banner_articulo


PRIMADO Y SINODALIDAD EN EL DIÁLOGO TEOLÓGICO ENTRE ORIENTE Y OCCIDENTE.
DEL DOCUMENTO DE RAVENA (2007) AL DOCUMENTO DE CHIETI (2016)


BRUNO FORTE
Doctor en teología y filosofía formado en Tübingen y París.
Actual Arzobispo de Chieti-Vasto, Italia.
Profesor de teología sistemática en la Pontificia Facultad de Teología
de Italia Meridional (Nápoles)
 
 
 
Julio 2021 | Nº 1210
 
 
¿En qué punto estamos en el camino hacia la unidad entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas en su conjunto? En la respuesta a esta pregunta dos lugares, Ravena y Chieti, ocupan un lugar especial por los documentos de consenso aprobados durante los trabajos de la Comisión Mixta Internacional para el Diálogo Teológico entre la Iglesia Católica y la Iglesia Ortodoxa en su conjunto, que se reunió en las dos ciudades en 2007 y 2016, respectivamente. El Documento de Ravena,[1] aprobado el 14 de octubre de 2007, y el Documento de Chieti,[2] aprobado el 21 de septiembre de 2016, representan conjuntamente una contribución muy relevante en el camino hacia la comunión ‘sinodal’ entre las dos Iglesias hermanas, posibilitada, por un lado, por el renouveau ecclésiologique producido en el ámbito católico en el siglo XX y, por otro, por el replanteamiento análogo del misterio de la Iglesia en el mundo ortodoxo entre los siglos XIX y XX. Tras presentar a grandes rasgos estos dos procesos de renovación en el ámbito de la eclesiología, examinaremos las aportaciones de los dos documentos, los resultados obtenidos y las perspectivas que han abierto.
 
LA RENOVACIÓN ECLESIOLÓGICA CATÓLICA
 
El alcance de la renovación eclesiológica católica del siglo XX se entiende bien en relación con la concepción dominante antes del Concilio Vaticano II, caracterizada por la acentuación de los aspectos visibles e institucionales de la Iglesia: el énfasis se puso de tal modo en la dimensión cristológica, en el aspecto de ‘encarnación’ de lo invisible, que llegó a justificar el epíteto de “cristomonismo”.[3] En particular, fue la Contrarreforma la que acentuó al máximo las mediaciones visibles e institucionales de la comunidad eclesial como alternativa al ‘invisibilismo’ atribuido a los reformadores: la sistematización clásica de esta orientación fue elaborada por san Roberto Belarmino.[4] A lo que pretende oponerse es a la separación de lo visible y lo invisible en la Iglesia: en coherencia con la lógica de la Encarnación, sostiene que la Iglesia es tan visible como la misión del Hijo y la pertenencia a ella se mide por la experiencia objetiva del don de Dios. Por tanto,
 
para que alguien pueda ser declarado miembro de esta verdadera Iglesia, de la que hablan las Escrituras, no creemos que se le deba exigir ninguna virtud interior. Basta la profesión externa de la fe y de la comunión de los sacramentos, cosas que el sentido mismo puede constatar. De hecho, la Iglesia es una comunidad de hombres tan visible y palpable como la comunidad del pueblo romano, o el Reino de Francia o la República de Venecia.[5]
 
Consecuencia de este planteamiento es la atención al modo de concebir la estructura visible de la Iglesia para que sea históricamente reconocible: el ‘todo’ que es la Iglesia, unida por la única fe y por los mismos sacramentos, se presenta articulado en partes o porciones, vinculadas verticalmente entre sí, bajo la guía de la cabeza visible de la comunidad eclesial, el Obispo de Roma. Los obispos locales son considerados como delegados del Pastor universal: el episcopado es visto como una simple delegación de poderes conferidos desde arriba de la estructura jerárquica de la Iglesia, y no como una realidad sacramental. Además, incluso después de la sistematización de Belarmino, la concepción visibilista y jurídica de la Iglesia fue retomada debido al estímulo de nuevas reacciones. En contra del jansenismo, que estaba más o menos ligado al galicanismo episcopal y real y que tendía a potenciar las Iglesias nacionales, se reafirmaron los poderes del centralismo romano. Frente al laicismo y al absolutismo estatal del siglo XIX se insistió en la Iglesia como sociedad perfecta (societas perfecta), dotada de derechos y de medios propios y suficientes. Contra el modernismo se afirmaron vigorosamente las prerrogativas de la Iglesia docente.
 
Las causas más profundas y decisivas de la renovación eclesiológica […] se encuentran en la vigorosa conciencia de lo sobrenatural provocada por la acción antimodernista, en el movimiento litúrgico, en la intensificación de la vida eucarística, en la ‘vuelta a las fuentes’ de la Biblia y de la patrística, en el redescubrimiento del papel activo del laicado […] en un impulso de orden espiritual, que se vivió antes de ser formulado.
 
Ciertamente no faltaron voces orientadas a redescubrir la Iglesia en su interioridad y en su misterio, con acentos y enfoques diversos. Entre ellos, la Escuela de Tubinga en Alemania (J. S. Drey, J. B. Hirscher, J. E. Kuhn, J. A. Möhler), John Henry Newman en Inglaterra, Antonio Rosmini y la Escuela Romana del siglo XIX en Italia (G. Perrone, C. Passaglia, C. Schrader, J. B. Franzelin). A pesar de estas significativas aportaciones, hay que reconocer que la eclesiología católica en el umbral del siglo XX se presentó más como el fruto de reacciones y defensas que como el anuncio gozoso y liberador del ‘misterio’ oculto durante siglos y revelado en Cristo. La necesidad de una renovación eclesiológica estaba ligada a los propios límites de la teología de manuales y las escuelas: surgió la exigencia de un replanteamiento que, partiendo de las fuentes de la fe, revelara la riqueza de sus horizontes. El siglo XX –que muy pronto se definió en los círculos teológicos como el “siglo de la Iglesia”–[6] se abrió marcado por esta necesidad, que la crisis provocada por la Primera Guerra Mundial pondría aún más de relieve:[7] a la experiencia generalizada de laceración y soledad se unió la urgencia de contrastar la comunión ofrecida desde lo alto en la Iglesia.[8] Las causas más profundas y decisivas de la renovación eclesiológica son, sin embargo, de orden espiritual: se encuentran en la vigorosa conciencia de lo sobrenatural provocada por la acción antimodernista, en el movimiento litúrgico, en la intensificación de la vida eucarística, en la ‘vuelta a las fuentes’ de la Biblia y de la patrística, en el redescubrimiento del papel activo del laicado, en los primeros impulsos del movimiento ecuménico moderno, en “un impulso de orden espiritual, que se vivió antes de ser formulado”.[9]
 
La renovación eclesiológica se va configurando como una superación de la concepción visibilista y jurídica de la eclesiología en dirección a “un redescubrimiento de los elementos sobrenaturales y místicos de la Iglesia, de un esfuerzo humilde y religioso por considerar en toda su profundidad divina el misterio de la Iglesia”.[10] Apoyándose especialmente en la teología de los Padres y de la Escolástica, se recuperan las dimensiones pneumatológica y cristológica de la realidad eclesial: surge la idea de la Iglesia como comunión, concebida a imagen de la Trinidad divina. “En la Iglesia la humanidad […] está unida a Dios […] con una unión vital, no personal, para formar una realidad divino-humana místicamente una. Ya no hay una unión (entitativa) de dos naturalezas en una sola Persona, sino una comunión de varias personas en la misma vida divina”.[11] Se percibe la cercanía a la tradición ortodoxa, reproducida en los mismos años por el movimiento neopatrístico: “El misterio insondable de la Iglesia, obra de Cristo y del Espíritu Santo, es ser una en Cristo, múltiple en el Espíritu; una sola naturaleza humana en la hipóstasis de Cristo, muchas hipóstasis humanas en la gracia del Espíritu Santo”.[12]
 
En este clima cultural y espiritual florece y se desarrolla en el ámbito católico la teología de la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo, respecto a la cual no faltaron exageraciones y resistencias, y que provocaron la intervención del Magisterio Pontificio: Mystici Corporis (29 de junio de 1943) pretendió equilibrar el riesgo de reducir la Iglesia a pura interioridad cuando se afirmaba la equiparación entre Cuerpo Místico e Iglesia católica romana. De este modo, Mystici Corporis concluyó los inicios de la renovación eclesiológica, asumiendo la aportación decisiva de la teología del Cuerpo Místico y abriéndose a nuevos desarrollos, que encontrarían espacio en la primavera del Concilio Vaticano II. En la discusión sobre el primer Schema de Ecclesia, con referencia explícita a los teólogos ortodoxos que "contraponen la eclesiología universalista (es decir, la eclesiología de la Iglesia única y universal, jurídicamente organizada de forma jerárquica, como en la Iglesia católica) a la eclesiología jurídica (es decir, la eclesiología de las Iglesias particulares, no subordinadas por derecho divino según la autoridad, como en la Iglesia ortodoxa)", se afirmará que es “muy útil indicar cómo la Iglesia católica también parte de una eclesiología eucarística que también es universalista”.[13]
 
Tal perspectiva se ofrecerá como particularmente fecunda para comprender el modo en que la unidad católica vive y se expresa en la comunión de las Iglesias, sin anular su riqueza y variedad, y al mismo tiempo sin dar paso a un localismo exagerado y carente de vínculos con la Iglesia universal. Así lo demuestran los trabajos de los grandes eclesiólogos del siglo XX, como Henri de Lubac, Yves Congar, Jean-Marie R. Tillard y Joseph Ratzinger, el futuro Papa Benedicto XVI. Según ellos, es la eclesiología eucarística en particular la que puede ayudar a comprender mejor la inhabitación continua y mutua (perijóresis eclesiológica), de la que viven las Iglesias en la unidad de la Catholica: “La unidad de la Iglesia se funda en la perijóresis de las Iglesias, en la perijóresis del oficio episcopal, en la compenetración del nosotros dinámico a partir de la múltiple vitalidad que hay en ella...”.[14] La Iglesia es pensada como una ‘communio’ a imagen de la Trinidad divina, de la que procede y hacia la que tiende, una comunión en la que la unidad alimenta y vivifica la diversidad, y esta es sostenida y a su vez alimentada por la acción unificadora del Espíritu consolador.[15] El camino de encuentro entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas puede pasar, por tanto, por las perspectivas abiertas por la eclesiología eucarística del primer milenio.
 
LA RENOVACIÓN DE LA ECLESIOLOGÍA ORTODOXA
 
La renovación de la eclesiología ortodoxa en el siglo XIX está vinculada al llamado ‘movimiento eslavófilo’, destinado a redescubrir las riquezas de la tradición eslava oriental. Fue en particular Aleksej Stepanovich Khomjakov[16] quien presentó a la Iglesia como un misterio de unanimidad en el amor (sobornost),[17] unidad en la caridad, depositaria, guardiana y transmisora de la verdad cristiana, que es la verdad del amor. Esta unanimidad surge de la acogida mutua de los creyentes y es fruto del Espíritu Santo que actúa en ellos: “El misterio insondable de la Iglesia, obra de Cristo y del Espíritu Santo, es ser uno en Cristo, múltiple en el Espíritu; una sola naturaleza humana en la hipóstasis de Cristo, muchas hipóstasis humanas en la gracia del Espíritu Santo”.[18] Estas ideas se acercan a las presentadas en la obra La unidad en la Iglesia, publicada en 1825 por el teólogo católico Johannes Adam Möhler, madurada en el clima del romanticismo alemán y alimentada por un fructífero retorno a los Padres: presenta la unidad orgánica del espíritu y del cuerpo de la Iglesia, rica precisamente en su diversidad articulada y en continuo desarrollo orgánico, como fruto de la obra del Espíritu Santo: “La unidad de la Iglesia cristiana consiste en una vida, encendida directa y continuamente por el Espíritu divino; una vida que se conserva y propaga por el amor efectivo que une entre ellos a los fieles”.[19]
 
En la Iglesia, la unidad y la pluralidad no solo se superan, sino que, además, una contiene a la otra.
 
Nicolai Afanassieff[20] se conecta de modo original con los ‘eslavófilos’, al contraponer la ‘eclesiología universalista’ a la eclesiología ‘eucarística’: la primera estaría vinculada a la obra de Cipriano de Cartago, que “aunque de manera inconsciente, construyó su doctrina de la unidad de la Iglesia inspirándose en la idea del Imperio Romano”.[21] Para él “el principio de la unidad del episcopado es el principio de la unidad de la Iglesia universal. La unidad de la Iglesia postulaba la unidad del episcopado y, por otra parte, la unidad del episcopado salvaguardaba la unidad de la Iglesia”.[22] La eclesiología eucarística, en cambio, propia de la tradición oriental, sostiene que
 
como Cuerpo de Cristo, la Iglesia se manifiesta en toda su plenitud en la asamblea eucarística de la Iglesia local, porque Cristo está presente en la Eucaristía en la plenitud de su Cuerpo. Por eso la Iglesia local posee toda la plenitud de la Iglesia; en otras palabras, es la Iglesia de Dios en Cristo.[23]
 
Por eso,
 
en eclesiología ‘uno más uno hace uno’: cada Iglesia local manifiesta toda la plenitud de la Iglesia de Dios porque es Iglesia de Dios y no solo una parte de ella. Puede haber una pluralidad de manifestaciones de la Iglesia de Dios, pero la Iglesia misma sigue siendo una y única, porque siempre es igual a sí misma […] La pluralidad de Iglesias locales no destruye la unidad de la Iglesia de Dios, como la pluralidad de asambleas eucarísticas no destruye la unidad de la Eucaristía en el tiempo y en el espacio. En la Iglesia, la unidad y la pluralidad no solo se superan, sino que, además, una contiene a la otra...[24]
 
Todo esto se manifiesta históricamente en la comunión y en la mutua acogida de las Iglesias locales:
 
Empíricamente […] cada Iglesia local acepta y se apropia de lo que sucede en las otras, y todas las Iglesias aceptan lo que sucede en cada una de ellas. Esta aceptación, que puede indicarse con el término ‘recepción’ (receptio), es el testimonio de la Iglesia local en la que habita la Iglesia de Dios sobre lo que ocurre en otras Iglesias, en las que también habita la Iglesia de Dios; es decir, es el testimonio de la Iglesia sobre sí misma, o el testimonio del Espíritu sobre el Espíritu.[25]
 
De este modo, la Iglesia eucarística se manifiesta como Iglesia del amor:
 
Solo en el amor llevado a Cristo y en Cristo se adquiere este carisma del Amor, que permite donarse a los demás, para salvar al menos a algunos de ellos. Ganar a todos los hombres no para uno mismo, sino para Cristo, este es el contenido del poder del amor en la Iglesia.[26]
 
La fascinación de las intuiciones de Afanasieff no puede ocultar, sin embargo, el límite decisivo de su propuesta: la contraposición exasperada entre la eclesiología eucarística y la organización histórica de la unidad de la Iglesia universal.
 
La ‘sinodalidad’ de la Iglesia no solo no excluye la autoridad, sino que la exige como su propia condición y garantía.
 
Será otro teólogo ortodoxo, Johannis Zizioulas, quien advierta de esta limitación.[27] Desde el principio, escribe Zizioulas,
 
La Eucaristía presentaba el privilegio de unir en un todo, en una experiencia única, la obra de Cristo y la del Espíritu Santo y de expresar consideraciones escatológicas a través de realidades históricas, combinando en la vida eclesial el elemento institucional y el elemento carismático […] En eclesiología se evita la polarización entre institución y acontecimiento gracias a la Eucaristía correctamente entendida: Cristo y la historia dan a la Iglesia su ser, que se hace auténtico cada vez que el Espíritu constituye la comunidad eucarística como Iglesia.[28]
 
Por tanto, “en la divina Eucaristía la Iglesia se manifiesta en el lugar y en el tiempo como cuerpo de Cristo, pero también como unidad canónica. La unidad de la divina Eucaristía se presenta como la fuente de la unidad de la Iglesia en el cuerpo de Cristo, pero también de la unidad en el obispo”.[29] Hay que concluir, entonces, que “la Iglesia en plenitud o católica está allí donde se encuentran la divina Eucaristía y el obispo”.[30] Cuando la eclesiología eucarística se entiende integralmente, en definitiva, ella no solo no excluye, sino que implica la unidad visible de la Iglesia, expresada localmente en el obispo y universalmente en la comunión de las Iglesias y sus obispos:
 
La solución a las cuestiones pendientes entre Oriente y Occidente –afirma por parte católica el P. Bernard Schultze– no está en la separación del derecho, de la autoridad y del poder del amor, sino en su síntesis; no en una contraposición entre eclesiología eucarística y eclesiología universal, sino en su encuentro.[31]
 
EL DOCUMENTO DE RAVENA: ENTRE LA CONVERGENCIA Y LA DIVERSIDAD
 
En el camino abierto por la renovación eclesiológica, tanto católica como ortodoxa, ha operado la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto, instituida por Juan Pablo II y el Patriarca ecuménico Dimitrios I con ocasión de la visita del Papa a Fanar el 30 de noviembre de 1979. La Comisión tiene ahora una historia relativamente larga, marcada por dificultades e interrupciones, pero también por importantes frutos. Sus reuniones han tenido lugar en Rodas (1980), con la aprobación del importante documento El misterio de la koinonía eclesial a la luz del misterio de la Santísima Trinidad y de la Eucaristía; en Munich (1982) donde se aprobó el texto La comunión de la Iglesia local en torno al obispo y entre los obispos y las Iglesias locales; en Bari (1987) donde se reflexionó sobre Fe, sacramentos y unidad de la Iglesia; en Valamo (1988) donde examinaron el sacramento del Orden, la estructura sacramental de la Iglesia y la sucesión apostólica como garantía de la comunión de la Iglesia en el tiempo y en el espacio; en Balamand (1993) donde, en medio de muchas dificultades, se trabajó sobre La cuestión del uniatismo; en Baltimore (2000) donde el diálogo se interrumpió a causa de las dificultades surgidas entretanto.
 
Un nuevo comienzo de reflexión común fue posible gracias a una comisión renovada, integrada con la presencia de las 14 autocefalías ortodoxas en Belgrado en 2006, donde se trabajó sobre un texto preparado en Moscú ya en 1990, titulado Consecuencias eclesiológicas y canónicas de la naturaleza sacramental de la Iglesia. Comunión eclesial, conciliaridad y autoridad. El documento, que se retomó en la reunión de Ravena en 2007, se aprobó en ausencia de la Iglesia rusa, que había abandonado los trabajos en protesta por cuestiones internas de las relaciones con el Patriarcado de Constantinopla (el reconocimiento de la autocefalía de la Iglesia estonia). Publicado el 15 de noviembre de 2007, el Documento de Ravena se inserta plenamente en el contexto de la maduración eclesiológica que tuvo lugar dentro de la ortodoxia, con el redescubrimiento de la eclesiología eucarística, y dentro del catolicismo, con las aportaciones decisivas del Concilio Vaticano II y su eclesiología de comunión. Sin embargo, el texto está vinculado a todo el desarrollo del consenso madurado en el seno de la Comisión:
 
Según el plan adoptado en la primera reunión de Rodas en 1980, la Comisión Mixta había comenzado a tratar el misterio de la koinonía eclesial a la luz del misterio de la Santísima Trinidad y de la Eucaristía. Esto permitió comprender más profundamente la comunión eclesial, tanto a nivel de la comunidad local reunida en torno a su obispo, como a nivel de las relaciones entre los obispos y entre las Iglesias locales que cada obispo preside en comunión con la única Iglesia de Dios que se extiende por todo el universo (cf. Documento de Munich, 1982). En un esfuerzo por clarificar la naturaleza de la comunión, la Comisión Mixta destacó la relación existente entre la fe, los sacramentos –con especial atención a los tres sacramentos de la iniciación cristiana– y la unidad de la Iglesia (cf. Documento de Bari, 1987). Posteriormente, al estudiar el sacramento del Orden en la estructura sacramental de la Iglesia, la Comisión indicó claramente el papel de la sucesión apostólica como garante de la koinonía de toda la Iglesia, y su continuidad con los Apóstoles, en todo tiempo y lugar (cf. Documento de Valamo, 1988). De 1990 a 2000, el principal tema tratado por la Comisión fue el uniatismo (Documento de Balamand, 1993; Documento de Baltimore, 2000), tema que la Comisión Mixta seguirá examinando en un futuro próximo. Actualmente ella aborda la cuestión planteada en la conclusión del Documento de Valamo, y reflexiona sobre la comunión eclesial, la conciliaridad y la autoridad (DR, 2).
 
El punto de partida es, pues, el consenso alcanzado entre católicos y ortodoxos en materia eclesiológica, en particular la perspectiva de la eclesiología eucarística de comunión. En este marco se plantean las preguntas que subyacen al documento:
 
Puesto que la Eucaristía, a la luz del misterio trinitario, constituye el criterio de la vida eclesial en su totalidad, ¿de qué manera las estructuras institucionales reflejan visiblemente el misterio de esta koinonía? Puesto que la Iglesia, una y santa, se realiza en cada Iglesia local que celebra la Eucaristía y, al mismo tiempo, en la koinonía de todas las Iglesias, ¿cómo manifiesta la vida de las Iglesias esta estructura sacramental? (DR, 3).
 
En relación con estas preguntas está también “la cuestión de la relación entre la autoridad, inherente a toda institución eclesial, y la conciliaridad, que deriva del misterio de la Iglesia como comunión” (DR, 4). La idea clave que se desarrolla es que la ‘sinodalidad’ de la Iglesia no solo no excluye la autoridad, sino que la exige como su propia condición y garantía: se ve aquí cómo se superan las reservas de Afanassieff sobre el rol del episcopado y de la necesaria unidad dogmática salvaguardada por la sucesión apostólica a favor de una primacía absoluta de la Eucaristía. La misma Eucaristía remite a la fe apostólica de la que es expresión y a la autoridad de quien la preside en la sucesión de los Apóstoles. El Documento de Ravena especifica, además, que esta estructura articulada de la comunión eclesial es una imagen fiel de la Trinidad divina:
 
La conciliaridad refleja el misterio trinitario y tiene su fundamento último en dicho misterio. Las tres personas de la Santísima Trinidad se ‘enumeran’, como afirma san Basilio el Grande (Sobre el Espíritu Santo, 45), sin que la designación como ‘segunda’ o ‘tercera’ persona implique una disminución o subordinación. De modo análogo, existe también un orden entre las Iglesias locales, que, sin embargo, no implica desigualdad en su naturaleza eclesial (DR, 5).
 
En el contexto de la sinodalidad de toda la Iglesia, que implica la responsabilidad de cada bautizado por la fe proclamada, celebrada y vivida (cf. DR, 6 y 7), el Documento destaca a continuación el rol del obispo:
 
En el anuncio de la fe de la Iglesia y en la clarificación de las normas de comportamiento cristiano, los obispos, por institución divina, tienen una tarea específica. 'Como sucesores de los Apóstoles, los obispos son responsables de la comunión en la fe apostólica y de la fidelidad a las exigencias de una vida conforme al Evangelio' (Documento de Valamo, 40)[32] (DR, 8).
 
Existe, por tanto, una autoridad específica de los obispos en el ámbito de la fe y de la praxis cristiana, que está “vinculada a la gracia de la ordenación” (DR, 13) y de la cual se destaca su carácter evangélico y la necesaria obediencia a la Palabra de Dios (DR, 14 y 15):
 
Conforme al mandato recibido de Cristo (cf. Mt 28,18-20), el ejercicio de la autoridad propia de los apóstoles, y luego de los obispos, comprende el anuncio y la enseñanza del Evangelio, la santificación mediante los sacramentos, especialmente la Eucaristía, y la conducción pastoral de aquellos que creen (cf. Lc 10,16) (DR, 12).
 
Esta autoridad es ejercida por los obispos de forma colegiada a través de los Concilios (cf. DR, 9, que cita el Documento de Munich, III, 4),[33] y de forma personal –siempre inserta en la conciliaridad y al servicio de la misma– en los diversos niveles de la comunión eclesial.
 
La dimensión conciliar de la Iglesia debe estar presente en los tres niveles de la comunión eclesial, local, regional y universal: a nivel local de la diócesis es confiada al obispo; a nivel regional de un conjunto de Iglesias locales a sus obispos que ‘reconocen al que es primero entre ellos’ (Canon de los Apóstoles, 34); y a nivel universal, los que son primeros (protoi) en las diversas regiones, junto con todos los obispos, cooperan en lo que se refiere a la totalidad de la Iglesia. Además, en este nivel, los ‘protoi’ deben reconocer quién es el primero entre ellos (DR 10).
 
Aquí encontramos la primera referencia a un texto que será decisivo en el desarrollo de todo el Documento de Ravena: el Canon 34 de los Apóstoles. En primer lugar, se justifica la referencia normativa a los cánones eclesiásticos:
 
En su economía divina, Dios quiere que su Iglesia tenga una estructura orientada a la salvación. A esta estructura esencial pertenecen la fe profesada y los sacramentos celebrados en la sucesión apostólica. La autoridad en la comunión eclesial está vinculada a esta estructura esencial: su ejercicio está regulado por los cánones y los estatutos de la Iglesia. Algunas de estas normas pueden aplicarse de forma diferente, según las necesidades de la comunión eclesial, en distintos momentos y lugares, siempre que se respete la estructura esencial de la Iglesia. Por lo tanto, así como la comunión en los sacramentos presupone la comunión en la misma fe (cf. Documento de Bari, 29-33), también para que haya plena comunión eclesial debe haber, entre nuestras Iglesias, un reconocimiento mutuo de la legislación canónica en sus legítimas diversidades (DR, 16).
 
En este marco, se apela al Canon 34 como un texto autorizado y normativo, reconocido por toda la ‘ecúmene’ cristiana:
 
Los obispos de cada nación (ethnos) deben reconocer al que es el primero (protos) entre ellos, y considerarlo su cabeza (kephalé), y no hacer nada importante sin su consentimiento (gnome); cada obispo solo puede hacer lo que concierne a su diócesis (paroikia) y a los territorios que dependen de ella. Pero el primero (protos) no puede hacer nada sin el consentimiento de todos. Porque así prevalecerá la concordia (homonoia), y Dios será alabado por medio del Señor en el Espíritu Santo (Canon Apostólico 34) (cf. DR, 24).
 
Para que haya Iglesia, en definitiva, es necesario que haya siempre un ‘primero’ (protos), que sea considerado también ‘cabeza’ (kephalé), y que garantice la unidad de pensamiento en la fe (homonoia) para alabanza de Dios.
 
Las tres personas de la Santísima Trinidad se ‘enumeran’ […] sin que la designación como ‘segunda’ o ‘tercera’ persona implique una disminución o subordinación. De modo análogo, existe también un orden entre las Iglesias locales, que, sin embargo, no implica desigualdad en su naturaleza eclesial.
 
A nivel local, el protos es el “obispo legítimamente ordenado en la sucesión apostólica, que enseña la fe recibida de los Apóstoles, en comunión con los demás obispos y sus Iglesias” (DR, 18). El rol del obispo como protos-kephalé no excluye la sinodalidad, sino que la presupone y la promueve: aún más, al mismo tiempo, es su garante: “La sinodalidad, como exige la comunión eclesial, implica también a todos los miembros de la comunidad en la obediencia al obispo, que es el protos y la cabeza (kephalé) de la Iglesia local” (DR, 20). De este modo, “todos los carismas y ministerios de la Iglesia convergen en la unidad bajo el ministerio del obispo, que sirve a la comunión de la Iglesia local” (DR, 21). A nivel regional, debe reconocerse igualmente una estructura de comunión eclesiástica. Fundada en la sinaxis eucarística, la comunión de las Iglesias locales se expresa en los Sínodos o Concilios regionales, y en particular en la comunión de sus obispos, manifestada ya en el momento de su ordenación:
 
La comunión entre las Iglesias se expresa en la ordenación de los obispos. Esta ordenación es conferida, según el orden canónico, por tres o más obispos, y al menos dos (cf. Concilio de Nicea, canon 4), que actúan en nombre del cuerpo episcopal y del Pueblo de Dios, habiendo recibido ellos mismos su ministerio del Espíritu Santo mediante la imposición de manos en la sucesión apostólica. Cuando esto se hace de acuerdo con los cánones, se garantiza la comunión entre las Iglesias en la recta fe, los sacramentos y la vida eclesial, al igual que se garantiza la comunión viva con las generaciones precedentes (DR, 22).
 
Los signos de esta comunión han sido múltiples en la historia (cf. DR, 23) y muestran cómo, en cierto modo, cada obispo es “responsable de toda la Iglesia junto con todos sus colegas en la misma y única misión apostólica” (DR, 27). Dentro de esa responsabilidad compartida, en el desarrollo histórico “algunas provincias eclesiásticas han llegado a reforzar sus lazos de responsabilidad común. Esto constituye uno de los factores que, en la historia de nuestras Iglesias, condujo a la creación de los Patriarcados” (DR, 28). La figura del protos a nivel regional viene, pues, a corresponder de alguna manera analógica a la del metropolitano y a la del patriarca.
 
Por último, está el nivel universal de la comunión, al que el Documento de Ravena dedica su atención de forma a la vez más innovadora y más tradicional: innovadora, porque por primera vez en un documento común entre católicos y ortodoxos se aborda en detalle la cuestión del primado en la Iglesia universal; tradicional, porque la línea de interpretación es la de la eclesiología eucarística de comunión y la de la aplicación analógica del Canon 34 de los Apóstoles. El número 32 afirma:
 
Cada Iglesia local no solo está en comunión con las Iglesias vecinas, sino también con la totalidad de las Iglesias locales, con las que están presentes en el mundo actualmente, con las que han existido desde el principio, con las que existirán en el futuro y con la Iglesia ya gloriosa. Conforme a la voluntad de Cristo, la Iglesia es una e indivisible, es la misma, siempre y en todo lugar. Tanto los católicos como los ortodoxos confiesan, en el Credo niceno-constantinopolitano, que la Iglesia es una y católica. Su catolicidad abraza no solo la diversidad de las comunidades humanas, sino también su unidad fundamental.
 
Se pone así de relieve la necesidad de expresar y servir a la unidad a nivel universal, fundada en la única fe y en la única Eucaristía y garantizada por el único y solo ministerio apostólico (cf. DR, 33): también aquí, en la historia, han desempeñado un papel decisivo los concilios, especialmente los ecuménicos.
 
Estos concilios eran ecuménicos no solo porque reunían a los obispos de todas las regiones y, en particular, a los de las cinco sedes principales según el orden antiguo (taxis): Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Eran ecuménicos también porque sus solemnes decisiones doctrinales y sus formulaciones comunes de fe, especialmente en temas cruciales, eran vinculantes para todas las Iglesias y todos los fieles, para todos los tiempos y lugares. Por eso las decisiones de los Concilios ecuménicos siguen siendo normativas (DR, 35).
 
Estas han sido objeto de una ‘recepción’ por parte de toda la Iglesia, orientada a reconocer en ellos “la única fe apostólica de las Iglesias locales, que siempre ha sido la misma y de la que los obispos son los maestros (didaskaloi) y los custodios” (DR, 37). Así es como la comunión se ha mantenido y expresado sobre todo por las relaciones entre los obispos:
 
Durante el primer milenio, la comunión universal de las Iglesias, en el curso normal de los acontecimientos, se mantuvo a través de las relaciones fraternas entre los obispos. Tales relaciones de los obispos entre sí, entre los obispos y sus respectivos protoi, y también entre los propios protoi en el orden (taxis) canónico atestiguado por la Iglesia primitiva, alimentaron y consolidaron la comunión eclesial. La historia registra consultas, cartas y llamamientos a las principales sedes, especialmente a la de Roma, que expresan claramente la solidaridad creada por la koinonía (DR, 40).
 
Un ‘orden’ (taxis), por tanto, fue admitido y respetado entre todos los obispos y en particular entre los protoi de las sedes patriarcales. Como dice el número 41 del Documento de Ravena, católicos y ortodoxos
 
están de acuerdo en que esta taxis canónica fue reconocida por todos en la época de la Iglesia indivisa. Además, están de acuerdo en que Roma, como Iglesia que 'preside en la caridad', según la expresión de san Ignacio de Antioquía (A los romanos, Prólogo), ocupó el primer lugar en la taxis, y que el Obispo de Roma es, por tanto, el protos entre los patriarcas.
 
Esta importantísima afirmación –que aplica analógicamente el Canon 34 de los Apóstoles al Obispo de Roma en relación con la comunión universal de las Iglesias– es quizá el punto más avanzado del consenso alcanzado en Ravena. Y por eso le sigue una precisión que marca el camino a seguir: “Aún así, ellos (católicos y ortodoxos) no están de acuerdo en la interpretación de las evidencias históricas de esta época con respecto a las prerrogativas del Obispo de Roma en cuanto a protos, una cuestión entendida de diferentes maneras ya en el primer milenio” (DR, 41). Ciertamente, el texto reconoce que
 
la conciliaridad a nivel universal, ejercida en los concilios ecuménicos, implica un rol activo del Obispo de Roma, como protos entre los obispos de las sedes mayores, en el consenso de la asamblea de obispos. Aunque el obispo de Roma no convocó los concilios ecuménicos de los primeros siglos, y nunca los presidió, sin embargo, estuvo estrechamente involucrado en el proceso de toma de decisiones de esos concilios (DR, 42).
 
Por lo tanto, algunos puntos se dan por afianzados:
 
El primado, a todos los niveles, es una práctica firmemente fundada en la tradición canónica de la Iglesia. Si bien el hecho del primado a nivel universal es aceptado por Oriente y Occidente, existen diferencias en la comprensión tanto del modo en que debe ejercerse como de sus fundamentos escriturales y teológicos (DR, 43).
 
En la historia de Oriente y Occidente, al menos hasta el siglo IX, y siempre en el contexto de la conciliaridad, se reconoció una serie de prerrogativas, según las condiciones de la época, al protos o kephalé, en cada uno de los niveles eclesiásticos establecidos: localmente, para el obispo como protos de su diócesis con respecto a sus presbíteros y fieles; regionalmente, para los protoi de cada metrópoli con respecto a los obispos de su provincia, y para el protos de cada uno de los cinco patriarcados con respecto a los metropolitanos de cada circunscripción; y universalmente, para el Obispo de Roma como protos entre los patriarcas. Esta distinción de niveles no disminuye ni la igualdad sacramental de cada obispo ni la catolicidad de cada Iglesia local (DR, 44).
 
Lo que queda por estudiar, por tanto, es el modo de ejercer el “papel del Obispo de Roma en la comunión de todas las Iglesias”. Las preguntas son claras y precisas:
 
¿Cuál es la función específica del obispo de la 'primera sede' en una eclesiología de koinonía, a la vista de lo que hemos afirmado en el presente texto sobre la conciliaridad y la autoridad? ¿Cómo se puede entender y vivir la enseñanza sobre el primado universal de los Concilios Vaticanos I y II a la luz de la práctica eclesial del primer milenio? Son cuestiones cruciales para nuestro diálogo y para nuestras esperanzas de restablecer la plena comunión entre nosotros (DR, 45).
 
De la respuesta a estas preguntas depende el futuro de la unidad entre la Iglesia Católica y la Iglesia Ortodoxa, por la que todos estamos llamados a rezar y trabajar.
 
EL DOCUMENTO DE CHIETI Y EL CAMINO HACIA LA UNIDAD
 
El Documento de Ravena había afirmado que
 
ambas partes están de acuerdo en que la taxis canónica fue reconocida por todos en la época de la Iglesia indivisa. Además, coinciden en que Roma, como Iglesia que ‘preside en la caridad’, según la expresión de san Ignacio de Antioquía (A los romanos, Prólogo), ocupaba el primer lugar en la taxis, y que el Obispo de Roma era, por tanto, el protos entre los patriarcas. Sin embargo, discrepan en la interpretación de los testimonios históricos de esta época en lo que se refiere a las prerrogativas del Obispo de Roma en cuanto protos, una cuestión entendida de forma diferente ya en el primer milenio (DR, 41).
 
La reflexión sobre este punto continuó en las sesiones plenarias celebradas en Chipre (2009), Viena (2010) y Ammán (2014), sin que se aprobara ningún texto. Fue en la 14ª sesión de la Comisión, celebrada en Francavilla, cerca de Chieti, del 15 al 22 de septiembre de 2016, cuando se dio un paso importante en el encuentro entre las dos Iglesias hermanas. Una expresión de ello es el acuerdo alcanzado sobre la relación entre el primado del Obispo de Roma y la sinodalidad de toda la Iglesia en el primer milenio, expresado en el llamado Documento de Chieti, votado por todos los participantes con la única excepción de la Iglesia Ortodoxa de Georgia. El texto se titula Sinodalidad y primacidad en el primer milenio: hacia una comprensión común al servicio de la unidad de la Iglesia.[34] En los trabajos participaron dos representantes de cada una de las catorce Iglesias ortodoxas autocéfalas (con la única excepción de la Iglesia búlgara, que estuvo ausente) y un número igual de representantes católicos, entre los que se encontraba el redactor. Aprobado el 21 de septiembre de 2016, el Documento de Chieti, a juicio de todos los presentes, puede representar una etapa importante en el diálogo ecuménico entre las dos Iglesias.
 
La primera razón del valor del consenso alcanzado consiste en el hecho mismo de haber aprobado y publicado un documento común: se consideró que había llegado el momento de hacer público el acuerdo, aunque no total, y de invitar a las respectivas comunidades eclesiales a reflexionar sobre lo que sus representantes consideraban patrimonio común de la visión de la fe de las dos Iglesias respecto a la sinodalidad de la Iglesia y al primado del Obispo de Roma en el primer milenio cristiano. Este hecho, por sí solo, es relevante y abre el camino para posteriores desarrollos de la reflexión iniciada. En particular, se puede comprender la relevancia del consenso alcanzado, si se piensa en las divisiones que se han producido desde el inicio del segundo milenio entre las Iglesias de Oriente y de Occidente en relación con el primado del Papa. El texto comienza recordando las misiones divinas del Hijo y del Espíritu (DCh, 1), en virtud de las cuales la Iglesia, a imagen de la Trinidad, nace Una en la diversidad (DCh, 2), y aclarando los términos ‘sinodalidad’ (DCh, 3) y ‘primado’ (DCh, 4), señalando la ruptura que se produjo entre Oriente y Occidente a principios del segundo milenio y la importancia de una correcta comprensión de la relación entre sinodalidad y primado para el restablecimiento de la comunión entre católicos y ortodoxos (DCh, 5).
 
A lo largo del primer milenio, la Iglesia en Oriente y Occidente estuvo unida en la preservación de la fe apostólica, en el mantenimiento de la sucesión apostólica de los obispos, en el desarrollo de estructuras de sinodalidad indisolublemente ligadas al primado y en la comprensión de la autoridad como un servicio (diakonía) de amor.
 
El Documento, por tanto, reflexiona sobre los tres niveles de la existencia histórica de la Iglesia: el local, el regional y el universal. La razón por la que se evita la terminología explícita relativa a los tres niveles es el deseo de poner de relieve que entre ellos existe una analogía, pero no una univocidad pura y dura. El texto presenta, pues, en primer lugar, el reconocimiento común de la importancia fundamental de la Iglesia local, presidida por el obispo, que en ella es signo de Cristo pastor, especialmente al presidir la asamblea eucarística celebrada con los presbíteros y el Pueblo de Dios (DCh, 8-10). Esta importancia, siempre subrayada por la ortodoxia, fue puesta de manifiesto para la Iglesia católica desde el Concilio Vaticano II y ha estimulado una renovada vitalidad pastoral de las Iglesias presentes en los distintos lugares del planeta. Sin embargo, desde el principio, la importancia concedida a las Iglesias locales se conjugó con la necesidad de una comunión regional, expresada por sínodos y concilios en los que las Iglesias locales participaban a través de sus respectivos obispos. Esta comunión episcopal dio lugar a las metrópolis y a los patriarcados, en los que la variedad de Iglesias locales reconocía una importante manifestación y un instrumento significativo de la única fe profesada por todos (cf. DCh, 11-14). El paso importante que se dio en Chieti fue, en primer lugar, atestiguar juntos la necesidad y la validez de una expresión de comunión a nivel universal (DCh, 15-19).
 
En este contexto, reafirmando la importancia de la comunión sinodal de todos los obispos unidos por la sucesión apostólica, ortodoxos y católicos confesaron unánimemente el rol único del Obispo de Roma, la Iglesia que preside en la caridad, a quien siempre se le ha reconocido el primer lugar en el orden (taxis) de las sedes patriarcales. En concreto, este primado se ha entendido en Oriente como un ‘primado de honor’ (DCh, 15), mientras que, en Occidente, sobre todo a partir del siglo IV, se ha referido al papel de Pedro entre los Apóstoles, interpretando la primacía del Obispo de Roma entre todos los obispos como una prerrogativa ligada al hecho de ser el sucesor de Pedro, el primero entre los Doce (DCh, 16). Esto explica los llamamientos a la Sede Romana procedentes tanto de Oriente como de Occidente, para resolver cuestiones entre y dentro de las diversas Iglesias, frecuentes en el primer milenio. Además,
 
desde el primer Concilio Ecuménico (Nicea, 325), las cuestiones relevantes relativas a la fe y al orden canónico en la Iglesia fueron discutidas y resueltas por los Concilios Ecuménicos. Aunque el Obispo de Roma no participó en persona en ninguno de esos concilios, cada vez estuvo representado por sus legados o aprobó las conclusiones del concilio post factum (DCh, 18).
 
Así, la ‘sinergia’ del Obispo de Roma fue definida por el II Concilio de Nicea en el año 787 como una de las condiciones necesarias para reconocer la ecumenicidad de un concilio. La referencia o apelación a la Sede Romana y a su obispo y el acuerdo con él fueron, en definitiva, percibidos cada vez más como signo y garantía de la unidad de la Iglesia universal (cf. DCh, 19). La conclusión del Documento de Chieti consiste en una doble observación:
 
A lo largo del primer milenio, la Iglesia en Oriente y Occidente estuvo unida en la preservación de la fe apostólica, en el mantenimiento de la sucesión apostólica de los obispos, en el desarrollo de estructuras de sinodalidad indisolublemente ligadas al primado y en la comprensión de la autoridad como un servicio (diakonía) de amor. Aunque la unidad entre Oriente y Occidente era a veces complicada, los obispos de Oriente y Occidente eran conscientes de que pertenecían a la única Iglesia (DCh, 20).
 
Esta constatación común abre a necesarios desarrollos futuros del diálogo:
 
Esta herencia común de principios teológicos, disposiciones canónicas y prácticas litúrgicas del primer milenio representa un punto de referencia necesario y una poderosa fuente de inspiración tanto para los católicos como para los ortodoxos en su intento de curar la herida de su división al comienzo del tercer milenio. A partir de esta herencia común, ambas deben reflexionar sobre cómo se pueden concebir y ejercer hoy y en el futuro el primado, la sinodalidad y la interrelación que existe entre ellas (DCh, 21).
 
¿Podrá el modelo del primer milenio resurgir para realizar la comunión de las Iglesias de Oriente y Occidente en el tercer milenio? La respuesta a esta pregunta determinará las próximas etapas del diálogo católico-ortodoxo, en todo caso marcadas de manera significativa por lo ocurrido en Chieti en septiembre de 2016. Ciertamente es un punto de inflexión, mil años después de la dolorosa ruptura; y sin embargo un paso todavía cargado de promesas y desafíos, al que habrá que corresponder con la tenacidad de la fe y la fuerza de la esperanza en Aquel, que no cesa de llamar a los suyos a la unidad, ¡por la que se entregó a la muerte en el madero de la Cruz y resucitó en el día de la vida que ha vencido y vencerá a la muerte!
 
[1]     El Documento de Ravena fue discutido y aprobado por unanimidad por los miembros de la Comisión Mixta Internacional para el Diálogo Teológico entre la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa, durante la décima sesión plenaria de la Comisión en Rávena (8-14 de octubre de 2007). La traducción italiana del original inglés, citada a continuación, es de la Comisión Mixta Internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas bizantinas. 2007. Le conseguenze ecclesiologiche e canoniche della natura sacramentale della Chiesa. Comunione ecclesiale, conciliarità e autorità. Roma: Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. [consultado: 22-05-2021]. Nota del editor: la versión en castellano se puede leer aquí: <https://summa.upsa.es/viewer.vm?id=0000029265&page=1&search=&lang=es&view=main> [consultado: 22-05-2021]. En adelante DR.
[2]     Comisión Mixta Internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas bizantinas. 2016. Documento de Chieti. En Diario L'Osservatore Romano, 8 de octubre de 2016, pp. 6-8. Roma.
[3]     Cf. Congar, Y. 1969. Pneumatologie ou “Christomonisme” dans la tradition latine? Ephemerides Theologicae Lovanienses 45: 394-416.
[4]     Bellarmino, R. 1601. Disputationes de controversiis christianae fidei adversus huius temporis haereticos (Controversiae) (1586-1593). Tomo II, lib. 3 De Ecclesia militante, cap. 2, 75. Ingolstadt: Ex oficina tipographica Adami Sartorii. En adelante Disputationes.
[5]     Bellarmino, R. 1601. Disputationes, Tomo II, lib. 3 De Ecclesia militante, cap. 2, 44.

[6]     Cf. Dibelius, O. 1928. Das Jahrhundert der Kirche. Geschichte, Betrachtung, Umschau und Ziele. Berlin: Furche; Congar, Y. 1996. Le siècle de l’Église. En L’Église de saint Augustin à l’époque moderne, pp. 459ss. París: Cerf.

[7]     Cf. Bori, P. C. 1972. Κoιvωv. L’idea della comunione nell’ecclesiologia recente e nel Nuovo Testamento, p. 15. Brescia: Paideia.
[8]     Cf. Adam, K. 1947. L’essenza del cattolicesimo, p. 188. Brescia: Morcelliana. Traducción del original Das Wesen des Katholimsmus, Düsseldorf, 1924. “¡El católico nunca está solo!” En el mismo contexto, en el ámbito evangélico, D. Bonhoeffer desarrolló su tesis, discutida en 1927, pero publicada solo tres años después Bonhoeffer, D. 1972. Sanctorum communio. Una investigación dogmática acerca de la sociología de la Iglesia. Brescia: Queriniana.
[9]     Congar, Y. 1963. Chronique de trente ans d’études ecclésiologiques. En Sainte Eglise, études et approches ecclésiologiques, p. 514. París. Cerf. Cf. todo el texto: 445-696.
[10]    Congar, Y. 1963. Chronique de trente…, p. 450.
[11]    Congar, Y. 1973. Chrétiens désunis, p. 71. París: Cerf. Es el primer volumen de la colección Unam Sanctam, que tanto ha contribuido a la renovación eclesiológica.
[12]    Lossky, V. 1967. La teologia mistica della Chiesa d’Oriente, p. 175. Bologna: Il Mulino.
[13]    Concilio Vaticano ii. 1970-1999. Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, I, IV, 87. Ciudad del Vaticano: Typis Polyglottis Vaticanis. En adelante Acta Synodalia.
[14]    Ratzinger, J. 1971. Il nuovo Popolo di Dio, p. 235. Brescia: Queriniana.
[15]    Cf. Forte, B. 1988. La Chiesa nell’Eucaristia. Per un’ecclesiologia eucaristica alla luce del Vaticano II. Napoli: M. D’Auria; Forte, B. 2003. La chiesa icona della Trinità. Breve ecclesiologia. Brescia: Queriniana; Forte, B. 1995. La Chiesa della Trinità. Saggio sul mistero della Chiesa, comunione e missione. Cinisello Balsamo: San Paolo.
[16]    Khomjakov, A. S. 1872. L’Église latine et le protestantisme au point de vue de l’Église d’Orient. Lausanne-Vevey: B. Benda; Khomjakov, A. S. 1953. Tserkov odna. L’Église est une. En Le mouvement slavophile à la veille de la révolution: Dimitri A. Khomiakov, A. Gratieux, ed., pp. 213-242. París: Cerf; cf. Khomjakov, A. S. 1939. Khomiakov et le mouvement slavophile.  París: Cerf.
[17]    Etimológicamente sobornost equivale a ‘sinodalidad’ o ‘colegialidad’, pero en el uso eclesiástico eslavo corresponde también a ‘catolicidad’, entendida no en sentido geográfico-exterior, sino como unanimidad libre y perfecta en el amor. Cf. Jugie, M. 1931. Theologia Dogmatica Christianorum Orientalium, IV, 568ss. París: Letouzey & Ane; y Peano, L. 1964. La Chiesa nel pensiero russo slavofilo, Brescia: Morcelliana.
[18]    Lossky, V. 1967. La teologia mistica…, p. 175.
[19]    Möhler, J. A. 1969. L’unità nella Chiesa. Il principio del cattolicesimo nello spirito dei Padri della Chiesa dei primi tre secoli, p. 29. Roma: Città Nuova.
[20]    Cf. Afanassieff, N. 1963. Una Sancta. Irénikon 36: 436-475; Afanassieff, N. 1965. La Chiesa che presiede nell’amore. En Il primato di Pietro, O. Cullmann, C. Journet & N. Afanassieff, eds., pp. 487-555. Bologna: Il Mulino; Afanassieff, N. 1975. L’Église du Saint-Esprit. París: Cerf.
[21]    Afanassieff, N. 1965. La Chiesa…, p. 491s.
[22]    Afanassieff, N. 1963. Una Sancta. Irénikon 36: 449.
[23]    Afanassieff, N. 1963. Una Sancta. Irénikon 36: 452.
[24]    Afanassieff, N. 1965. La Chiesa..., p. 510s.
[25]    Afanassieff, N. 1963. Una Sancta. Irénikon 36: 514.
[26]    Afanassieff, N. 1975. L’Église…, p. 371. Sin embargo, estas perspectivas pueden integrarse bien en la concepción católica de la "communio" eclesial, tal como la propone el Vaticano II (cf. Forte, B. 1988. La Chiesa nell’eucaristia…).
[27]    Entre sus principales obras se encuentra Zizioulas, J. 1965. L’unità della Chiesa nella santa eucaristia e nel Vescovo secondo i Padri dei primi tre secoli. Tesis para optar al grado de Doctor en Teología, Universidad de Atenas, y la recopilación de ensayos Zizioulas, J. 1981. L’être ecclésial. Ginebra: Labor et Fides.
[28]    Zizioulas, J. 1981. L’être ecclésial, p. 17s.
[29]    Zizioulas, J. 1965. L’unità della Chiesa…, p. 58s.
[30]    Zizioulas, J. 1965. L’unità della Chiesa…, p. 99.
[31]    Schultze, B. 1965. Der Primat Petri und seiner Nachfolger nach den Grundsätzen der universellen und eucharistischen Ekklesiologie. Orientalia Christiana Periodica 31: 51.

[32]    Comisión