ITINERARIOS DE DISCIPULADO:
APRENDIENDO DEL HIJO
DOLORES ALEIXANDRE, RSCJ.
Religiosa del Sagrado Corazón de Jesús.
Licenciada en Filología Bíblica Trilingüe y en Teología.
Julio 2021 | Nº 1210
La disposición esencial de quien emprende un itinerario de discipulado es estar dispuesto a recibir una nueva identidad, a ser bautizado con nuevos nombres. La relación con Jesús nunca nos deja como estábamos, y cuando su amor nos da alcance, quedamos “afectados” en el mundo de nuestras opciones, criterios y preferencias, y trasladados a ese “orden otro” del Reino y de la experiencia de la gracia.
CONTAGIADOS DE LA GRAN CONFIANZA DE JESÚS
“Ha confiado en Dios” (Mt 27,43). Lo reconocieron en Jesús los que asistieron a su muerte. Lo habían experimentado día a día los que vivieron cerca de él, testigos de su total confianza en aquel a quien llamaba Padre. Conocía los símbolos tradicionales de su pueblo que fundamentaban esa confianza: la roca, el refugio, la defensa, el baluarte, el alcázar, las alas…, pero remitía, sobre todo a quienes le escuchaban, a la experiencia adulta de la paternidad o la maternidad. Porque quienes conocían en sí mismos el amor incondicional e incansable que sentían por sus hijos, intuían algo del amor de su Dios.
Sus discípulos le veían buscar de madrugada o por la noche algún lugar solitario para encontrarse con el Padre y presentían que en aquellos tiempos contactaba con el eje transversal que recorría su vida entera, con el manantial secreto que la fecundaba, con la roca que le daba consistencia. Después, cada circunstancia o relación en medio de su vida ordinaria se convertía para él en una ocasión de presencia, de recuerdo, de súplica, de alabanza o de acción de gracias. Escuchaba la vida desde más allá de sí mismo para hacerla coincidir con el sentir de su Padre y un día lo expresó con alegría: “Te alabo, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido bien” (Mt 11,25; Lc 10,21). Más que ‘alabar’, con-sentir sería una mejor traducción del verbo exomologeo que hablaba de coincidencia, consenso, complicidad, de la adhesión absoluta que habitaba de su mundo interior: ‘Pienso como tú, Padre, estoy totalmente de acuerdo’. Era su propia versión del orante de un salmo: “Me llenas de alegría con todo lo que haces” (Sal 92,5). Se adhería de todo corazón a la novedad de que el Padre prefiriera a aquellos que carecían de saberes, nombre o significación; se alegraba de que el Dios a quien decía conocer, escondiera sus secretos a los que se consideraban superiores y se los revelara a los pequeños y sencillos. Estaba afirmando que la locura de Dios es más poderosa que los saberes humanos y le bendecía por esta elección y por revelarse donde nadie le esperaba.
Jesús vivió siempre dispuesto a abandonar el “disponer de sí” para vincularse absolutamente al deseo y a la voluntad de Otro y de ahí le venía esa despreocupación que decía haber aprendido de los pájaros y de los lirios del campo, que no se inquietan por el día de mañana (Lc 12,22). Había dejado de ocuparse de su propio camino y dejaba en otras manos su trazado, su recorrido y su final: “El Padre que me envió me encarga lo que he de decir y hablar” (Jn 12,50); “Está conmigo y no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada” (Jn 8,29); “No lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mc 14,36).
Por eso, cuando la barca se agitaba en medio de la tempestad, él dormía sobre un cabezal (Mc 4,38). Había rezado más de una vez en la sinagoga: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas. Es inútil que madruguéis, que retraséis el descanso […] Dios lo da a los que ama mientras duermen” (Sal 127). Frente al esfuerzo del albañil y del centinela, prefería la gratuidad de lo que no se merece ni se conquista, sino que se recibe en el abandono del sueño, y por eso descansaba tranquilo en manos de ese Dios que, a los que ama, les da todo mientras duermen.
Fue Jesús mismo quien nos remitió a ese lugar secreto de nuestro ser donde nos encontramos con el Padre y solo ahí renacemos a la fraternidad solidaria […] A quien tiene a Dios en la lengua, todo le sabe a Dios.
“Si es posible, aleja de mí este cáliz…” dijo Jesús en el huerto, y al añadir “como quieres tú”, expresaba su desasimiento de toda elección, la dejación de sus razones para morir o para vivir. Su pregunta y su grito en la cruz fueron su último gesto de confianza: estaba abandonando en el Padre, con la sacudida de un sollozo, el peso de su angustia. Había expresado un día su seguridad en que ni un solo pajarillo cae en tierra sin saberlo el Padre (Mt 10,29) y ahora se dejaba caer y se confiaba a otras manos que le recogían más allá de la muerte.
LAS CONSECUENCIAS DE UN NUEVO NOMBRE
Vivir contagiados por esa gran confianza supone buscar espacios y tiempos de oración para nutrir esa experiencia, para sabernos queridos y aceptados, para descubrir que nuestra interioridad está habitada y que tenemos franqueado el camino para participar de la relación del Hijo con el Padre en el Espíritu. Necesitamos transitar por los caminos que conducen a nuestro corazón sin que nos paralice la sospecha de intimismo ni la necesidad de justificación, porque todo lo que tiene que ver con el amor pertenece al orden de la gratuidad. Ha sido Jesús mismo quien nos ha remitido a ese lugar secreto de nuestro ser donde nos encontramos con el Padre y solo ahí renacemos a la fraternidad solidaria que es, en último término, la “vocación” de la oración. “A quien tiene a Dios en la lengua, todo le sabe a Dios”, decía Taulero. A quien sabe vivir desde lo escondido bajo la mirada del Padre, todos se le vuelven hermanos.
Vivir como hijos no nos exime de todo eso que nos trae la vida en forma de fracasos o de derrotas: seguimos sometidos a “leyes de gravedad frustrante”, el futuro constatable será siempre inferior al soñado, el resultado menor que el esfuerzo invertido y cada avance, acompañado de nuevas dificultades, estará siempre amenazado de degradarse a situaciones antiguas que se creían superadas. Pero es precisamente ahí cuando “tiene gracia” no perder el ánimo y cuando empieza a “funcionar” la gran confianza que contagia Jesús.
Su buena noticia es la de que “Dios está de nuestra parte” y eso nos da la certeza de que nada ni nadie puede interponerse entre nosotros y ese amor insólito que nos anuncia. Pero para eso necesitamos ex-ponernos ante Él como la tierra que se deja iluminar por el calor del sol y recibir la lluvia que la empapa y la hace fecunda (Mt 5,44-45). Y dejar que nuestros miedos y encogimientos vayan desapareciendo y abriendo espacio a esa audacia tranquila con la que se fían los niños, a la adoración y el deslumbramiento sobrecogido de quien presiente que le está rozando un amor que le sobrepasa.