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VOCACIÓN Y FIDELIDAD


LUIS MIGONE R.
Sacerdote diocesano de la Arquidiócesis de Santiago.
Miembro del equipo de acompañantes espirituales
del Seminario Pontificio Mayor de Santiago.
 


Julio 2021 | Nº 1210
 
INTRODUCCIÓN
 
Vocación y fidelidad, son términos usados habitualmente en el lenguaje eclesial y aluden a realidades que nunca terminamos de comprender del todo. La grave crisis eclesial de hoy nos ofrece la oportunidad de entrar nuevamente en estas dimensiones, profundamente humanas y divinas, para renovarnos en el seguimiento de Jesús.
 
En tiempos de crisis resurgen preguntas a cuestiones nunca totalmente resueltas: ¿cómo comprender la vocación cristiana en tiempos difíciles?, ¿se discierne una sola vez la vocación y el proyecto de vida?; ¿es posible que nuestro camino vocacional vaya madurando?, ¿cómo se alimenta la vocación sacerdotal y las demás vocaciones cristianas?, ¿cómo se purifican las motivaciones vocacionales, se crece en el conocimiento personal y se reconocen y trabajan nuestras necesidades más profundas?, ¿cómo se aprende a vivir desde el interior, desde la originalidad de nuestro ser?, ¿cómo podemos conciliar nuestra búsqueda de originalidad y plenitud con la obediencia a la voluntad de Dios? Y quizás, la que más nos apremia hoy: ¿se puede ser fiel a un compromiso para toda la vida en un mundo tan acelerado y cambiante? Y, por último, ¿qué es realmente la fidelidad? No intento resolver estas problemáticas, sino aproximarme con la mayor humildad posible al misterio de la vida en camino de regreso hacia la comunión con Dios. Abordaré estos temas desde la experiencia personal y el ministerio del acompañamiento, compartiendo aquellas fuentes que he ido descubriendo para la maduración de la vocación y el crecimiento hacia la plenitud, para ir transformándonos verdaderamente en un don para los demás. En definitiva, para aprender a vivir en Cristo, como él vive en el Padre.
 
VOCACIÓN SACERDOTAL, CUMPLIMIENTO DE LA VOLUNTAD DE DIOS
 
En el núcleo esencial del mensaje de Jesús está la revelación de que todo ser humano tiene una vocación. Hemos sido creados por Dios por amor e invitados a recorrer un camino de regreso al seno de la Trinidad a través de un peregrinar único e irrepetible. Dios mismo pronuncia nuestro nombre desde toda la eternidad y para siempre; nos llama porque nos ama, y nos va revelando paulatinamente el contenido de nuestra propia identidad, nuestro nombre.
 
Para este cometido es importante reconocer nuestra propia ‘experiencia fundante’ en nuestra historia espiritual. Los evangelios narran el bautismo de Jesús como un momento significativo en su vida que, marcando el inicio de su ministerio público, permite también entrar en la comprensión del sentido de su consagración y misión. En lenguaje bíblico, esta expresa su propio nombre, su identidad, su ser. He aquí la experiencia fundante de Jesús, desde donde vive y despliega toda su existencia: el saberse amado entrañablemente por su Padre, de un modo único y pleno. Por ello, el Hijo del hombre, que no tiene donde reclinar la cabeza (cf. Lc 9,58), encuentra su único apoyo verdadero en el amor incondicional del Padre. Jesús vive desde allí, en este misterio de amor encuentra su fuente y allí permanece. Al mismo tiempo, es el gran anhelo de su corazón: que aprendamos a vivir y a permanecer en este amor, como lo expresa hermosamente el capítulo 17 del evangelio de Juan. El regalo del Espíritu Santo, don de Cristo resucitado, nos permite justamente vencer la tentación de desconfiar del amor del Padre, aprender a gozarnos de ese amor y fundar toda nuestra existencia en dicha certeza. Se trata de una certeza que debe ser vivida desde el centro de nuestro corazón; no desde el deber ser o desde exigencias externas, al tiempo que nadie puede hacer esta tarea por otro, sino solo facilitarla.
 
Todo ser humano puede llegar a tener su propia ‘experiencia fundante’, que no es otra cosa que la participación en la experiencia fundante de Jesús de un modo único e irrepetible [y] puede llegar a ser una clave extraordinariamente luminosa para comprender la propia vida, la vocación y para el discernimiento de lo que Dios nos va inspirando cada día.
 
Después de más de 25 años en el ejercicio del acompañamiento espiritual estoy profundamente convencido de que todo ser humano tiene, o puede llegar a tener, su propia ‘experiencia fundante’, que no es otra cosa que la participación en la experiencia fundante de Jesús de un modo, insisto, único e irrepetible. Esto es importante no solo porque cuando la descubrimos y la revivimos en la oración es una fuente de alegría inagotable, sino porque es, o puede llegar a ser, una clave extraordinariamente luminosa para comprender la propia vida, la vocación, el propio nombre, y para el discernimiento de lo que Dios nos va inspirando cada día. Un examen de conciencia o una oración de examen sin referencia a esta propia experiencia fundante es muy débil y puede incluso llevarnos a la queja o la angustia, dejarnos atrapados en los escrúpulos, rumiando la desolación, y quizás también, movernos a satisfacer alguna necesidad más oculta, pero perdiendo el norte de nuestra vida donde encontramos la plenitud y satisfacción de todas nuestras necesidades.
 
Para acceder a la propia experiencia fundante es necesario ir aprendiendo a descubrir el lenguaje de Dios en nuestra vida, dejando largos espacios al cultivo del silencio, intentando superar nuestra “adicción al ruido”,[1] dando lugar para que se manifieste la voz de Dios en nuestra oración, dejándonos acompañar de los medios que Jesús nos regala en su Iglesia. El Señor hará todo el resto. Por otro lado, maduramos y aprendemos a vivir en la medida en que nos reconocemos en el ‘Tú’ de Dios.[2] Solo contemplando el rostro de Jesús y adentrándonos en su misterio podremos conocernos y descubrir nuestro propio nombre.[3] Jesús nos ha revelado que somos hijos de Dios y que estamos llamados a vivir en él, como él vive en el Padre. Al afirmar que su único alimento es hacer la voluntad del Padre (Jn 4,34), nos ha mostrado que, a la base de todas nuestras necesidades, está la insaciable sed de Dios, de volver a confiar y abandonarnos totalmente en su amor.
           
La situación de abusos desvela un intento de que todo el mundo recorra los caminos que a nosotros nos parecen mejores, olvidándonos o dejando en un segundo lugar el respeto por la libertad de cada uno. Este es un aspecto que debiera considerarse en primerísimo lugar.
 
A diferencia de las demás criaturas, nosotros tenemos la capacidad de decidir, de optar, de amar libremente. Por eso, volver a la comunión en el seno de la Trinidad es un regreso creativo y original, donde podemos desplegar nuestra identidad, nuestro nombre único e irrepetible. Ese acto libre, aunque sea en pequeños e incompletos pasos, es la fuente de la alegría de Dios –como el hijo pródigo que decide regresar a la casa paterna– y, en la medida en que nos desplegamos hacia lo que somos o estamos llamados a ser, encontramos también nuestra propia fuente de alegría. Nuestro nombre, inscrito en el corazón de Dios, pronunciado por su Verbo desde toda la eternidad y para siempre, nos señala un camino, nos mueve, nos atrae hacia la comunión divina, pues nadie puede ir hacia Jesús si el Padre no lo atrae (Jn 6,44). En este sentido, hacer la voluntad de Dios[4] es responder a una atracción profunda en el corazón, acogiendo todos los dones que él nos regala. Esta búsqueda exige creatividad, en conexión con nuestro nombre y nuestra identidad más profunda, gran determinación y un creciente coraje para combatir en esta vida. Al mismo tiempo requiere una creciente liberación interior, despojo y desapropiación, para alcanzar una ‘santa indiferencia’, como enseña san Ignacio,[5] llegando a ser esta la esencia última de nuestra formación permanente,[6] y el único camino de plenitud, maduración y gozo.
 
UNA INTERPRETACIÓN CREYENTE DEL ORIGEN DE LA CRISIS RELIGIOSA, CRISTIANA Y VOCACIONAL
           
Sin crisis no hay crecimiento; podemos decir incluso ‘bendita crisis’ que nos trae tan gran redentor, tan grandes posibilidades de renovación. Para que esto sea posible no debemos huir de ella; es imperativo intentar descubrir sus raíces profundas para comprender realmente por dónde hemos perdido el rumbo.
 
La realidad de los abusos al interior de la Iglesia nos involucra a todos y es un signo potente de que nuestra vocación se vive en la Iglesia junto a toda la comunidad cristiana y todo lo que vivimos en ella nos afecta. Últimamente se han hecho estudios sobre las raíces de estos abusos. Quiero acentuar solo algunos aspectos que pueden ser más iluminadores respecto a la misma vocación cristiana y sacerdotal.
 
En el trasfondo de este flagelo podemos descubrir una mala comprensión de nuestro propio ministerio y, sobre todo, de la vida cristiana. La situación de abusos desvela un intento, personal y comunitario, de que todo el mundo recorra los caminos que a nosotros nos parecen mejores, olvidándonos o dejando en un segundo lugar el respeto por la libertad de cada uno. Este es un aspecto que debiera considerarse en primerísimo lugar. La revelación de Jesucristo nos muestra el absoluto respeto que Dios tiene por la libertad del ser humano. Lo vemos en el trato con los discípulos, especialmente en el respeto por la libertad de Judas que llega incluso a traicionarlo. Conociendo el corazón de este hombre, Jesús no lo detiene, no lo destruye, no se defiende, sino que lo respeta y ama hasta el extremo.
 
Muchas veces confundimos la colaboración con el Reino de Dios con nuestras propias expectativas y buscamos que este se despliegue según nuestros propios criterios. Amma Sara (‘Madre Sara’), una de las madres del desierto, formuló este apotegma[7] en los primeros siglos de la era cristiana: “Si pidiera a Dios que todo el mundo fuera inspirado por mi intercesión, debería sentirme arrepentida a la puerta de cada casa. Más bien debo pedir que mi corazón sea puro hacia todos”.[8] Esta sentencia expresa una tentación que ha estado siempre presente en la Iglesia –y en todo camino espiritual–: intentar retener al Señor en nuestros planes, como la multitud que quería hacer rey a Jesús cuando multiplicó los panes (Jn 6,15) o María Magdalena que quiere retener a Jesús resucitado (Jn 20,17). Esta tendencia está siempre presente de algún modo en nuestro corazón. Así vivían la espiritualidad los fariseos, quienes incluso eliminaban a aquellos que no cumplían con su modo de entender la fe y la religión. Por ello, Jesús nos previene con fuerza sobre el peligro de la ‘levadura’ de los fariseos. Cuando caemos en esta trampa, la imagen de Dios queda atrapada en nosotros y se transforma en una ideología,[9] en vez de ser un ícono que nos permita entrar en el misterio de Dios, de la vida y de nosotros mismos. Dicha ideología termina siendo una verdadera esclavitud personal y comunitaria,[10] y caldo de cultivo para el abuso. Esta ‘levadura’ lleva a confundir la santidad con la perfección en el cumplimiento de la ley.
 
El modelo del ‘perfeccionismo’ va contra el ser humano; nos ilusiona haciéndonos pensar que la plenitud consiste en llegar a ser perfectos. Caemos así en la trampa del narcisismo, llenándonos de expectativas irreales, imposibles de cumplir, y que nos traerán numerosas frustraciones.
 
Por otro lado, podemos constatar que el ‘perfeccionismo’ ha estado, de algún modo, siempre presente en nuestras casas de formación religiosa, en nuestras familias, en el ambiente universitario, laboral, deportivo, etc. El modelo del ‘perfeccionismo’ va contra el ser humano; nos ilusiona haciéndonos pensar que la plenitud consiste en llegar a ser perfectos.[11] Caemos así en la trampa del narcisismo, llenándonos de expectativas irreales, imposibles de cumplir, y que nos traerán numerosas frustraciones. Además, como ocurrió con los fariseos, nos transforma en jueces severos de los demás.[12] El perfeccionismo narcisista es alimentado además por los ‘súper héroes’ que sobreabundan en la cultura moderna y que se aprovechan de nuestros anhelos de plenitud. Por otro lado, la falta de silencio, el activismo, el gran desconocimiento de lo que somos, de nuestras necesidades más básicas, no nos permiten entrar en la profundidad del corazón. Esa entrada es pascual, pero huimos de la pascua, del dolor que implica, queremos las cosas sin sacrificio. El amor está así agotado, la belleza no alcanza a atraernos, hay demasiado ruido, demasiada fantasía, demasiada inmediatez de todo.
 
ALGUNAS FUENTES DE REVITALIZACIÓN DE LA VIDA RELIGIOSA Y SACERDOTAL.
 
La crisis eclesial es una gran oportunidad de maduración hacia la plenitud. Ofrezco algunas pistas para que el Evangelio penetre más profundamente en todo nuestro ser:
 
  1. Aprender a vivir desde el corazón. Para ello, la escucha orante de la Palabra de Dios es alimento imprescindible, ya que nos permite ir descubriendo que toda nuestra historia es realmente ‘historia de salvación’, donde todo concurre para nuestro bien (Rm 8,28). Este camino hacia el corazón se recorre desprendiéndose de todo, en abajamiento y despojo creciente, para alcanzar los mismos sentimientos de Cristo (Flp 2,5-11).
  2. El cultivo del silencio abre espacio para contemplar a Dios en todas las cosas,[13] con la actitud religiosa de la virgen María que guardaba todas las cosas en su corazón (Lc 2,51). Es necesario además hacernos pobres, pues solo los pobres de corazón son agradecidos y pueden contemplar a Dios (Mt 5,8). Lo veremos tal cual es cuando seamos semejantes a él (1 Jn 3,1-2) que siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (2 Co 8,9). Esto implica también aprender a vaciarnos de toda expectativa para dar espacio a la verdadera esperanza (1 Jn 3,3).
  3. La purificación de los sentidos, tan saturados de ruidos y múltiples estímulos, es otra herramienta clave.
  4. Para avanzar en la vida espiritual siempre es necesaria la confrontación con la Palabra de Dios y en el acompañamiento espiritual, porque nuestra vida es relacional a imagen de la Trinidad. Se trata de una confrontación personal y comunitaria.
  5. Adentrarnos con humildad y valentía en nuestro mundo afectivo, aprendiendo a ponerle nombre y a ordenar las necesidades que nos movilizan.
  6. Finalmente, como nos invitó encarecidamente el papa Francisco en su última visita, es necesario que cultivemos el arte del discernimiento, ‘que solo es posible habiendo decidido ofrendar la propia vida al modo de Jesús’.[14] Aprendiendo a leer toda la historia desde la propia experiencia fundante, así la oración de examen y los retiros frecuentes nos ayudarán a elegir con libertad lo que Dios nos inspira.
  7. El trabajo pastoral, ejercitando la caridad pastoral, será fuente de vida para nosotros los ministros, alimentado por el cultivo de la dimensión contemplativa de la vida.
 
El discernimiento no será posible sin esta capacidad de contemplación, pobreza, purificación de los sentidos, desapropiación de todo.
 
A MODO DE SÍNTESIS
 
“No quieras que las cosas sucedan como tú quieres, sino como Dios quiere. Entonces te verás libre de confusión y le darás las gracias en tu corazón”, decía Abba Nilo, uno de los padres del desierto. El cultivo del silencio en la oración ayuda a acoger toda la realidad como el mejor don que Dios nos puede dar, echa fuera todo temor, nos descentra de nosotros mismos y nos dispone mejor a vivir en el amado. Además, nos hace ser ofrenda para los demás, disponiéndonos mejor al deseo más genuino y profundo de nuestro corazón, “necesito darme, ponerme en tus manos sin medida, con una infinita confianza, porque Tú eres mi Padre, como lo expresa Carlos de Focauld. En el fondo es la mayor sanación de las consecuencias del pecado original, pues ser fiel al plan de Dios no significa un cumplimiento escrupuloso de exigencias externas, ni está fundado en nuestras propias fuerzas. Podríamos afirmar que la fidelidad consiste en que él es fiel primero, como dice san Juan con respecto al amor (1 Jn 4,10). Necesitamos renovarnos y convertir nuestro corazón, no aumentando normas externas, sino aprendiendo a vivir desde el corazón, allí donde somos habitados por Dios.
 
[1]     D´Ors, P. 2015. Biografía del silencio. Barcelona: Siruela.
[2]     San Gregorio de Nisa en De Mortuis –discurso sobre el sentido de la vida y de la muerte del hombre– afirma: “En efecto, sucede en la naturaleza que los ojos del cuerpo, aun viendo cualquier otro objeto, son invisibles para sí mismos: así también el alma (...)” (GNO IX 40,25-41,3) y agrega que el hombre, al igual que el ojo, no es capaz de conocerse a sí mismo, sino que necesita mirarse en un espejo, sabiendo que lo que ve es la imagen y el ojo es la realidad. Así mismo, dice este Padre de la Iglesia, el hombre solo puede conocerse en la medida que contempla a Cristo, y aclara que, a diferencia del ejemplo del espejo y el ojo, Cristo es la realidad y el hombre es la imagen. La misma idea está en la base de GS 22.
[3]     Encontramos un buen ejemplo en el apóstol Pedro, quien se va reconociendo en la medida en que el Espíritu Santo le concede entrar en el misterio de Cristo (cf. Lc 5,1ss; Mt 16,1ss; Jn 21,1ss).
[4]     Sobre el tema de ‘hacer la voluntad de Dios’, véase el capítulo II en Louf, A. 2000.  El Espíritu ora en nosotros. Madrid: Narcea.
[5]     Santiago Arzubialde precisa: “La indiferencia, por consiguiente, en cuanto actitud existencial humana, lleva en sí la imagen del Hijo. Es el modo dinámico de pasar de la imagen a la semejanza, de la libre disposición a la obediencia amorosa a la voluntad del Padre, la forma Christi. El hombre se identifica con el Hijo en la medida en que reconoce y asume la voluntad del Padre…” (Arzubialde, S. 2009. Ejercicios espirituales de S. Ignacio. Historia y análisis, p. 119. Bilbao-Santander: Mensajero-Sal Terrae).
[6]     Lo formula explícitamente la nueva Ratio Sacerdotalis (2016), que pone como principal objetivo de la formación permanente la docibilitas, es decir, la plena implicación activa y responsable de la persona, primera protagonista del proceso formativo, lo que requiere suficiente libertad interior para llegar a ser don para los demás.
[7]     Nota del editor: un apotegma… es una frase o sentencia breve que expresa un pensamiento o enseñanza.
[8]     Nomura, Y. 1994. Sabiduría del desierto, p. 113. Madrid: San Pablo.
[9]     Ver capítulo II en Melloni, J. 2011.  Hacia un tiempo de síntesis. Barcelona: Fragmenta.
[10]   El papa Benedicto XVI lo manifestó el año 2010 en la Carta pastoral a la Iglesia en Irlanda, describiendo la primacía de la defensa de la institución por sobre las personas como una de las causas de la cultura de abuso. Se refiere a esto como “una preocupación fuera de lugar por el buen nombre de la Iglesia y por evitar escándalos…”.
[11]   Sobre la confusión entre santidad y perfección véase  Daigneault, A. 2019. El camino de la imperfección. La santidad de los pobres. Madrid: PPC.
[12]   Véase el capítulo II “La observancia común”, que trata sobre los modelos formativos en Cencini, A. 2005. El árbol de la vida. Madrid: San Pablo. También es valioso el aporte de Dysmas, D. 2019. Los riegos de la vida religiosa. <http://www.opuslibros.org/PDF/Lassus.Los%20riesgos%20de%20la%20vida%20religiosa.Definitivo.pdf> [consultado: 12-05-2021].
[13]   También acoger a todas las personas y acontecimientos de la vida por difíciles que aparezcan. Un ejemplo luminoso es el de Etty Hillesum, una mujer judía que decide compartir la suerte de su pueblo en los campos de concentración nazi, porque descubre que su vocación es ayudar a todas las personas, especialmente las que más sufren, a descubrir la belleza de ser habitados por Dios. Cf. Lebeau, P. 1999. Etty Hillesum. Un itinerario espiritual. Santander: Sal Terrae.
[14]   “En la carta de san Pablo a los romanos encontramos este texto, que nos puede situar en todo proceso de discernimiento (cf. Rm 11,33-12,21). La admiración de la obra de Dios en la historia es el punto de partida”. González Buelta, B. 2020. El discernimiento. La novedad del Espíritu y la astucia de la carcoma. Cantabria: Sal Terrae.