BIENAVENTURADOS LOS QUE TIENEN HAMBRE Y SED DE JUSTICIA,
PORQUE QUEDARÁN SACIADOS
JUAN JOSÉ BARTOLOMÉ, SDB.
Sacerdote salesiano, Doctor en Sagrada Escritura por el Pontificio Instituto Bíblico de Roma.
Diciembre 2022 | Nº 1216
“Bienaventurados los que tienen hambre
y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados” (Mt 5,6).
“Bienaventurados los que ahora tienen hambre,
porque quedarán saciados” (Lc 6,21).
La paradoja, rasgo típico de las bienaventuranzas de Jesús, es especialmente evidente en esta cuarta. En Mateo tiene como destinatarios a cuantos padecen la necesidad más radical de la existencia humana, quienes carecen de los medios indispensables para su subsistencia. Y la razón de su felicidad está en que verán colmada esas carencias, un día sin determinar. No se les asegura más, pero debe bastarles para convertir en dicha su actual hambre.
Lucas parece reflejar mejor la afirmación original de Jesús. Los hambrientos son personas concretas; su hambre de pan es real, como su sed. La prometida felicidad se basa en la hartura que van a conseguir un día, también indeterminado. Este contraste entre necesidad actual y futura satisfacción ha quedado acentuado, pues es ahora cuando los bienaventurados pasan hambre.
LA DICHA DEL HAMBRE
Jesús, en el monte de las bienaventuranzas, exige demasiado a sus oyentes. En su tenor original, la bienaventuranza se dirigía a quienes se encuentran en una situación grave de necesidad, a cuantos viven en tal escasez de lo imprescindible que ven a diario su vida amenazada. Los que viven temiendo por su supervivencia, quienes nada tienen hoy donde apoyarse y desde donde proyectarse para mañana –asegura Jesús–, obtendrán en un futuro la plena satisfacción de su necesidad, la liberación de sus temores: ¡tienen porvenir cierto quienes saben que peligra su presente!
Hambre de pan
Mateo ha vuelto a reinterpretar la bienaventuranza original. Caracterizando la necesidad vital como hambre y sed, fórmula conocida en el AT, alude a la intervención definitiva de Dios (Is 49,10; 63,13; Sal 107,9; Ap 7,16). Y, lo que es más importante, identifica como justicia – término que le es muy querido (Mt 3,15; 5,6.10.20; 6,1.33; 21,32)– la meta del deseo. Altera profundamente el sentido originario de la afirmación de Jesús: de indicar esas necesidades básicas que no toleran retraso en su satisfacción sin poner en peligro la vida, pasa a significar una necesidad más íntima, hambre de Dios y de su voluntad. Traspasa la carencia de bienes materiales, por importantes que sean, para señalar ese anhelo radical que alimenta el creyente de saciarse de Dios (Sal 42,1-2; 63,1).
La promesa impone una fe no pequeña y una enorme esperanza. Pues solo soportará sus palabras, mientras tema por su vida dadas sus carencias, quien no pierda la confianza en el Dios que se ha comprometido en colmar su hambre y su sed para siempre. En realidad, Jesús exige menos de lo que promete. Y es que la satisfacción prometida supera todas las expectativas del hambriento, incluso su misma necesidad: cuando Dios intervenga, el hambriento no volverá a tener hambre, ni sed el sediento (Jn 6,25-27.49-51.58; 4,7-14).
En el reino que Jesús anuncia el don superará, eliminándola, la carencia. Dios no se ha comprometido a acallar momentáneamente el hambre; la quiere exterminar. La felicidad del hambriento radica en su certeza de que Dios lo tiene en cuenta hoy, y un día se cuidará de que su hambre no acabe con él. Cuando empiece a ver calmadas su necesidad, habrá empezado ya a ver la salvación de Dios (Lc 1,53). No habrá que dejar de pasar hambre para poder sentirse agraciado. La satisfacción del hambriento no está tanto en tener satisfecha su necesidad cuanto en saber que Dios siente la necesidad de satisfacérsela: Dios espera, en su Reino, a aquellos que viven sus carencias reales como un deseo insaciado de Dios.
Vinculando el hambre del hombre con el Reino de Dios, Jesús ahonda una convicción básica de la fe bíblica. El hambre ha sido, en la historia de la salvación, un elemento privilegiado de la pedagogía divina. El hambre guió el peregrinaje de los patriarcas (Gn 12,10; 26,1; 42,2.10); acompañó la estancia en el desierto del pueblo y fomentó sus rebeldías (Ex 16,2-3; Num 11,4-34), lo mismo que le ayudó a guardar fidelidad a Dios en la tierra (Dt 32,10-15). La carencia de lo necesario fue el medio al que Dios recurría para mantenerse en Israel como lo único necesario (Dt 8,3; Am 8,11-12). Sufrir hambre fue un camino por el que Israel conoció que su existencia dependía del querer de su Dios (Sal 107,4-9), un Dios que da el pan a sus amigos mientras duermen (Sal 127,2).
Cualquier iniciativa del cristiano por superar el hambre del hermano es signo mesiánico […] El cristiano no está en el mundo solo para esperar que se haga la voluntad de Dios, sino para hacerla mientras la espera.
Si el hambre entra dentro de la pedagogía salvífica de Dios habría que preguntarse por qué la evitamos con tanto ahínco. O, ¿cómo es que no la compartimos con los que junto a nosotros la están padeciendo? Quien cuenta con la satisfacción de su necesidad por la dicha de contar con Jesús contrae una responsabilidad frente a los hambrientos; haberse liberado de su hambre no le libra del hambre de los otros. Hartándonos de pan no logramos hartarnos de Dios. Esforzarse por saciarse de bienes, por buenos que sean, fuerza a Dios a dejarnos insatisfechos. ¿Es casual que cuanto mejor nos alimentamos menos sensibles nos hacemos a cuantos pasan hambre? Comer sin mesura, además de un agravio contra el que no come, es un acto de desesperanza.
Si el Reino de Dios se realizará cuando el hambriento quede satisfecho, cualquier iniciativa del cristiano por superar el hambre del hermano es signo mesiánico, anticipo eficaz de la soberanía de Dios. El cristiano no está en el mundo solo para esperar que se haga la voluntad de Dios, sino para hacerla mientras la espera. Y desterrar el hambre es propiciar el reinado de Dios sobre la tierra. No nos creemos que Dios provea a nuestra necesidad, sin comprender que la carencia de lo necesario no es todavía privación de Dios. Quien pasa hambre tiene el Reino cercano y a Dios de su parte. ¿A qué más podría aspirar?
Hambre de justicia
Al calificar Mateo el hambre de la bienaventuranza de Jesús como hambre de justicia cambió radicalmente su sentido original, y cambiaron sus destinatarios. Hambre y sed, binomio que resume las necesidades más primarias e insaciables del hombre, refleja la constitutiva dependencia de las cosas y de los demás. Es, además, expresión conocida en el AT como metáfora de la nostalgia de Dios, del deseo de su presencia (Sal 42,3; 63,1), de su gracia (Is 55,1-2), de su palabra (Am 8,11), de su ley (Eclo 24,20.22) o de la sabiduría (Prov 5,15; 9,5). Añadiendo justicia, un concepto muy suyo (Mt 3,15; 5,6.10.20; 6,1.33; 21,32,) Mateo abandona el mundo objetivo de las realidades materiales y se coloca en el ámbito subjetivo de las actitudes personales. La felicidad se promete a quien vive sin superar su vehemente anhelo de ser justo ante Dios, a quien vive desviviéndose por ser como Dios lo quiere, a quien no tiene más alimento que hacer la voluntad del Padre (Jn 4,31-34; Mt 4,4).
Proclamando dichoso a quien ansía cumplir íntegramente y sin reserva la voluntad de Dios, Mateo exhorta a vivir de lo que tanto se desea, a la medida de lo que se echa en falta. Quien tiene hambre y sed de la justicia vive consciente de su propia carencia de ella. No pudiendo alcanzarla, si Dios no se la concede, no podrá olvidar que no la ha logrado todavía. El Jesús mateano espera de sus discípulos que se propongan la justicia como meta, que la ansíen, que la echen de menos, que se atrevan a sentirse privados de ella. Por eso los bendice, y solo a ellos, a quienes, padeciendo la necesidad de ser justos, se verán saciados un día.
Ello implica –y aquí radica la auténtica paradoja– que el discípulo de Jesús puede ser dichoso sin ser ya justo, si sufre por no serlo. Desear la justicia es carecer de ella sin conformarse con ello. Quienes no soportan vivir sin la justicia que solo Dios puede prometer y conceder, viven felices; saben a Dios comprometido en saciar su hambre. No podría estar en mejores manos la satisfacción del propio deseo. El Dios de Jesús hace posible a sus discípulos la felicidad plena, aunque no les haya concedido todavía su justicia, aunque les tenga sometidos aún a su “pedagogía del hambre”. El Dios de Jesús concede el premio, la felicidad, antes de llegar a la meta, la justicia. Ayuda así a continuar caminando, sin que la lejanía del final termine por desanimarse. Cualquier situación donde aparezca triunfante la injusticia, donde se menosprecien los derechos de Dios y los del prójimo, aumenta su hambre y su sed. La injusticia presente hace más inaguantable la sed y más insaciable el hambre de Dios. Y, al mismo tiempo, más segura su completa satisfacción.
Para ser dichoso hoy el discípulo tiene que alimentar su hambre de justicia. Ante los derechos conculcados de Dios y la violación de los derechos del prójimo, la connivencia o el silencio, la excusa fácil o la rápida comprensión, pueden hacer nuestro mundo más tranquilo, más ‘tolerante’ quizá, pero nunca nos hará felices. No desear mayor justicia, no sufrir por su carencia, significa volverse afectivamente insensibles a Dios y alejarnos efectivamente de su reinado. Es bienaventurado el cristiano no por lo que ha llegado a ser, ya que nunca será suficientemente justo a los ojos de Dios, sino por cuanto quisiera y no puede a pesar de su imperfección, con tal que no consienta con ella.
Si Dios ha dejado tan baja la exigencia de su felicidad, no tenemos derecho a quejarnos de desdicha alguna: no hace falta ser perfectos para ser felices. Así de estupendo es el Dios de las bienaventuranzas.
LA RAZÓN DE LA DICHA
Si Dios está contra nuestra hambre, no hay ansia que no vaya a ser calmada ni anhelo que no encuentre reposo.
La dicha coincide, pues, con la imperfección y la carencia en el hombre: depende solo de Dios. Si Dios está contra nuestra hambre, no hay ansia que no vaya a ser calmada ni anhelo que no encuentre reposo. Lo que significa que, siendo conscientes de nuestra hambre y sed, reconocemos que nos falta Dios y su Reino. Sintiendo su necesidad, presentimos ya su venida. En nuestros deseos insatisfechos podemos leer la huella del Dios que perdimos y descubrir el paso, no dado aún, del Dios que se acerca. Y es que lo prometido al que sufre de hambre es que será saciado de lo que tanto echó en falta: “cuanto más quiere dar (Dios), tanto más hace desear” (San Juan de la Cruz). Hambrear a Dios y su Reino, padecer su lejanía y no soportar su ausencia, nos predispone para gozar más cuando vengan. Y, por esperar esta dicha por venir, se logra renunciar sin dolor a las perecederas.
La satisfacción de la necesidad del hombre, hambre de pan o hambre de Dios, es la definitiva actuación divina. Dios se va a definir a sí mismo, y para siempre, saciando el deseo del hambriento. Cuanto el hombre no haya logrado en vida y todo lo que haya deseado, Dios se lo dará en plenitud (Sal 17,15; 107,9; 132,15). El Dios del Reino por venir responderá a todo anhelo del corazón humano y cumplirá toda esperanza de su pueblo (Is 49,10; 65,13). Existe ya en Dios el proyecto de un mundo nuevo donde habita la justicia: quienes hoy la desean se confirman como sus ciudadanos en peregrinación hacia ella (2 Pe 3,13).
El Dios de Jesús se ha comprometido en no dejar insatisfecho el anhelo de él que el creyente haya alimentado durante su vida. En esa decisión divina radica la felicidad del hambriento. Por ello, el hombre sabe ya que no es presa de sus deseos, ni está condenado a alimentar su hambre. Su insatisfacción radical no le podrá sobrevivir. Su futuro no está comprometido por su necesidad actual.
En nuestros deseos insatisfechos podemos leer la huella del Dios que perdimos y descubrir el paso, no dado aún, del Dios que se acerca.
Llegará un día en que dejemos de ser fardos de deseos, cuerpos sin acabar, proyectos de hombre, para convertirnos en realidad consumada, cuerpos completos, hombres realizados. En ese día, ¡y en ese Dios!, están puestas nuestras esperanzas, mientras nuestras hambres siguen por un tiempo alimentando nuestra insatisfacción. Siendo el Dios de Jesús más grande que nuestra hambre, superior a nuestra sed, tenemos asegurada su definitiva liquidación. ¿Quién nos prometa más?