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COLEGIALIDAD EPISCOPAL, COLEGIALIDAD SINODAL Y ECLESIALIDAD SINODAL.
UN CAMINO DE PROFUNDIZACIÓN EN LA
RECEPCIÓN DEL CONCILIO VATICANO II


RAFAEL LUCIANI
Teólogo venezolano. Profesor de la Universidad Andrés Bello de Caracas y extraordinarius de la Escuela de Teología y Ministerio del Boston College.
 
SERENA NOCETI

Teóloga laica italiana. Profesora en el Instituto de Ciencias Religiosas de Florencia, Italia, de la Facultad Teológica de la Italia Central.
 


Julio 2021 | Nº 1210[1]
 
La sinodalidad “tiene su punto de partida y su punto de
llegada en el Pueblo de Dios” (Episcopalis Communio, 7).
 
LA SINODALIDAD, UNA NUEVA NOTA DE TODA LA IGLESIA
 
El Concilio Vaticano II propuso y desarrolló el tema de la colegialidad,[2] pero no el de la sinodalidad, identificada frecuentemente con la acción colegiada de los obispos en el evento conciliar. Tampoco produjo una expresión clara o una articulación jurídica sobre una convergencia espiritual que vinculara el carisma profético y el sensus fidei de todo el Pueblo de Dios con el discernimiento hecho por el colegio de obispos y el Papa. La hermenéutica inmediata al postconcilio usó el término colaboración para referirse a las relaciones de participación que debían existir entre todos los miembros de la Iglesia. Aun así, ese concepto se comprendió en el marco de una relación vertical existente entre el laicado y los obispos, una relación que derivaba de la communio hierarchica, tal y como fue presentada y practicada durante los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI.
 
Mientras la colegialidad se refiere a la naturaleza y forma propia del episcopado ejercida entre los obispos, y con y bajo Pedro (LG 22-23),[3] la sinodalidad es, por otra parte, una nota constitutiva de toda la vida eclesial, o modo de proceder de toda la Iglesia que involucra a la totalidad del Pueblo de Dios en su conjunto, afectando así a los estilos de vida, las prácticas de discernimiento y las estructuras de gobierno. No debemos confundir sinodalidad con sínodos, ya que la sinodalidad no es derivada de la colegialidad o de la conciliaridad. No se trata de un evento puntual o de un método funcional. Es una dimensión constitutiva que cualifica a la eclesialidad y que define un nuevo modo de proceder que encuentra su origen en la Iglesia como Pueblo de Dios. Se trata de un “nosotros eclesial” en el que todos somos iguales y articulados en una comunión de fieles con las mismas responsabilidades en la relación a la identidad y la misión de la Iglesia. En este sentido, la colegialidad ha de ser comprendida y profundizada desde la sinodalidad, y no viceversa. Esta es la vía para una desclericalización de las prácticas y las estructuras eclesiales que “los obispos y presbíteros solos de ningún modo pueden hacer”.[4]
 
Durante la conmemoración del 50 aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos, el Papa describe este nuevo modelo al decir que “una Iglesia sinodal es una Iglesia de la escucha, con la conciencia de que escuchar ‘es más que oír’. Es una escucha recíproca en la cual cada uno tiene algo que aprender”.[5] La escucha pasa a ser un carácter o impronta que cualifica la identidad de todos los fieles o subjetividades eclesiales en razón de los tria munera –enseñanza, santificación y gobernanza–, del que participa el sacerdocio común de todo Pueblo de Dios: Papa, obispos, laicos, etc. Además, si según el Concilio (LG 10), “el sacerdocio común y el ministerial o jerárquico” están “ordenados el uno al otro”, la escucha también cualifica a todo el proceso de interacción y vinculación que acontezca entre todos ellos: “Pueblo fiel, colegio episcopal, obispo de Roma: uno en escucha de los otros; y todos en escucha del Espíritu Santo, el ‘Espíritu de verdad’ (Jn 14,17), para conocer lo que él ‘dice a las Iglesias’ (Ap 2,7)”.[6]
 
La novedad de este modo de proceder es que se trata de una escucha “de los unos a los otros” y “de todos/as al Espíritu”, que vincula en una dinámica recíproca y horizontal tanto a los sujetos como a los procesos en todo lo que concierne a la misión de la Iglesia. De este modo, el cuerpo docente no solo escucha al Pueblo de Dios, sino que lo escucha como parte del mismo,[7] y lo escuchado debe encontrar los canales y las estructuras, las “mediaciones concretas”, para su expresión y realización.
 
Para muchos católicos, incluso de la vida académica, la sinodalidad es vista como una mera forma de realizar procesos de consulta y escucha en la Iglesia, pero no se dan cuenta de las implicaciones que esto significa para la reforma de la Iglesia tanto, en relación a la conversión de las mentalidades como respecto de las estructuras y las relaciones entre los sujetos eclesiales, desde los obispos hasta los laicos. El Concilio Vaticano II propuso la colegialidad episcopal y el papa Francisco ha profundizado esta visión al proponer lo que podemos denominar como una colegialidad sinodal, especialmente mediante la realización de Sínodos de los Obispos que se inspiran en las prácticas y los métodos de las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. Sin embargo, es aún desconocido que esta nueva fase en la recepción conciliar abierta por Francisco ha hecho que la Iglesia en América Latina dé origen a lo que podemos llamar eclesialidad sinodal. En este breve artículo ofreceremos algunos elementos que permitan la comprensión y el diálogo sobre este nuevo modo de ser y proceder de la Iglesia a la luz de la colegialidad episcopal, la colegialidad sinodal y la emergencia de una nueva ‘eclesialidad sinodal’.
 
“LO QUE ES PERMANENTE, ES EL PUEBLO DE DIOS; LO QUE ES PASAJERO, ES EL SERVICIO JERÁRQUICO”
 
Durante el Concilio Vaticano II se propuso la superación de mentalidades y estructuras inspiradas en el triunfalismo, el ‘juridicismo’ y el clericalismo que habían determinado a la vida y misión de la Iglesia por casi un milenio. En este esquema las relaciones entre los sujetos eclesiales –Papa, obispos, clero, laicos/as– eran consideradas a la luz de una sociedad desigual. Mons. Joseph De Smedt lo explicó en los siguientes términos:
 
Ustedes están familiarizados con la pirámide: Papa, obispos, sacerdotes, cada uno de ellos responsables; ellos enseñan, santifican y gobiernan con la debida autoridad. Luego, en la base, el pueblo cristiano, más que todo receptivo, y de una manera que concuerda con el lugar que parecen ocupar en la Iglesia.[8]
 
Por ello, advierte que “debemos tener cuidado al hablar sobre la Iglesia para no caer en un cierto jerarquismo, clericalismo, y obispolatría o papolatría. Lo que viene primero es el Pueblo de Dios”.[9] Lo que estaba en juego no era la simple inversión de posiciones de poder en la Iglesia o la recreación de la pirámide desde abajo hacia arriba. El auténtico giro eclesiológico se estaba dando al incluir a todos/as en la categoría de Pueblo de Dios llamándolos fieles, con igual dignidad y, por tanto, sujetos a los mismos deberes y derechos, ya que “en el Pueblo de Dios, todos estamos unidos los unos con los otros, y tenemos las mismas leyes y deberes fundamentales. Todos participamos del sacerdocio real del pueblo de Dios. El Papa es uno de los fieles: obispos, sacerdotes, laicos, religiosos, todos somos [los] fieles”.[10] Esto significaba un nuevo modo de proceder que incluyera a todos los sujetos eclesiales como parte de una totalidad de fieles. De este modo, se abría el ejercicio horizontal del sensus fidelium que integra y cualifica al colegio episcopal y al sucesor de Pedro en esa totalidad que es el Pueblo de Dios.
 
Esta visión tenía implicaciones relevantes para la identidad y la razón de ser de la jerarquía. En palabras de Mons. De Smedt: “cabe señalar que el poder jerárquico solo es algo transitorio [...] Lo que es permanente, es el pueblo de Dios; lo que es pasajero, es el servicio jerárquico”,[11] cuya condición es histórico-temporal pues pertinet ad statum viae. Lo permanente es lo que lo define y cualifica, y no lo transitorio. En este sentido, es interesante que en 1959, durante la consulta a los obispos latinoamericanos para que expresaran sus vota o deseos en relación al Concilio, Mons. Leonidas Proaño de Ecuador recordó que “en la Iglesia todos somos fieles bautizados en Cristo”, lo cual implicaba una eclesiología del Pueblo de Dios. Hoy el papa Francisco, coincidiendo con el espíritu conciliar, afirma que:
 
En esta Iglesia, como en una pirámide invertida, la cima se encuentra por debajo de la base. Por eso, quienes ejercen la autoridad se llaman ‘ministros’: porque, según el significado originario de la palabra, son los más pequeños de todos. Cada Obispo, sirviendo al Pueblo de Dios, llega a ser para la porción de la grey que le ha sido encomendada.[12]
 
La inversión de la pirámide no tiene como objeto mejorar la práctica colegial buscando un mejor balance entre el ejercicio del primado papal y el colegio episcopal, como tampoco se trata de una mera redistribución de la corresponsabilidad eclesial. La novedad radica en considerar al Pueblo de Dios como el sujeto activo y fundamental de toda la Iglesia, dando prioridad a la evangelización –responsabilidad de todos/as los fieles– antes que a la sacramentalización –solo de los ministros–.[13] El poder de evangelizar es siempre superior al de bautizar (1 Co 1,17).  En la evangelización la Iglesia vive y crece gracias a la comunicación y la transmisión de la fe junto a todos los bautizados, en orden a profundizar la comprensión de la fe, tomar decisiones en conjunto y madurar la conciencia personal de los creyentes. Esta visión abre la necesidad de involucrar a todo el Pueblo de Dios en las funciones de enseñanza, santificación y gobernanza, a partir de la nueva cualificación de todos los sujetos o subjetividades eclesiales como fieles, en común interacción y con los mismos deberes y derechos respecto de la misión de la Iglesia. Por ello, ningún fiel puede ser excluido de alguna estructura eclesial, ya que el fin último y la razón de ser de cualquier forma institucional de la Iglesia es la misión, que está determinada por la participación de todos/as en los tria munera Christi –sacerdote, profeta y rey–, antes que por el ejercicio de la autoridad ministerial de algunos pocos en razón de la ordenación. Esto nos lleva a pensar en la necesidad de que la autoridad jerárquica sea ejercida en el marco de la sinodalidad, al servicio del Pueblo de Dios como un fiel más.
 
“LA RENOVACIÓN EN LA JERARQUÍA ECLESIAL POR SÍ MISMA NO GENERA LA TRANSFORMACIÓN”
 
Uno de los elementos necesarios y las tareas aún pendientes para que esto ocurra está en reconocer la circularidad intrínseca que debe existir entre el sacerdocio de los fieles y el ministerio ordenado. Esto implica, por ejemplo, que el ministerio jerárquico no puede existir ni ser ejercido de modo aislado, sin los otros fieles que conforman el Pueblo de Dios. En esta perspectiva, una de las contribuciones más importantes del pontificado de Francisco avanza en la recepción del Concilio al alinear los capítulos II (Pueblo de Dios) y III (Jerarquía) de Lumen gentium, entendiendo que tanto el primado como la colegialidad deben ser reformados al insertar su razón de ser y ejercicio en el Pueblo de Dios, comprendiendo sus identidades como fieles dentro de un ‘nosotros eclesial’. Esto confiere a lo jerárquico un carácter de servicio transitorio, histórico temporal antes que ontológico, más no escatológico ni autoreferencial. Solo leyendo el capítulo III a la luz del II se puede emprender una reforma integral de la Iglesia que afecte tanto a las mentalidades como a las estructuras.

 
Se creó una yuxtaposición aún no resuelta entre las nociones de Pueblo de Dios y de Jerarquía llevando a una concentración del poder y la autoridad en la jerarquía en razón de la ordenación […] esto provoca una dificultad enorme para comprender la sinodalidad, no solo en términos de relaciones más participativas de todos los sujetos eclesiales, sino también, y especialmente, en relación a la reforma de las estructuras e instituciones eclesiales.
 
El problema aparece cuando nos situamos al interior del capítulo III (Jerarquía) de Lumen gentium y apreciamos que existe una yuxtaposición, sin resolver aún, entre el primado y la colegialidad, dando pie a una suerte de relación subordinada que no ha facilitado una reforma sinodal. Esto encuentra su origen en la dificultad que comportó la noción de colegialidad en el Concilio, que pasó con dificultades a lo largo de los debates. Tanto así, que, ante la presión de la minoría conservadora para salvar la doctrina del primado promulgada en el Vaticano I, Pablo VI agregó una nota explicativa a Lumen gentium aclarando que
 
El Sumo Pontífice, como Pastor supremo de la Iglesia, puede ejercer libremente su potestad en todo tiempo, como lo exige su propio ministerio. En cambio, el Colegio, aunque exista siempre, no por eso actúa de forma permanente con acción estrictamente colegial [...] Actúa con acción estrictamente colegial solo a intervalos y con el consentimiento de su Cabeza (LG, Nota praevia 4).
 
La consecuencia es que se creó una yuxtaposición (LG 22) aún no resuelta entre las nociones de Pueblo de Dios y de Jerarquía llevando, incluso, a una concentración del poder y la autoridad en la jerarquía en razón de la ordenación, corriendo el riesgo de minusvalorar la igualdad propia de todos los fieles en el Bautismo. Hoy en día, esto provoca una dificultad enorme para comprender la sinodalidad, no solo en términos de relaciones más participativas de todos los sujetos eclesiales, sino también, y especialmente, en relación a la reforma de las estructuras e instituciones eclesiales. Incluso, como recuerda Francisco, es un obstáculo para lograr “una sana descentralización”[14] en la Iglesia.

 
Mientras la colegialidad se refiere a la naturaleza y forma propia del episcopado ejercida entre los obispos, y con y bajo Pedro, la sinodalidad es una nota constitutiva de toda la vida eclesial, o modo de proceder de toda la Iglesia que involucra a la totalidad del Pueblo de Dios en su conjunto. En este sentido, la colegialidad ha de ser comprendida y profundizada desde la sinodalidad, y no viceversa.
 
Para resolver esto, el documento La sinodalidad en la vida y la misión de la Iglesia publicado por la Comisión Teológica Internacional en el 2018 –documento todavía poco estudiado y leído por gran número de teólogos, pastores y laicos/as–, da un nuevo giro y recupera la clave hermenéutica que ofrece la lectura de los textos conciliares a la luz de la eclesiología del Pueblo de Dios. Así lo explica:
 
La secuencia [de la Lumen gentium]: Misterio de la Iglesia (cap. 1), Pueblo de Dios (cap. 2), Constitución jerárquica de la Iglesia (cap. 3), destaca que la jerarquía eclesiástica esta? puesta al servicio del Pueblo de Dios con el fin de que la misión de la Iglesia se actualice en conformidad con el designio divino de la salvación, en la lógica de la prioridad del todo sobre las partes y del fin sobre los medios.[15]
 
Esta secuencia permite comprender la colegialidad –propuesta por el Concilio– a la luz de la sinodalidad avanzada por Francisco. Mientras la colegialidad se refiere a la naturaleza y forma propia del episcopado ejercida entre los obispos, y con y bajo Pedro (LG 22-23), la sinodalidad es, por otra parte, una nota constitutiva de toda la vida eclesial, o modo de proceder de toda la Iglesia que involucra a la totalidad del Pueblo de Dios en su conjunto. En este sentido, la colegialidad ha de ser comprendida y profundizada desde la sinodalidad, y no viceversa. Por tanto, si la colegialidad y el primado tienen razón de ser al interno del Pueblo de Dios, al cual sirven, se puede afirmar, que la sinodalidad “nos ofrece el marco interpretativo más adecuado para comprender el mismo ministerio jerárquico”,[16] ya que “los obispos y presbíteros solos de ningún modo pueden hacer”.[17]
 
Aquí encontramos el auténtico giro eclesiológico recibido y profundizado por el pontificado de Francisco: lo que llamamos el principio de la totalidad de los fieles. La institucionalización de este principio es lo que lo permitirá la desclericalización de las prácticas y las estructuras eclesiales, la desacerdotalización de los ministerios y la falta de rendición de cuentas o accountability. Para todo ello, lo primero es, pues, el Pueblo de Dios. Las palabras que Francisco dirigió a los obispos chilenos son iluminadoras al respecto: “en ese pueblo fiel y silencioso reside el sistema inmunitario de la Iglesia” (Carta privada a los obispos de Chile), porque en el Pueblo de Dios todos somos fieles, igualados por el Bautismo y hechos corresponsables en la misión y la cura pastoral.
 
EL PUEBLO DE DIOS COMO LA TOTALIDAD DE LOS FIELES
 
Si bien es cierto que la Iglesia va construyendo la comunión en la medida en que se va constituyendo en Pueblo de Dios (EG 113), no lo puede lograr sino a partir de un modo de proceder sinodal. Esto implica dar primacía a esa forma eclesial del saber que se llama sensus fidei[18] o capacidad propia de cada bautizado, pero ejercitándolo como sensus fidelium, es decir, como totalidad o conjunto de bautizados. Es lo que expone el Vaticano II al sostener que “la totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2,20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando “desde los obispos hasta los últimos fieles laicos presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres” (LG 12). Es aquí donde se encuentra el giro eclesiológico del Concilio, en la novedad de lo que podemos llamar el principio de la totalidad de los fieles, o todos los fieles entendidos desde la lógica de la reciprocidad de identidades y la corresponsabilidad esencial para el cumplimiento de la misión. Desde este punto de vista podemos hablar entonces de la novedad de la sinodalidad.
 
Profundizando el Concilio (cf. LG 9 y 12), Francisco propone el uso de la noción sensus fidei (EG 119; 198) al hablar de la condición discipular-misionera de todo el Pueblo de Dios. Los fieles son entendidos como una suma de individuos ni como masa indiferenciada, como conjunto, en una interacción recíproca que surge de la participación de cada uno suo modo et pro sua parte (LG 31). Como recuerda Francisco con frecuencia, es la totalidad del Pueblo de Dios quien goza de la infalibilidad in credendo (EG 119). Consecuentes con esta visión, podemos decir que el sensus fidelium y el magisterio, el Pueblo de Dios y la jerarquía, son sujetos distintos pero complementarios, de cuya reciprocidad continua se produce y regula la inteligencia de la fe. De no darse esto, el depositum fidei pasaría a ser una realidad separada, abstracta y unilateral sin vinculación alguna al Pueblo de Dios. La unidad de ambos no viene dada por la homologación que surge de la autoridad, sino por la necesidad de articular ambos sujetos para lograr auténticos consensos eclesiales a la luz de una corresponsabilidad esencial en función de la misión de la Iglesia. Si ambos sujetos son complementarios, el consensus omnium fidelium –consenso de todos los fieles– debe ser fruto de un sensus fidei totius populi –o sentido de la fe de todos como pueblo de Dios– bajo la autoridad de la Palabra. Por ello, si bien es propio que la función de los obispos es ser garantes de la Apostolicidad de la fe y custodios del Nosotros eclesial para promover y guiar a todos al consensus fidelium, esto supone, que, en una Iglesia sinodal, la elaboración del consenso dependa del discernimiento en conjunto, de todos, y no solo de los obispos (algunos) o del Papa (uno). El discernimiento no es solamente realizado en la Iglesia, sino que hace a la Iglesia ya que es expresión del sensus ecclesiae y no solo el de los obispos.

 
El sensus fidelium y el magisterio, el Pueblo de Dios y la jerarquía, son sujetos distintos pero complementarios, de cuya reciprocidad continua se produce y regula la inteligencia de la fe. De no darse esto, el depositum fidei pasaría a ser una realidad separada, abstracta y unilateral sin vinculación alguna al Pueblo de Dios.
 
Si reflexionamos el modo como Francisco entiende la colegialidad sinodal –diferente a la colegialidad episcopal propuesta por el Concilio– podemos identificar algunos aspectos. Primero, ‘la escucha de todos los fieles’, y no solo a los obispos o a las Conferencias Episcopales. En el reciente Sínodo para la Amazonía se consultaron más de 50.000 personas y decenas de instituciones. Segundo, el emprendimiento de ‘procesos de discernimiento comunal’ en dos fases: mediante asambleas locales o regionales que son convocadas previamente a la Asamblea Sinodal con la finalidad de redactar un documento de trabajo o Instrumentum laboris que no es preparado por la Curia; y mediante la participación de quienes no votan en la propia Asamblea Sinodal. Tercero, la interpretación propia del colegio episcopal reunido en asamblea que lleva al Papa a una toma de “decisión final”. Cuarto, esta decisión no se toma aislada del colegio episcopal y del Pueblo de Dios en su conjunto porque –como sucedió en el Sínodo para la Amazonía– el Papa ha participado como un fiel más de las reflexiones y debates realizados en la propia Asamblea Sinodal. La decisión es tomada luego de discernir lo que la Asamblea votó y acordó en su documento final. Lo que vincula a todo este proceso en sus distintas etapas es el reconocimiento de la fidelium conspiratio de todos los miembros del Pueblo de Dios que van construyendo, juntos, “el singular consenso de todos los fieles” (DV 10), y no el sentir de unos pocos. Este modo de proceder puede ser valorado en la forma como Francisco ha avanzado en la comprensión y realización de los diferentes Sínodos hasta la reforma realizada en Episcopalis Communio en el 2018.[19]
 
LA ELABORACIÓN Y LA TOMA DE DECISIONES A LA LUZ DE LOS CONSENSOS EN LA IGLESIA
 
El papa Francisco sigue la enseñanza de Pablo VI en Apostolica sollicitudo (1965), asumida luego en Christus Dominus 5,[20] al considerar al Sínodo de los Obispos como un instrumento al servicio del ejercicio del primado. Sin embargo, Francisco amplía esta perspectiva y resitúa el servicio del colegio de los obispos y el del propio primado en el horizonte de una Iglesia en clave sinodal. Podemos decir que el Papa continúa privilegiando la ‘colegialidad afectiva’, presente en la autocomprensión del episcopado latinoamericano a través del CELAM y luego institucionalizada por Juan Pablo II en el Sínodo Extraordinario de 1985. Aunque necesaria, es importante tener en cuenta que esta visión pudiera retrasar el avance de reformas estructurales que son propias de la ‘colegialidad efectiva’, cuyo ejercicio responde al espíritu y al mandato conciliar.
 
A través de los Sínodos, Francisco ha profundizado la colegialidad episcopal –propia del Concilio Vaticano II– a la luz del ejercicio de una colegialidad sinodal, propia de la eclesiología de su pontificado. La forma y el modo de proceder de los Sínodos que el Papa ha convocado pueden considerarse como una emergente colegialidad sinodal.

 
Una eclesialidad sinodal ha de partir e integrar a todos/as desde lo más abajo posible para que el proceso de elaboración de decisiones sea realmente vinculante a todo el Pueblo de Dios, a tal punto que el proceso posterior que corresponde a quienes toman la decisión –uno/algunos–, pueda ratificar lo elaborado por todos/as, fruto de una interacción, desde abajo y desde adentro, que incluya a la totalidad de los fieles.
 
La reforma de una estructura como la del Sínodo no puede ser vista solo como un problema de método y proceso, que es lo que se ha logrado en las recientes asambleas sinodales convocadas. Una reforma mucho más robusta de esta institución o la creación de otra análoga debe abordar la relación entre la colegialidad sinodal y la eclesialidad sinodal, que se expresa en el modo de comprender y realizar los procesos de discernimiento y elaboración de decisiones con el fin de construir consensos. Esto implica pensar la forma de interacción entre los distintos sujetos eclesiales a lo largo de todas las etapas de los procesos que lleven a una decisión final, ya que, si bien el Sínodo es una expresión de la relación entre el primado y la colegialidad, este no puede existir fuera de la totalidad de los fieles que conforman Pueblo de Dios –laicos, religiosos/as, obispos, Papa–. Como explica Francisco, “aunque en su composición se configure como un organismo esencialmente episcopal, el Sínodo no vive separado del resto de los fieles. Al contrario, es un instrumento apto para dar voz a todo el Pueblo de Dios” (EC 6).
 
Una aproximación inicial a esta perspectiva puede ser reconocida en el Sínodo para la Amazonía, que comenzó desde la base, de modo que el proceso de elaboración de decisiones tuvo su origen en la consulta a todo el Pueblo de Dios y no mediante un documento preelaborado por Roma. Una eclesialidad sinodal ha de partir e integrar a todos/as desde lo más abajo posible para que el proceso de elaboración de decisiones sea realmente vinculante a todo el Pueblo de Dios, a tal punto que el proceso posterior que corresponde a quienes toman la decisión –uno/algunos–, pueda ratificar lo elaborado por todos/as, fruto de una interacción, desde abajo y desde adentro, que incluya a la totalidad de los fieles. Como explica el canonista Borras “sería mejor decir que los órganos consultivos elaboren la decisión, cuya responsabilidad final compete a la autoridad pastoral que la asume”.[21]
 
Cabe destacar, por último, que, si la sinodalidad es una nota constitutiva de la Iglesia, no puede ser reducida a la institución del Sínodo –o a una Asamblea–. El Sínodo de los Obispos tiene como objetivo reunir a obispos de todo el mundo para aconsejar al primado romano,[22] sin que la escucha que aquí se produzca pueda implicar vínculo alguno con la decisión final que tome el Papa. Aunque el Código de Derecho Canónico otorga al Pontífice la facultad de conceder un valor deliberativo y vinculante a la decisión de los obispos (CIC, c. 343), esta institución sigue siendo un cuerpo de colaboración y consejería que expresa solo la colegialidad afectiva (CD 5). Para que esto cambie y pase a ser fruto del ejercicio de una “colegialidad efectiva”, el Papa debería ratificar y promulgar la conclusión a la que lleguen los padres sinodales. En el artículo 18 de Episcopalis communio Francisco abre esta posibilidad, aunque aún no la ha ejercido. Sin embargo, una praxis inicial de esto se observa en la Exhortación Apostólica Postsinodal Querida Amazonía,[23] cuando el Papa expresa claramente que el texto de la Exhortación no sustituye al Documento Final del Sínodo (QA 2), sino que lo asume (QA 3) e invita, no solo a leerlo íntegramente (QA 3), sino a aplicarlo (QA 4). El Sínodo no terminó con la exhortación postsinodal. Avanzar, o no, requerirá “que los pastores, consagrados, consagradas y fieles laicos de la Amazonía se empeñen en su aplicación” (QA 4). La misma dinámica ya aparecía de forma emergente en Christus vivit.[24]
 
LA EMERGENCIA DE UNA ECLESIALIDAD SINODAL
 
Como hemos explicado, el Concilio Vaticano II propuso la colegialidad episcopal y Francisco ha avanzado en su recepción bajo la forma de una colegialidad sinodal, especialmente a través del Sínodo de los Obispos y la reforma de la curia. Sin embargo, desde las periferias de una Iglesia mundial, la Iglesia Latinoamericana vuelve a mostrarse como Iglesia fuente y da nuevos pasos en la recepción de la sinodalidad y su implementación como nota eclesial. Se aprecia la emergencia de un espíritu y una forma de eclesialidad sinodal. Esto ya ha sucedido ambientalmente, tanto en Medellín[25] –II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano–, como en el Concilio Plenario Venezolano.[26] Y más recientemente, en el proceso de reestructuración del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) y la creación de la nueva Conferencia Eclesial para la Amazonía (CEAMA), cuya novedad aparece ya en su denominación al no llamarse una Conferencia Episcopal, sino Eclesial. Es el inicio de una eclesialidad sinodal, cuyas decisiones surgen del discernimiento teológico-pastoral de los signos de los tiempos, incorporando las competencias y carismas del laicado, para escuchar al Espíritu que habla a través de las muchas lenguas y culturas de nuestro tiempo.[27]
 
El modo de proceder de esta nueva eclesialidad sinodal comprende el ejercicio compartido del poder y la gobernanza, en los que todos los fieles participan –“desde los obispos hasta el último de los fieles laicos” (EC 5)– en relación a los procesos de elaboración y toma de decisiones. Este ya aparecía, aunque inicialmente, en la voz de los obispos reunidos en Aparecida –V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y Caribeño– cuando pidieron que “los laicos participen del discernimiento, la toma de decisiones, la planificación y la ejecución”.[28]
 
Un ejemplo para que esta eclesialidad sinodal funcione, es el de articular el Sínodo de los Obispos a procesos de escucha que se inicien en las Iglesias locales, lo cual debería pasar por la celebración de Sínodos locales en los que se pueda reflexionar el mismo tema que luego será discernido en un Sínodo universal. Como ha pedido Francisco, cada obispo, en cada Iglesia particular, debe actuar “sirviéndose de los organismos de participación previstos por el derecho, sin excluir cualquier otra modalidad que juzguen oportuna” (EC, disposición canónica n. 6). Aún más, también necesitaría desarrollar y dar forma a procesos deliberativos más complejos que incluyan, por ejemplo, el discernimiento de la realidad, la evaluación de las opciones a tomar y la verificación de los procesos emprendidos.[29] Tal visión supondrá un modo de trabajar que incorpore la participación de profesionales en las áreas de las ciencias sociales y políticas, de la economía y de las experiencias de vida que provengan del laicado.

 
Tenemos el reto de articular la colegialidad episcopal, la colegialidad sinodal y la eclesialidad sinodal. Esto requiere de una reforma de los estilos de vida, las prácticas de discernimiento, los procedimientos para las tomas de decisiones y las mediaciones estructurales actuales.
 
CONCLUSIÓN: LA SINODALIDAD TIENE SU “PUNTO DE PARTIDA Y DE LLEGADA EN EL PUEBLO DE DIOS”

Como hemos expuesto a lo largo de esta reflexión, la sinodalidad es una nueva nota eclesial que expresa una forma eclesial y un modo de proceder que tiene su “punto de partida y también su punto de llegada en el Pueblo de Dios” (EC 7), porque “la sinodalidad es dimensión constitutiva de la Iglesia que a través de ella se manifiesta y configura como Pueblo de Dios en camino y asamblea convocada por el Señor resucitado”.[30] Aún más, como aseveró Francisco en el discurso eclesiológico más importante de su pontificado durante la conmemoración del 50 Aniversario de la institución del Sínodo de Obispos, “precisamente el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio”.[31]
 
Tenemos el reto de articular la colegialidad episcopal, la colegialidad sinodal y la eclesialidad sinodal. Esto requiere de una reforma de los estilos de vida, las prácticas de discernimiento, los procedimientos para las tomas de decisiones y las mediaciones estructurales actuales, de modo tal que sea posible mantener la contribución propia y específica del ministerio jerárquico, junto a la peculiar y necesaria contribución del laicado, mujeres y hombres, quienes ofrecen sus carismas, culturas y especificad de género. Se requieren nuevos pasos para dar cauce a esta nueva nota y modo de proceder eclesial de este tercer milenio, o seguiremos padeciendo de una insuficiente consideración teológica y pastoral del sensus fidelium, de una forma aislada de ejercer la autoridad y de un estilo centralizado y discrecional de gobierno. Como recuerda la Comisión Teológica Internacional,
 
en la Iglesia sinodal toda la comunidad, en la libre y rica diversidad de sus miembros, es convocada para orar, escuchar, analizar, dialogar, discernir y aconsejar para que se tomen las decisiones pastorales más conformes con la voluntad de Dios. Para llegar a formular las propias decisiones, los Pastores deben escuchar entonces con atención los deseos (vota) de los fieles.[32]
 
En fin,
 
una sinodalidad mayor pasa por la correcta aplicación de las disposiciones canónicas, una justa comprensión de las modalidades decisionales (decision-making), una confianza profunda en el pueblo de Dios, vinculándolo a la elaboración de las decisiones que deben tomar los pastores (decision-taking), para realizar el sueño misionero de llegar a todos/as (EG 31).[33]
 
[1]     Artículo publicado originalmente en Vida nueva 3220, 24-30 de abril 2020.
[2]     Concilio Vaticano II. 1964. Lumen Gentium, 20-23. En adelante LG.
[3]     Bayona Aznar, B. 2015. Nacimiento, letargo y renacimiento de la colegialidad en el Concilio Vaticano II. Didaskalia 45 (1): 117-134.
[4]     Trigo, P. 2009. Concilio Plenario Venezolano. Una constituyente para nuestra Iglesia, p. 329. Caracas: Centro Gumilla.
[5]     Francisco. 2015. Discurso en la Conmemoración del 50 Aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos. [consultado: 18-05-2021]. En adelante Discurso.
[6]     Francisco. 2015. Discurso.
[7]     Cf. Concilio Vaticano II. 1965. Dei Verbum, 10. En adelante DV.
[8]     Cf. Concilio Vaticano ii. 1970-1999. Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, 1/4, 142. Ciudad del Vaticano: Typis Polyglottis Vaticanis. En adelante Acta Synodalia.
[9]     Cf. Concilio Vaticano ii. 1970-1999. Acta Synodalia, 1/4, 143.
[10]    Cf. Concilio Vaticano ii. 1970-1999. Acta Synodalia, 1/4, 143.
[11]    Cf. Concilio Vaticano ii. 1970-1999. Acta Synodalia, 1/4, 143.
[12]    Francisco. 2015. Discurso.
[13]    La II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano pidió superar el modelo preconciliar de cristiandad por estar “basado en una sacramentalización con poco énfasis en la previa evangelización” (Medellín 6,1). [consultado: 19-05-2021]).
[14]    Francisco. 2013. Evangelii gaudium, 16. En adelante EG.
[15]    Comisión Teológica Internacional. 2018. La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia, 54. [consultado: 18-05-2021]. En adelante La sinodalidad.
[16]    Comisión Teológica Internacional. 2018. La sinodalidad.
[17]    Trigo, P. 2009. Concilio Plenario Venezolano. Una constituyente para nuestra Iglesia, p. 329. Caracas: Centro Gumilla.
[18]    Cf. Vitali, D. 2012. Lumen gentium. Storia, commento, recezione, p. 67. Roma: Studium.
[19]    Francisco. 2018. Episcopalis communio.  Roma: Editrice. En adelante EC.
[20]    Pablo vi. 1965. Christus Dominus.  Roma: Editrice. En adelante CD.
[21]    Borras, A. 2016. Sinodalità ecclesiale, processi partecipati e modalità decisionali. En La riforma e le riforme nella Chiesa, C. M. Galli & A. Spadaro, eds., pp. 231-232. Brescia: Queriniana.
[22]    Juan Pablo II. 1983. Código de Derecho Canónico, c. 342. Roma: Editrice. En adelante CIC.
[23]    Francisco. 2020. Querida Amazonía. Roma: Editrice. En adelante QA.
[24]    Cf. Francisco, 2020. Mensaje 35 para la Jornada Mundial de la Juventud 2020.
[25]    Cf. Luciani, R. 2018. Medellín como acontecimiento sinodal. Una colegialidad fecundada y completada. Horizonte 50: 482-516.
[26]    Conferencia Episcopal Venezolana. 2006. Documentos del Concilio Plenario Venezolano. Caracas: CEV; Biord Castillo, R. 2020. El Concilio Plenario de Venezuela. Una buena experiencia sinodal (2000-2006). En La sinodalidad en la vida de la Iglesia. Reflexiones para contribuir a la reforma eclesial, R. Luciani, ed., pp. 293-328. Madrid: San Pablo.
[27]    Concilio Vaticano II. 1965. Gaudium et spes. 43-44. Roma: Editrice.
[28]    Consejo Episcopal Latinoamericano. 2007. Documento de Aparecida, 371. Bogotá: Celam.
[29]    Cf. Noceti, S. 2020. Elaborare decisioni nella chiesa. Una riflessione ecclesiologica. En Sinodalità. Dimensione della Chiesa, pratiche nella chiesa, R. Battocchio & L. Tonello, eds., pp. 237-254. Pavoda: EMP.
[30]    Comisión Teológica Internacional. 2018. La sinodalidad.
[31]    Francisco, Discurso.
[32]    Comisión Teológica Internacional. 2018. La sinodalidad.
[33]    Borras, A. 2016. Sinodalità ecclesiale, processi partecipati e modalità decisionali. En La riforma e le riforme nella Chiesa, C. M. Galli & A. Spadaro, eds., p. 232. Brescia: Queriniana.