
LA FIDELIDAD COMO RESPUESTA AL SEÑOR
ALBERTO LORENZELLI R.
Obispo Auxiliar de Santiago. Vicario General y Vicario para el Clero.
Diciembre 2022 | Nº 1216
“Lo que es imposible al hombre, le es posible a Dios” (Lc 18,27)
La fidelidad a las opciones tomadas es un desafío del presente que conlleva una siempre clara vuelta a lo fundamental de la vida, al fondo de lo que se es y de lo que se quiere ser y lograr, frente a las posibilidades asumidas. Una aguda relativización de todo lo que puede tener sabor a permanencia puede ser parte del momento cultural que nos ha correspondido vivir. Lo relativo de las decisiones de cara al matrimonio, a la familia, a las opciones tomadas, llega a las puertas de la vida sacerdotal fomentando el fenómeno de la deserción que nos genera siempre la acuciante pregunta: ¿qué está pasando?, y la más aguda: ¿qué podemos hacer?
El asunto de la fidelidad en la vida sacerdotal pasa por la fe, la fe real, no la fe racionalizada. Esa fe que se hace profecía, porque no puede contentarse con lo dicho o lo hecho en el momento histórico vivido. Esa profecía de la Escritura tiene un paradigma que debemos contemplar, escudriñar y asumir, para aprender a vivir nuestros propios dinamismos de profética fidelidad en el presente.
No es tiempo de continuar con los lamentos acerca de los que se han ido y sus posibles grandezas o miserias, sino de fortalecer el entusiasmo de los que estamos y queremos continuar.
El desarrollo de una experiencia místico-profética es una condición singular para permanecer en la fidelidad a nuestra consagración como presbíteros en la Iglesia, en el compromiso renovado de mantener el talante profético que esta hora del continente nos demanda. No es tiempo de continuar con los lamentos acerca de los que se han ido y sus posibles grandezas o miserias, sino de fortalecer el entusiasmo de los que estamos y queremos continuar, encantar a las nuevas generaciones desarrollando procesos de formación inicial y permanente que respondan a sus nuevas condiciones y al capital simbólico que la cultura ambiental les va generando.
Una vida sacerdotal místico-profética, fiel a Jesucristo el Señor, atenta a los signos del presente y continuamente invitada a seguir formándose como discípula y misionera al servicio de la vida, que provoca y genera vida para mantenernos en la seguridad de que, buscando a Jesucristo, camino, verdad y vida, estamos viviendo desde ya la vida eterna que consiste en conocer a Dios y a aquel a quien él ha enviado, Jesucristo, el Señor.
EXPERIENCIA DE LA FIDELIDAD VOCACIONAL
Relectura de la propia historia vocacional
La fidelidad vocacional es, ante todo, un don de Dios, como lo es la vocación. Somos conscientes de que desde el comienzo de nuestra historia vocacional está la iniciativa de Dios. Él, por amor, nos ha llamado a la existencia, nos ha hecho crecer en una familia, nos ha puesto a vivir en una cultura determinada. En el bautismo nos ha hecho hijos suyos. A lo largo de la vida, a través de encuentros y situaciones, él nos ha acompañado en la maduración de la fe, en el amar a Jesús, en acoger su Palabra y los Sacramentos, en confiarnos a María, en sentirnos parte de la Iglesia, en darnos a nosotros mismos a los demás.
Llegó después el día en el que nos sentimos atraídos a seguir a Jesús más de cerca. La llamada no llegó de repente, fue el resultado de un proyecto de amor en el que Dios pensó antes de nuestro nacimiento y realizó a través de sus intervenciones y nuestras respuestas. Con los ojos de la fe, releyendo el pasado, percibimos que hemos sido objeto de la predilección de Dios. Él nos eligió antes de que nosotros lo eligiésemos a él; confió en nosotros; nos sedujo (Jer 20,7); nos guió. Nos hemos enamorado de Jesús; nos hemos sentido felices de continuar su presencia y actuación en el mundo (Jer 20,7). Dios ha dilatado nuestro corazón, dándonos la gracia de sentirnos amados por Jesús y de amarlo de todo corazón; nos ha ayudado a identificarnos con sus sentimientos y su estilo de vida; nos ha hecho disponibles para el servicio al pueblo fiel de Dios. De ese modo, hemos ofrecido a Dios y al pueblo de Dios, no solo el corazón, los bienes y la autonomía, sino todo nuestro ser.
Éramos conscientes de que toda elección requiere la renuncia a otras oportunidades. Por otra parte, encontramos la opción de Jesús y de su misión tan fascinantes que nos sentimos felices de dejar otras cosas. Así hizo Jesús que entregó totalmente su vida; así también el mercader del evangelio que, después de haber encontrado la perla preciosa, con alegría lo vendió todo, para adquirirla (Mt 13,44-46). La acogida de la vocación a la vida sacerdotal la motivó la belleza del don. Estábamos convencidos de encontrar felicidad en esta vocación y preferimos decir no a algunas realidades buenas, para decir sí a otras para nosotros mejores. Y así, comenzamos un camino de fidelidad a la vocación que Dios nos ha dado. En efecto, la fidelidad ahonda sus raíces en la vocación.
La vocación no se escoge, sino que se nos da y solo podemos descubrirla y acogerla. Si fuésemos nosotros los que la escogemos, no se trataría ya de vocación, sino de un proyecto que podríamos cambiar siempre. Con la profesión de fe y la promesa de fidelidad, Dios confirma la alianza establecida con nosotros en el Bautismo. Él nos dedica a vivir totalmente para sí, siguiendo a Cristo, y nosotros respondemos a su acción de consagración con nuestro el ofrecimiento de nosotros mismos. Ser fieles quiere decir renovar nuestra respuesta a esta alianza especial que Dios ha sancionado con nosotros. Tal vez nuestra respuesta puede ser incierta, débil, infiel, pero no por eso la alianza de Dios con nosotros se debilita. Él no retira su alianza. La fidelidad de Dios da fundamento y reclama nuestra fidelidad.
Posibilidad de una opción definitiva

La fidelidad vocacional es compromiso de amor, es una elección libre que abraza toda la vida hasta el final. El compromiso “para siempre” es una exigencia del amor. En efecto, la medida del amor es no tener medida. así fue el amor de Jesús que “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). En las relaciones interpersonales el amor es compromiso total e incondicional, un amor parcial y provisional no es auténtico. Poner condiciones al amor, por ejemplo un límite de tiempo, vacía al amor de su significado. El amor exige totalidad e irrevocabilidad. Esto vale aún más con referencia al amor a Dios y a Jesús, un amor radical, total, para siempre.
Tal vez pudiera aparecer en nosotros una interrogante: ¿es posible vivir la fidelidad hasta el final? Si confiásemos sólo en nuestras fuerzas, sería difícil responder, pero la fidelidad encuentra su apoyo en la fidelidad de Dios. Con su alianza, Dios se une a nosotros como un compañero fiable. No se trata por tanto de lo que dure nuestra fuerza, sino de lo que dura la suya; ella dura para siempre. Testimonio de la fidelidad de Dios es la historia de la salvación. Dios es siempre fiel. Esto nos da confianza porque sabemos que, a pesar de nuestra debilidad, Dios, que ha comenzado en nosotros su obra, la llevará a su cumplimiento (Fil 1,6), no permitirá que seamos probados por encima de nuestras fuerzas (1 Cor 10,13), su gracia nos bastará (2 Cor 12,9). A pesar de nuestras infidelidades, él permanece fiel porque no puede contradecirse a sí mismo (2 Tm 2,13), sus dones son irrevocables (Rm 11,29). La fidelidad de Dios hace posible nuestra fidelidad.
Otra pregunta nos podría inquietar: ¿cómo podemos vivir fieles hasta el final? Nosotros no podemos saber si nuestro compromiso será definitivo, sólo la fidelidad cotidiana es lo que, con la gracia de Dios, podemos asegurar. Cuando en la ordenación sacerdotal decimos “para siempre”, no estamos anunciando que esto sucederá, sino qué queremos que suceda. Por eso es necesario asegurar una respuesta a Dios todos los días.
Dado que vivimos en un mundo en continua transformación y que también nosotros cambiamos, no puede haber más que una fidelidad dinámica y creativa. No se trata de permanecer fieles, sino de convertirse en fieles. Hacer el juramento de fidelidad es “como dibujar un marco: delimita los confines y distingue el espacio interior de lo que queda fuera; este espacio deberá llenarse con las decisiones futuras, que sólo serán calificadas como logradas y verdaderas si están en la misma línea de ese primer comienzo libremente elegido”.[1] Hay que afrontar las nuevas circunstancias tomando opciones coherentes con el compromiso inicial. No será siempre fácil. Puede ser que se den infidelidades, podrá surgir la duda de haber equivocado el camino, de no haber comprendido lo que se elegía, de no haber imaginado las dificultades. Nadie puede saber cómo será el futuro y, por tanto, anticipar los problemas. No se puede tener un conocimiento completo de una forma de vida antes de comprometerse en ella. Nadie puede experimentar las diferentes formas de vida y después escoger la acertada. La vida es un continuo descubrimiento de la elección hecha y un renovado compromiso para vivirla en plenitud.

FIDELIDAD “AMENAZADA”
En la época actual la fidelidad no se percibe inmediatamente como valor, por lo tanto, resulta arduo crear una mentalidad de fidelidad. La cultura, sobre todo la postmoderna, mientras aprecia valores –por ejemplo la sinceridad de la persona y la autenticidad de sus relaciones– no favorece lazos fuertes. Por otra parte, la fidelidad resulta débil también en los modos de pensar y vivir la vocación cristiana y en particular la vocación a la vida consagrada y sacerdotal. Aunque las situaciones presentan dificultades y amenazas, será siempre necesario buscar el modo de transformarlas en oportunidades y recursos.
Rapidez del cambio cultural
En tiempos recientes el desarrollo acelerado de la tecnología, el papel central de la actividad económica y el enorme impacto de los medios han contribuido a un notable cambio cultural en la sociedad, no solo en la occidental, sino también, por causa de la globalización, en el resto del mundo. Algunos aspectos de la cultura o de las propias culturas plantean retos a la fidelidad vocacional o la amenazan. Hay que ser conscientes de ello para transformar esos retos en puntos de partida de la acción.
En la sociedad consumista la persona experimenta la dificultad de elegir. Con frecuencia se ve inducida a satisfacer lo inmediato y al alcance de la mano, habituándose a una mentalidad del “usar y tirar”. También las convicciones, los valores y las relaciones se consideran como mercancía que hay que obtener, usar y tirar. Se abre camino cada vez más la cultura del agrado, de lo que me gusta y me satisface. Los modelos consumistas de vida se difunden también en los países pobres. Con esta mentalidad, si una elección no agrada o resulta difícil, puede cambiarse. Se privilegia la realización exclusiva de las propias necesidades y deseos, y se pierde aprecio por la fidelidad, la verdad, los afectos estables, descuidándose compromisos a largo plazo. De ese modo la persona corre el riesgo de ser psicológicamente frágil e inmadura.
Además se respira una difusa mentalidad relativista. Se dispone de una enorme cantidad de imágenes y opiniones, y faltan el tiempo o la capacidad de pararse a reflexionar. Se corre el peligro de estar informados de todas las novedades, pero de vivir superficialmente. La búsqueda de la verdad no fascina, porque esa tarea es fatigosa y el resultado es incierto. No se sabe distinguir lo que es esencial de lo que es efímero. Así todo se vuelve fluido, la historia pierde significado y el nihilismo está siempre en el horizonte. Estamos en la sociedad “líquida”. Viviendo en continuo cambio, se tiene miedo a asumir compromisos. Se prefiere vivir “puntualmente” y comprometerse en el presente. No se entiende por qué hay que atarse a opciones definitivas al comienzo de la juventud, cuando no se tiene ninguna experiencia del futuro. Si acaso antes se han asumido compromisos, se justifica el abandono de las opciones hechas, diciendo: “hoy veo las cosas de otro modo y mañana podría pensar también de manera diferente”.
En este clima, pues, las decisiones dependen con frecuencia más de las propias opiniones inmediatas, emociones y deseos que de las motivaciones y convicciones. Uno se deja arrastrar por el fácil entusiasmo y por el impulso espontáneo. Una fuerte impresión puede tal vez provocar cambios radicales e imprevistos en las decisiones de vida, sin evaluar sus consecuencias. Lo importante es superar la situación de malestar en que uno se encuentra o lograr un bienestar esperado, aunque no garantizado. Disminuye de ese modo la capacidad de espera, de renuncia y sacrificio con vistas a bienes más duraderos en el futuro. Se hace pesado aceptar la cruz de cada día, la disciplina, la ascética, el autocontrol y, por tanto se cede fácilmente ante las dificultades. Surge entonces la pregunta: ¿cómo vivir fieles a la vocación consagrada en un tiempo de cambios radicales y de transformaciones rápidas?
Debilidad de la identidad de la vida sacerdotal
Existen también, además de aspectos culturales, motivos internos en la vida sacerdotal que la hacen débil. Esto sucede especialmente cuando se apoca o se pierde el sentido de la propia identidad de persona consagrada, que está llamada a vivir como “memoria viva del modo de existir y de actuar de Jesús”.[2] Si la vida sacerdotal no vive de modo profético la mística del primado de Dios, el servicio a los más pobres y la fraternidad de la comunión, no solo pierde su identidad, sino que pone también en riesgo la fidelidad del sacerdote. El riesgo aumenta cuando, además, se asume el modelo liberal de vida sacerdotal, que puede abrirse camino sobre todo en las culturas secularizadas. A la vida sacerdotal se le pide una experiencia intensa de fe y vida espiritual, que envuelva la existencia, dé a Dios el primado, haga experimentar el amor del Señor Jesús, llene el corazón de pasión apostólica. Pero, cuando se vive con superficialidad en la vida espiritual o la experiencia espiritual resulta marginal o pierde su fuerza mística, los valores de la vida presbiteral no se interiorizan de modo que penetren en el corazón hasta la esfera de los afectos, sentimientos, convicciones y motivaciones. Entonces se pueden vivir exteriormente la oración, la obediencia, pobreza y castidad, o la fraternidad sacerdotal. Ya no hay vida auténtica, sino solo observancia formal. No se vive la radicalidad evangélica y, progresivamente, la vocación de vida sacerdotal pierde sentido.
Por consiguiente, con el tiempo llega también la pérdida de la pasión apostólica, se diluye la capacidad de gratuidad y generosidad y se siente cansancio psicológico y espiritual. El apostolado en medio del pueblo de Dios deja de ser una presencia animadora y evangelizadora, se realiza solo por deber. Algunos hermanos sacerdotes, por el envejecimiento y la escasez de vocaciones, se encuentran cargados de excesivo trabajo y no siempre satisfactorio. Otros se desaniman por la sensación de su capacidad o por los escasos resultados. Entonces no es difícil entender los motivos de una cierta frustración apostólica. No hay ya dinamismo, inventiva, creatividad. Y cuando el compromiso apostólico pierde significado, se pregunta sobre el sentido de la propia vocación.
Si, además, se experimenta la falta de la fraternidad sacerdotal, entonces hace pie el individualismo. Esto lleva al hermano a alejarse y a vivir en su propio mundo. Todos querrían un contacto humano profundo, pero se sienten a veces más como empleados de una empresa que como consagrados para una misión. Si no se está atento, gradualmente se resbala hacia la mediocridad y el aburguesamiento, se evita la ascesis, se busca la vida fácil.
Hay también otros factores que acentúan las dificultades. En el pasado la persona del sacerdote gozaba de prestigio y esto facilitaba la fidelidad, incluso en los casos en que el individuo se sentía frágil o menos seguro en la vocación. Hoy la Iglesia aparece tal vez poco creíble y la imagen del sacerdote goza de menor estima. Entonces hay poco espacio y escaso reconocimiento para su papel. Con frecuencia se encuentran indiferencia, desinterés, apatía. Además, en las sociedades secularizadas la religión tiende a ser relegada a la esfera de lo privado. Superar este clima requiere valentía y un nivel más alto de madurez vocacional respecto a otros tiempos, pero por desgracia no todos lo logran.
FIDELIDAD “CUSTODIADA”
La vocación es un don inestimable, pero es también “un tesoro en vasijas de arcilla” (2 Cor 4,7). Por eso hay que poner todo el esfuerzo para “reavivarla” (2 Tm 1,6.9.3.1) continuamente con la fidelidad. Precisamente, porque está expuesta a los riesgos y las amenazas de la mentalidad y de los estilos de vida débil, especialmente a nuestra radical fragilidad, la fidelidad es una realidad que se debe vivir cotidianamente. Se nutre de vigilancia, prudencia y atención, pero tiene también necesidad de que se la cultive y sostenga.
En el tiempo de la formación inicial
La experiencia actual nos enseña a dar importancia al mundo interior de la persona con sus afectos, emociones y sentimientos, pero también con sus actitudes, motivaciones y convicciones. Para esto hace falta un trabajo de personalización en todo el proceso formativo, comenzando desde la formación inicial que se proponga llegar a la persona en profundidad. He aquí ahora algunos aspectos de la experiencia de formación inicial, que favorecen una vida de fidelidad.

Ante todo, desde los primeros pasos de la formación, el proceso de maduración humana merece una gran atención. La escasa estima de sí, por ejemplo, hace que la persona se sienta poco comprendida, poco apreciada y amada por los demás. Cuando no recibe suficiente afecto y consideración, vive en dificultad y se cierra. Esto explica algunos problemas vinculados con la práctica de la castidad, que después afectan a la fidelidad. Es necesario, por tanto, que el formando, mientras va descubriendo la presencia de Dios en la propia historia, preste atención a lo que vive en lo profundo de sí mismo, sin callar problemas personales, interrogantes, incertidumbres, y por tanto recurriendo a la ayuda psicológica y al acompañamiento espiritual. La formación en estas etapas iniciales debe dirigirse a preparar personas con madurez psicológica y afectiva, y una capacidad de vivir serenamente.
Ya que el amor ocupa un puesto central en la vida, la formación en la afectividad necesita una profunda vida espiritual, orientada esencialmente a enamorarse de Jesús, y con él, de Dios y de María. Sintiendo a Jesús Resucitado como su “amigo”,[3] este “gran amor, vivo y personal”[4] por él se convierte en el centro unificador de la vida del formando. Él asume gradualmente los sentimientos de Jesús, descubre el sentido y la belleza de la entrega de sí a Dios en la vida sacerdotal, experimenta un fuerte sentido de pertenencia a la Iglesia, nutre una adhesión a ella y entusiasmo por la misión. El amor es lo que hace vivir la fidelidad a la vocación. Por eso hay que favorecer un gran cambio en la práctica formativa y ayudar al formando a asumir la capacidad de oración personal, comenzando por la meditación diaria, y preferiblemente en la forma de Lectio Divina, la visita y adoración eucarística, el sacramento de la Confesión, hasta la unión con Dios. También debe cultivarse la entrega personal a María, entrega que tiene una fuerte connotación afectiva que sostiene castidad y fidelidad.
En el tiempo de la formación permanente
Un gran pilar de la fidelidad vocacional es la formación permanente. Ella, en efecto, ayuda a afrontar los retos que nacen de la cultura cambiante y de la persona que evoluciona durante su vida.
La formación permanente se confía en primer lugar a la responsabilidad personal. Se precisa la actitud y el compromiso personal de querer crecer en la propia vocación. “Toda formación es en último término una autoformación. En efecto, nadie puede ser suplido en la libertad responsable que tiene como persona”.[5] Especialmente en los primeros años de la incorporación apostólica plena –aunque no solo entonces– sucede por desgracia que, al lanzarnos al trabajo, nos exponemos a peligros como la costumbre, el activismo, la desmotivación. Por tanto, se exige el compromiso personal que sabe utilizar todas las oportunidades que encontramos en nuestra vida, para mantener vivo en nosotros el deseo de crecer y ser fieles. La animación comunitaria, el clima de oración, la pasión apostólica, el estudio, las relaciones fraternas son situaciones que deben valorarse.
Uno de los medios más eficaces para custodiar la fidelidad vocacional es la vida espiritual. Nuestro corazón está hecho para amar y ser amado. Al abrazar la vida sacerdotal, hemos dado nuestro corazón al Señor Jesús en respuesta al amor que hemos recibido de Él. La Eucaristía, la Reconciliación, la Lectio Divina, la devoción a la Virgen María, la oración personal, la unión con Dios son algunas de las expresiones fundamentales de nuestra vida espiritual. La oración es como el aceite con el que tenemos encendida la lámpara de nuestro amor por Jesús y alimentamos la alegría por nuestra vocación. Pero cuando la respuesta a ésta decae, se debilita la llama del amor y nos encontramos más expuestos a las “tentaciones” que amenazan la fidelidad.
Unida a la vida espiritual y como fruto suyo está la pasión apostólica. Se trata de uno celo pastoral inspirado por el amor por el Señor Jesús, que nos hace buscar en todo la gloria de Dios y la salvación de las almas. La pasión apostólica evoca lo mejor que hay en nosotros: el amor a nuestra gente, la generosidad, la entrega, la creatividad, la comunión con otros agentes pastorales, pero también el espíritu de sacrificio, la ascesis, la autodisciplina. Ella purifica nuestras motivaciones, nos preserva del desánimo en los momentos de dificultad, nos llena de alegría y satisfacción por la vocación.
[1] Cencini, A. 2009. Mi fido... dunque decido. Educare alla fiducia nelle scelte vocazionali, p. 74. Milán: Paoline.
[2] Juan Pablo II. 1996. Vita consecrata. Exhortación apostólica sobre la vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo, 22. Roma: Editrice.
[3] Juan Pablo II. 1992. Pastores dabo vobis. Exhortación apostólica sobre la formación de los sacerdotes en la situación actual, 45-46. Roma: Editrice.
[4] Juan Pablo II. 1992. Pastores dabo vobis, 44.
[5] Juan Pablo II. 1992. Pastores dabo vobis, 69.