas en los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, a la pregunta: «¿Qué quiere el Señor de mí en esta situación concreta?». De este modo, él favorece un conocimiento existencial, es decir, el conocimiento de la voluntad concreta de Dios para cada persona, un conocimiento que implica la totalidad de la persona[10]. Este es el enfoque de la constitución pastoral Gaudium et spes: partir de los signos de los tiempos para interpretarlos a la luz del Evangelio.
Esto significa que el verdadero teólogo debe tener una mirada profética sobre la humanidad y que su acción teológica sea «un saber discernir, un saber comprender dónde actúa el Espíritu Santo en la humanidad y qué pasos pide la nueva vida para ser realizados en la historia»[11]. Por eso el Papa Francisco recurre a la teología kerigmática[12], que elige como lugar teológico decisivo el kerigma, es decir, el corazón de la predicación cristiana, el anuncio del Evangelio que es «trinitario» (EG 164), invitando a una mayor atención al texto bíblico para reconstruir el sentido del kerigma según la dinámica propia de los textos bíblicos que lo consideran no tanto o no solo como un contenido, sino como la actividad permanente de la comunidad cristiana, y que muestran que el acto de fe se hace posible dentro de este proceso comunicativo. El kerigma, además, «tiene un contenido social ineludible: en el corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con los demás. El contenido del primer anuncio tiene una repercusión moral inmediata cuyo centro es la caridad» (EG 177).
5. El arte de comunicar a Dios y el lenguaje metafórico
Para comunicar la fe, el Papa Francisco elige un lenguaje sencillo, accesible a todos y original gracias a neologismos y términos recurrentes[13]. Él privilegia un lenguaje que alcanza el intelecto y los sentimientos y que no necesita la mediación de hermeneutas, advierte contra el nominalismo, y para decir Dios y el hombre elige el lenguaje metafórico capaz de interceptar e implicar fuertemente el sentimiento humano.
Escuchando las palabras del Papa se capta todo el alcance del lenguaje humano, de una palabra que no es simple flatus vocis, sino semilla que cae en el terreno de la historia, que afecta a los hábitos humanos para que se arraiguen en los corazones y den fruto. En la palabra se revela el instrumento más poderoso del que dispone la criatura humana[14], para ser usado con cuidado para interceptar la capacidad volitiva y decisional del otro y para formar conciencias. El lenguaje del Papa Francisco provoca a toda la Iglesia, presbíteros y laicos, a una renovación, a elegir un lenguaje eficaz en el anuncio, una palabra libre e incisiva capaz de liberar el corazón e iniciar procesos de humanización, de identificación, de proximidad, una palabra que refleja el estilo del hombre nuevo que verdaderamente ha realizado el encuentro con el Rostro de la Misericordia.
En el prefacio del libro de monseñor Galantino titulado Vivir las palabras, publicado por Piemme, el Papa escribe: «Las palabras no son neutrales, ni dejan las cosas como están […] más bien, dan voz a valores culturales y espirituales arraigados en la memoria colectiva de un pueblo, a los que devuelven un nuevo vigor. Su fecundidad está ligada a un compartir la vida; es proporcional a la voluntad con la que aceptamos ser cuestionados e involucrados por la realidad, las situaciones y las historias de las personas».[15]
Por eso, él no eligió un lenguaje doctrinal abstracto, sino sencillo, comunicativo, dialógico, capaz de cuestionar e involucrar para mostrar que la fe es una fuente fresca y refrescante (cf. EG 11). Eligió el lenguaje metafórico que permite transmitir el amor tierno y misericordioso de Dios, que no es un simple subtema de la justicia, como quisiera la teología escolar, sino lo propio de Dios y el principio hermenéutico para comprender la doctrina y los mandamientos. Para el Papa Francisco, de hecho,
«es característico del lenguaje y de las acciones de la Iglesia transmitir misericordia, para tocar el corazón de las personas y sostenerlas en el camino hacia la plenitud de la vida, que Jesucristo, enviado por el Padre, ha venido a traer a todos. Se trata de acoger en nosotros y de difundir a nuestro alrededor el calor de la Iglesia Madre, de modo que Jesús sea conocido y amado, ese calor que da contenido a las palabras de la fe y que enciende, en la predicación y en el testimonio, la «chispa» que los hace vivos»[16].
La manera privilegiada de difundir este calor es la metáfora que se convierte así en una categoría teológica y hermenéutica que expresa dos características de la experiencia de fe: la inmanencia y la trascendencia. Puesto que trasciende la capacidad expresiva del lenguaje, no puede ser traducida a un lenguaje argumentativo, sino que debe ser experimentada para poder comunicar una experiencia precisa de Dios.
En la Escritura se habla de Dios y de sus acciones en la historia usando un lenguaje que procede en imágenes y que se desenvuelve según la cadencia rítmica de la poesía hebrea[17]. El Dios de la revelación judeocristiana habla a través de imágenes que tocan las cuerdas profundas de la experiencia humana y cruzan el vasto microcosmos del sentimiento humano. El lenguaje de Jesús también era metafórico. Él hablaba un lenguaje familiar y concreto que tocaba a las personas en su existencia cotidiana: «Si la sal pierde su rasgo específico, ¿cómo recuperará su sabor?» (cf. Mc 9,50).
El Papa Francisco también privilegia la metáfora y el lenguaje sencillo y eficaz, e invita a los predicadores a «comunicar a los demás aquello que uno ha contemplado»[18] (EG 150); a comunicar la fe haciendo que el pueblo se sienta como en medio del abrazo bautismal y de aquel abrazo escatológico del Padre (cf. EG 144); a hablar en «dialecto materno» (EG 139); a hablar a través de imágenes[19] y a utilizar imágenes que expresen belleza.[20]
6. El tema bíblico de la ternura en el magisterio del Papa Bergoglio
Entre los temas queridos por el Papa Francisco encontramos la ternura, ya estudiada de manera pionera en teología[21], pero nueva en el Magisterio de un Pontífice, entendida como una síntesis del rostro amoroso de Dios involucrado visceralmente en la vida humana, pero también como una cualidad del amor humano, principio dinámico de transformación de la sociedad y de la Iglesia capaz de rediseñar la arquitectura de las relaciones interpersonales e incentivo a la comunión con los demás.
La ternura es un leitmotiv del magisterio de Francisco. Desde el comienzo de su pontificado esta «dimensión antropológica fundamental ha vuelto a la agenda de la pastoral eclesial»[22] para estimular fuertemente a los creyentes a vivirla como una actitud permanente del propio sentir, para que se convierta en un estilo, en la atmósfera relacional de la propia existencia.
Sin embargo, la palabra «ternura» asusta a nuestra sociedad. ¿Por qué? Porque «su energía vital ha terminado disolviéndose en sus entonaciones sentimentales, hasta el punto de arriesgarse a confundirse con la blandura de todas las articulaciones del alma»[23]. La ternura de hoy, en la era del capitalismo tardío virtual, se considera que es
«una debilidad imperdonable... Los niños son entrenados desde una edad temprana para hacerse valer, frenando el altruismo y la compasión. Donde la ternura bordea la vulnerabilidad y pone en peligro el ego, incluso representa un peligro... parece completamente desprovista de gloria e intensidad... inofensiva frente a las amenazas generalizadas de la época actual... inadecuada para el espíritu de la época... una versión del ser humano superada por los recursos de la economía y de la técnica».[24]
Por eso asistimos al crecimiento de «una especie de militancia de la desesperación, que no solo se burla de la ternura, sino que pretende borrarla desde la cuna». Sin embargo, hay una «voz -que desafía impetuosamente los desiertos metropolitanos y las periferias abandonadas del cosmo-capitalismo- decididamente convencida de que la ternura debe salvar a las criaturas de este mundo y de esta época... ahora... para ser simplemente más humanos»[25]. Es la voz del Papa Francisco, que dio nueva forma al paisaje simbólico del discurso cristiano invitando a todos a la «revolución de la ternura» (EG 88). Él propone así un estilo que reacciona a cada dureza y rigidez, un dinamismo interior de identificación y compasión que reconoce el precioso don de la alteridad y genera prácticas de proximidad, «un buen ‘existencial concreto’, para traducir a nuestros tiempos el afecto que el Señor tiene por nosotros».[26]
La ternura es señalada por el Pontífice como un camino de humanización para el tiempo presente y para el futuro, cuyo propósito es «la plenitud de la relación con Dios, con nosotros mismos y con los demás, evaluada y realizada “según la medida de Dios”, y no según la medida de nosotros mismos y de nuestras ideas»[27]. Por esta razón, a través de referencias implícitas o explícitas (cf. las metáforas de ternura entendida como cuidado y compasión propios de la paternidad, de la maternidad, del cuidado médico y del pastoreo), el Papa Francisco invita a la ternura[28] para vencer la «rigidez autodefensiva» (EG 45) de un «cristianismo monocultural y monocorde» (EG 117), para generar prácticas de proximidad e iniciar procesos de humanización que empujen al don de sí mismo sin la angustia de los resultados, sino aprendiendo a «descansar en la ternura de los brazos del Padre, en medio de la entrega creativa y generosa» (EG 279). Subraya que la ternura es «una palabra beneficiosa, es el antídoto contra el miedo con respecto a Dios»[29]; es una virtud fuerte[30]; es para todos[31]; es el password para acceder al corazón del otro[32]; es lo que asegura la irradiación del Evangelio[33]; es el criterio decisivo en el juicio final[34].
Enfatizando elementos presentes en las Escrituras desde el Antiguo Testamento, el Papa invita a activar la afectividad en la acción evangelizadora de la Iglesia para despertar la adhesión del corazón. Al misterio de la relación entre Dios y el creyente aplica, por tanto, a la manera de la Escritura, el lenguaje de las relaciones humanas. Para hablar de Dios recurre a la analogía antropomórfica[35] a través de metáforas parentales (padre y madre) o sociales (médico y pastor). Para decir Dios como la Biblia, Francisco utiliza la simbología teológica antropomórfica. La vida espiritual se expresa así como una realidad simbólica que vive a la manera del símbolo, como unidad de dos mundos unidos en la persona de Cristo: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14,9). El símbolo de algo más, «no es una referencia a algo más... sino a la implicación relacional en una presencia»[36].
7. Metáforas bíblicas en la enseñanza del Papa Francisco
La Biblia no nos presenta a Dios como una fórmula o como la explicación más o menos plausible de la existencia del cosmos, sino como el Dios «tierno (ra?ûm) y misericordioso (?annûn[37], como Aquel que pone el sello de su amor en cada página de la historia y canta un canto eterno de amor al ser humano: «Tú eres precioso para mí, tienes valor y yo te amo» (Is 43,4). Este Dios ama gratuitamente a su criatura, se identifica con ella, la cuida, fomenta sus dones y facultades, la orienta hacia la justicia y el amor, ayudándola a luchar contra esa negación del amor que es el pecado, y la impulsa hacia la madurez y la santidad. Para ayudar al pueblo creyente a hacer experiencia de este Dios, el Papa Francisco usa algunas metáforas de ternura tomadas de las Escrituras. Al decir «Dios es como...», se evita reducirlo a la realidad creada y se habla de Él con pudor, sin pretender decirlo todo.
Las metáforas bíblicas más recurrentes de la ternura son las del padre y de la madre, porque en los textos bíblicos «la unión entre el fiel y su Señor se expresa con rasgos del amor paterno o materno» (AL 28) y porque «el amor de los padres es instrumento del amor del Padre Dios que espera con ternura el nacimiento de todo niño, lo acepta sin condiciones y lo acoge gratuitamente» (AL 170). Para Francisco la ternura «nos revela, junto al rostro paterno, el rostro materno de Dios, de un Dios enamorado del hombre, que nos ama con un amor infinitamente más grande que el de una madre por su propio hijo (cf. Is 49,15)»[38]. Para el Santo Padre, además, «la familia es el lugar de la ternura» y la presencia de Jesús «se manifiesta a través de la ternura, las caricias, el abrazo de una madre, un padre, un hijo».[39]
7.1 Dios es como un padre
La imagen del padre representa un espejo de la ternura salvadora del Señor hacia su pueblo. La designación de Dios como padre está presente tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. El pueblo de Israel siente a Dios como padre y Dios mismo se ofrece como padre de su pueblo: «Yo soy un padre ('?b) para Israel» (Jer 31,9), mientras que la fe judía no se cansa de proclamar: «Tú eres nuestro padre ('?bînû[40]. Sin embargo, esta designación aparece solo unas veinte veces en el Antiguo Testamento indicando un uso bastante mesurado y tardío. También aparece junto a otras denominaciones, como pastor, mujer/madre, rey, creador, roca, redentor. En los relatos evangélicos Jesús habla siempre de Dios como «el Padre [nuestro/mío/vuestro] que está en el cielo» o «mi Padre», y en sus cartas Pablo habla de Dios como «el Padre de nuestro Señor Jesucristo»[41] y «nuestro Padre».
A diferencia de las otras deidades del Antiguo Cercano Oriente y de la mitología clásica, el Dios bíblico no es varón y no tiene esposa porque es santo, diferente de la criatura humana, es totalmente Otro. En la revelación bíblica, la paternidad de Dios hacia los hombres, más que una paternidad de generación es, por lo tanto, una paternidad de adopción como se ve en la relectura de la historia de Israel en Dt 32, 9-10. La revelación de la filiación en la Biblia es como si precediera a la de la paternidad: «Así dijo el Señor: Israel es mi hijo primogénito» (Ex 4,22). Para el pueblo de Israel, su filiación divina no tiene nada de mitológico, sino que es la consecuencia de un acto salvífico de Dios. Es el mayor privilegio del cual beneficiarse. Israel no es hijo de Dios por descendencia natural, como en los relatos mitológicos, sino en virtud de un acontecimiento histórico: el éxodo. La elección de Israel y el acontecimiento del éxodo se interpretan como actos de la alianza paterna, pero a veces también como esponsales (cf. Jr 3,19-20).
En la Escritura, por tanto, hay un paso de la figura de Dios como cabeza a la de padre, que tiene lugar gracias a una interiorización gradual de la relación, que también está mediada por el vínculo del matrimonio, muy presente en Oseas. Es una paternidad que mira más hacia el futuro que hacia el pasado: «Él me invocará: Tú eres mi padre, Dios mío, la roca de mi salvación» (Sal 89,27). Dirigirse a Dios como “padre” es, por tanto, visto como una tensión hacia la realización, hacia la maduración plena de la identidad de cada ser humano.
De este padre que abre al futuro se celebra la ternura: «Como un padre es tierno con sus hijos, así el Señor es tierno con los que le temen» (Sal 103,13). El profeta Oseas vincula la ternura paterna de Dios con la liberación de Egipto y la describe con rasgos conmovedores: «Cuando Israel era niño lo amé, de Egipto llamé a mi hijo […]. Enseñé a Efraín caminar, tomándolo de la mano […]. Lo atraía con cuerdas de bondad, con lazos de amor; era para ellos como alguien que levanta a un niño hasta su mejilla, me inclinaba sobre él para darle de comer» (Os 11,1.3-4).

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