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EL CONCILIO VATICANO II
Y LA PALABRA DE DIOS
 
EDUARDO PÉREZ-COTAPOS L., SS.CC.
Sacerdote de los Sagrados Corazones, Doctor en Teología, académico de la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Chile.
 

Diciembre 2022 | Nº 1216
 
ANTECEDENTES
 
Los tiempos de la reforma protestante fueron una época triste, porque la gran tradición cristiana, común a todos los creyentes, fue fraccionada y cada porción acaparada como botín por los diversos grupos en pugna. De este modo dicha tradición común quedó parcelada y en alguna forma desvirtuada. Simplificando las cosas y apuntando solo a lo que nos ocupa en este momento: la Iglesia católica se posesionó de los sacramentos y de las imágenes, mientras Lutero se posesionaba de la Biblia y de la palabra. De este modo, todos salimos perdiendo.
Esta fractura producida en el siglo XVI solo comenzó a ser superada, desde la óptica católica, con los grandes movimientos eclesiales de mediados del siglo XX. En lo que nos interesa directamente, el Movimiento bíblico estimuló un retorno del Pueblo de Dios a la meditación personal y comunitaria de la Sagrada Escritura. No es que anteriormente estuviese “prohibida” la lectura de la Biblia, pero había tantas restricciones y prevenciones frente a ella, que leerla era percibido como una audacia muy riesgosa.
            ¿Qué hizo posible este cambio de actitud? Personalmente veo dos factores significativos. En primer lugar, el consistente desarrollo de la exégesis histórica, que hunde sus raíces en el siglo XVIII y se despliega en la segunda mitad del siglo XIX. Dicha exégesis propone una mirada de los textos que los enraíza en la realidad vital del pueblo de Israel y que desafía a enraizarlos también en la vida del lector actual. León XIII fue pionero en este tema –como en tantos otros– con su encíclica Providentissimus Deus, sobre el estudio de las Sagradas Escrituras. En ella, pide que se potencien fuertemente los estudios científicos de la Biblia, los que hasta ese momento eran casi exclusivamente conducidos por protestantes.
 
Uno de ellos [de los procedimientos para conocer y defender la Biblia] es, en primer término, el estudio de las antiguas lenguas orientales y, al mismo tiempo, el de la ciencia que se llama crítica. Siendo estos dos conocimientos en el día de hoy muy apreciados y estimados, el clero que los posea […] podrá mejor mantener su dignidad y cumplir con los deberes de su cargo, ya que debe hacerse todo para todos y estar siempre pronto a satisfacer a todo aquel que le pida la razón de su esperanza.[1]
 
No fue fácil para la exégesis católica dar este paso. La primera mitad del siglo XX fue una época de tanteos, con muchos momentos de crisis.
            El segundo factor que considero importante es el retorno a la le tura y estudio de los Padres de la Iglesia. Se hicieron buenas ediciones y se promovió su conocimiento mediante adecuadas traducciones. Leyéndolos se reconoció que, finalmente, la mayor parte de los textos patrísticos son una meditación de textos bíblicos, muy diversa a la argumentación lógica de la teología escolástica. Así se fue delineando el desafío de encontrar un nuevo modo de hacer teología, que integre la Biblia de un modo nuevo, no simplemente como una “cantera de argumentos” para sostener tesis doctrinales.
 
EL CONCILIO VATICANO II
 
En medio de este desarrollo se sitúa el Vaticano II. En el campo bíblico, en ese momento ya se contaba con un trabajo sólido de crítica textual que hizo posible un firme establecimiento del texto bíblico en sus lenguas originales, permitiendo mejores traducciones. Pero, la integración de los datos arqueológicos era aún es débil, y las cuestiones doctrinales que planteaba este nuevo enfoque exegético estaban aún están pendientes.
            El Concilio, en la Constitución sobre la Divina Revelación, Dei Verbum, tiene planteamientos sustantivos para resolver las tensiones producidas. El primero de ellos tiene que ver con el sentido de la revelación de Dios:
 
Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, [...] por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía. Este plan de la revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas.[2]
 
Toda la revelación encuentra su plenitud en Cristo; es, por ello, cristocéntrica. En Jesús se hace transparente que Dios se revela movido por amor, y nos trata como a amigos para invitarnos al encuentro íntimo con él. Estamos muy lejos de una imagen de la revelación como un conjunto de doctrinas dadas a conocer por Dios para la salvación de la humanidad. La lectura bíblica, por lo mismo, debe conducir a una experiencia de intimidad con Dios.
            Otra afirmación central de la Dei Verbum es que Dios se revela mediante obras y palabras intrínsecamente ligadas. Las palabras bíblicas tienen por finalidad ayudarnos a entender en toda su hondura el actuar de Dios en nuestra historia, tanto el actuar de Dios que está en el origen de estos textos, como el actuar de Dios que está en el hoy del lector. Para leer apropiadamente la Biblia es indispensable tener un ojo atento al texto bíblico y el otro atento a la realidad, la del texto y la nuestra.
            Desde estos horizontes surgen los desafíos para el lector de la Biblia: “Habiendo, pues, hablado Dios en la Sagrada Escritura por medio de hombres y a la manera humana, para que el intérprete de la Sagrada Escritura comprenda lo que él quiso comunicarnos, debe investigar con atención lo que pretendieron expresar realmente los hagiógrafos y plugo a Dios manifestar con las palabras de ellos” (DV, 12). “Porque las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres” (DV, 13).
            En esta Palabra de Dios expresada en lenguas humanas se manifiesta la “verdad” de la revelación divina, que es una verdad “para nuestra salvación”. “Los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación” (DV, 11). Esto es algo mucho más relevante que una “ausencia de errores”; sobre todo, si se piensa en errores pertenecientes a cualquier ámbito del saber humano.
 
DESARROLLOS POSTERIORES AL CONCILIO
 
En el inmediato postconcilio se produjo un intenso entusiasmo por difundir la Biblia. Se hicieron buenas traducciones al español, usando un lenguaje actualizado y de amplio uso. Igualmente se realizaron grandes ediciones a fin de ofrecer ejemplares a bajo costo. El uso de la Biblia se introdujo en los programas de catequesis, especialmente en la catequesis de Primera Comunión. Se buscaba que la Biblia estuviese en todos los hogares.
            En paralelo, se reformó el leccionario litúrgico, estableciendo tres ciclos anuales para incluir gran parte de la Biblia. Se han mejorado paulatinamente las traducciones litúrgicas. De hecho, en Chile estamos usando la tercera traducción del leccionario postconciliar. Las tres realizadas para uso nacional.
 
Los grupos habitualmente eran conducidos por alguien “que sabía más”, a quien se consultaba sobre el sentido de los textos; de modo especial sobre temas históricos y críticos. Por lo mismo, la Biblia siguió siendo propiedad de otros y no un espacio familiar para la propia experiencia espiritual.
 
En esos años iniciales del postconcilio se exhortaba a transitar de la “predicación” a la “homilía”; entendiendo esta última como un discurso sencillo, muy cercano a la vida concreta de las personas y fuertemente enraizado en las lecturas bíblicas. Sin duda que se ha abandonado el estilo de las grandiosas predicaciones preconciliares, pero la calidad de las homilías todavía hoy deja mucho que desear, como nos recuerda el papa Francisco en Evangelii gaudium 135-144:
 
Me detendré particularmente, y hasta con cierta meticulosidad, en la homilía y su preparación, porque son muchos los reclamos que se dirigen en relación con este gran ministerio y no podemos hacer oídos sordos. La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo. […] La homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de crecimiento.[3]
 
En el inmediato postconcilio surgieron muchísimos grupos de lectura comunitaria de la Biblia y se ofrecía infinidad de cursos bíblicos, en todos los niveles. Cursos para los cuales siempre hubo un público entusiasta y numeroso. Tanto en los grupos de lectura como en los cursos, las personas aprendieron mucho sobre la Biblia. Fue una época de abundantes descubrimientos, pero al mismo tiempo, de muchos escándalos, principalmente por todo lo referente a la “historicidad” de los textos bíblicos. Sin embargo, tengo la impresión de que los participantes en estas actividades no lograron hacer suya la Biblia. Los grupos habitualmente eran conducidos por alguien “que sabía más”, a quien se consultaba sobre el sentido de los textos; de modo especial sobre temas históricos y críticos. Por lo mismo, la Biblia siguió siendo propiedad de otros y no un espacio familiar para la propia experiencia espiritual.
 
 
 
UNA PALABRA SOBRE LOS CURSOS BÍBLICOS
 
En los primeros veinte años del postconcilio los cursos bíblicos fueron básicamente informativos. Se buscaba transmitir un bagaje de conocimientos que se esperaba ayudarían a “leer bien” la Biblia. Quizá era lo necesario en un momento en el cual la mayoría del pueblo cristiano carecía de toda formación bíblica. Pero, no era suficiente para acercar la Biblia al creyente “de a pie”. Los participantes terminaban sabiendo muchas cosas sobre la Biblia, pero permanecían incapaces de leer la Biblia con auténtico provecho espiritual.
            En esos cursos faltó agudeza teológica para enfrentar el tema fundamental de la encarnación del texto bíblico y de su historicidad. Creo que en ese momento la mayoría de los católicos se identificaba con la teología subyacente a un poster presente en muchos templos pentecostales de la época: un mar muy agitado con una gran roca al centro, sobre la cual estaba abierta una Biblia con frases como “la roca firme”. En reacción a los planteamientos teológicos de una cristología que insistía cada vez más en la encarnación del Logos, y de una eclesiología que ponía de relieve la necesaria inculturación de la Iglesia, para el creyente “sencillo y tradicional” la Biblia aparecía como un punto de apoyo sustraído a todo condicionamiento cultural e histórico. Como la “palabra segura” frente a los vaivenes teológicos.
            Es mi impresión que esta falencia propiamente teológica finalmente hizo irrelevante la formación bíblica, reducida a información casi arqueológica. El Santo Pueblo de Dios no logró aprender una lectura espiritual de la Biblia. Es decir, una lectura capaz de hacer presente la fuerza transformadora del Espíritu. Una lectura capaz de convertir la vida personal y comunitaria. Esta falencia le fue quitando fuerza e interés a los grupos de lectura bíblica, al punto que en este momento histórico casi han desaparecido.
 
Lo verdaderamente esencial no es “la Biblia”, como libro, sino la “Palabra de Dios”. La que no siempre es fácil reconocer bajo la letra del texto bíblico. Es indispensable superar la letra del texto para reconocer el Espíritu que subyace a ella. Solo el Espíritu da vida, la pura letra mata.
 
EL NUEVO IMPULSO DE BENEDICTO XVI
 
El papa Benedicto, como agudo teólogo, reconoció la dificultad. En 1988 el Cardenal Ratzinger escribió:
 
Lo que actualmente necesitamos no son nuevas hipótesis sobre el Sitz im Leben, sobre posibles fuentes, o sobre el posterior proceso de transmisión del material. Lo que realmente necesitamos es una visión crítica del panorama exegético de tal modo que seamos capaces de retornar al texto y distinguir entre dichas hipótesis las que son realmente útiles y las que no lo son.[4]
 
Ratzinger estuvo directamente vinculado a dos documentos centrales para el tema bíblico. Primero, con el documento de la Pontificia Comisión Bíblica “La interpretación de la Biblia en la Iglesia”[5] que tiene dos acentos fundamentales. Insiste en la “encarnación” de la palabra bíblica, en contraposición a lo que él documento llama una “lectura fundamentalista”. Como señala en el número 47:
 
La Palabra eterna se ha encarnado en una época precisa de la historia, en un medio social y cultural bien determinados. Quien desea comprenderla, debe buscarla humildemente allí donde se ha hecho perceptible, aceptando la ayuda necesaria del saber humano. […] El verdadero respeto por la Escritura inspirada exige que se cumplan los esfuerzos necesarios para que se pueda captar bien su sentido.
 
Y en directa relación con este principio teológico, la segunda insistencia versa sobre la importancia de usar métodos exegéticos que reconozcan la historicidad de los textos.
 
A diferencia de doctrinas sagradas de otras religiones, el mensaje bíblico está sólidamente enraizado en la historia. Los escritos bíblicos no pueden, por tanto, ser correctamente comprendidos sin un examen de sus condicionamientos históricos. Las investigaciones diacrónicas serán siempre indispensables a la exégesis. Cualquiera sea su interés, los acercamientos sincrónicos no están en grado de reemplazarlas. Para funcionar de modo fecundo, deben aceptar las conclusiones de aquéllas, al menos en sus grandes líneas.
 
Siendo papa, Benedicto XVI convocó un Sínodo Episcopal sobre la Palabra de Dios celebrado en 2008. Y luego recogió lo trabajado por el Sínodo en la Exhortación Apostólica “Verbum Domini”, sobre la Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia.[6] Se trata de un texto muy interesante, que está en plena línea con la comprensión dialogal de la Revelación que propone el Vaticano II:
 
Cada hombre se presenta como el destinatario de la Palabra, interpelado y llamado a entrar en este diálogo de amor mediante su respuesta libre. Dios nos ha hecho a cada uno capaces de escuchar y responder a la Palabra divina. El hombre ha sido creado en la Palabra y vive en ella; no se entiende a sí mismo si no se abre a este diálogo. La Palabra de Dios revela la naturaleza filial y relacional de nuestra vida (VD, 22).
 
Este documento abre un promisorio horizonte nuevo cuando señala que, lo verdaderamente esencial no es “la Biblia”, como libro, sino la “Palabra de Dios”. La que no siempre es fácil reconocer bajo la letra del texto bíblico. Es indispensable superar la letra del texto para reconocer el Espíritu que subyace a ella. Solo el Espíritu da vida, la pura letra mata.
También es necesario trascender los textos bíblicos para encontrar la Palabra que hoy Dios nos está dirigiendo. La Palabra de Dios está verdaderamente presente en la Biblia, pero no exclusivamente en ella. Tal como Cristo está verdaderamente presente en la Eucaristía, pero no solo en ella (cf. Mateo 25,31-46).
El principal desafío para una buena lectura bíblica es propiamente teológico, más que exegético. El desafío es encontrar en las palabras humanas la Palabra de Dios.
 
En tercer lugar, es necesario superar la lectura individual para aprender a leer la Biblia “en Iglesia”. Este es
 
un criterio fundamental de la hermenéutica bíblica: el lugar originario de la interpretación escriturística es la vida de la Iglesia. Esta afirmación no pone la referencia eclesial como un criterio extrínseco al que los exegetas deben plegarse, sino que es requerida por la realidad misma de las Escrituras y por cómo se han ido formando con el tiempo. […] La interpretación de la sagrada Escritura exige por eso la participación de los exégetas en toda la vida y la fe de la comunidad creyente de su tiempo (VD, 29).
 
CONCLUSIÓN
 
Considero que, el principal desafío para una buena lectura bíblica es propiamente teológico, más que exegético. El desafío es encontrar en las palabras humanas la Palabra de Dios. La Palabra de Dios que, expresándose en un lenguaje humano, nos invita a un diálogo en el cual seremos transformados por la fuerza del Espíritu. La Palabra de Dios que nos habla en la interpretación del texto realizada por la comunidad en el pasado, y en la lectura espiritual que hoy realiza la comunidad eclesial. El desafío de una lectura realmente impregnada por el Espíritu de Gracia y de Vida.
 
 
[1] León XIII. 1893. Providentissimus Deus, sobre el estudio de las Sagradas Escrituras, 39. Roma: Editrice.
[2] Concilio Vaticano II. 1965. Dei Verbum, Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación, 2. Roma: Editrice. En adelante DV.
[3] Francisco. 2013. Evangelii gaudium. Exhortación Apostólica sobre el anuncio del Evangelio, 135. Roma: Editrice.
[4] Ratzinger, J. 1989. Biblical Interpretation in Crisis. The Ratzinger Conference on Bible and Church (Encounter Series), p. 22. R. Neuhaus, ed. Grand Rapids: Eerdmans Pub Co.
[5] Pontificia Comisión Bíblica. 1993. La interpretación de la Biblia en la Iglesia. Roma: PCB.
[6] Benedicto XVI. 2010. Verbum Domini. Exhortación Apostólica sobre la Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia. Roma: Editrice. En adelante VD.