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Artículo publicado en la edición Nº 1.194 (ABRIL- JUNIO 2017) Autor: Fredy Parra, Facultad de Teología UC Para citar: Parra, Fredy; "Humildad, ecología y creación. Memoria de los mega incendios en Chile a dos años de la Laudato si', en La Revista Católica, Nº1.194, abril-junio 2017, pp. 93-107.
 
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"Humildad", ecología y creación. Memoria de los mega incendios en Chile a dos años de la Laudato si'  Fredy Parra Facultad de Teología Pontificia Universidad Católica de Chile

   
Introducción. Mega incendios: efectos en el patrimonio natural del país[1]
 
Los incendios forestales que azotaron al país afectaron 289.411 hectáreas en la Región del Maule, 116.212 hectáreas en la Región del Biobío y 112.840 hectáreas de la Región de O’Higgins, regiones que concentraron y fueron las mayormente afectadas por los incendios forestales acaecidos en la zona centro sur de nuestro país en los meses estivales del 2017[2]. Diversas son las consecuencias de estos mega incendios en términos sociales, económicos y medio ambientales. A nivel ambiental, efectos ecológicos de los incendios en el paisaje son la fragmentación e incremento del efecto borde, la desertificación, la erosión y pérdida de suelos. La biodiversidad se ve afectada negativamente por la pérdida de hábitats y de especies, migración de animales aves e insectos, ruptura en las cadenas tróficas y alteraciones en las sucesiones ecológicas[3].
La pérdida del bosque nativo de nuestros territorios con la consecuente erosión del patrimonio natural del país queda ejemplificada en la catástrofe sufrida en diversas comunas, como en Empedrado y Constitución, ubicadas en la Región del Maule, donde el 77,7% y el 41,4% de la superficie comunal fue arrasada por el fuego respectivamente, y dentro de esta superficie quemada el 17,8% y 18,1 correspondía a bosque nativo respectivamente. También la comuna de Florida (VIII región) se vio sumamente afectada, donde el 51 % de la superficie comunal fue incendiada[4]. Se han perdido un total de 164.078 hectáreas de bosque nativo y matorral en toda el área afectadas por los mega incendios[5]. Los bosques templados chilenos, considerados como uno de los 35 “puntos calientes” (hotspots) para la biodiversidad global, debido a su alta concentración de especies endémicas y su alto nivel de amenaza[6], constituyen un patrimonio natural en nuestro país que ha sido erosionado históricamente producto de la actividad humana y en décadas recientes principalmente por el reemplazo de bosque nativo por plantaciones forestales[7]. Los incendios forestales del último año vendrían a empeorar una situación ya crítica de los bosques nativos de la zona central y la biodiversidad que estos contienen. Los Bosques caducifolios mediterráneo[8] han sido dañados enormemente por los cambios de usos de suelo y también por los últimos incendios, viéndose afectadas especies características de los bosques maulinos como el Hualo (Nothofagus glauca), el Roble (Nothofagus obliqua), Keule, (Gomortega keule), Ruil (Nothofagus alessandrii), Pitao (Pitavia punctata), Peumo (Cryptocaria alba), entre otras especies. Según informes elaborados por el Ministerio del Ambiente, 185 especies habrían sido afectadas por los incendios forestales[9].
Especialmente preocupante es la situación del Pitao, el Keule y el Ruil, especies arbóreas endemias de Chile, es decir que solo se encuentran en el territorio nacional y catalogadas en peligro de extinción por la IUCN (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza), es decir, con altas probabilidades de desaparecer de la tierra. El Pitao, el Keule y el Ruil han sido declarados Monumento Natural de Chile en el año 1995[10], y hace tiempo que se ven afectadas por la fragmentación y pérdida de su hábitat, a lo que se suma el daño de los últimos incendios forestales.
Por otro lado, la fauna que alberga estos bosques como el Güiña (Leopardus guigna) y la Rana chilena (Calyptocephalella gayi) catalogadas como vulnerables a la extinción según la IUCN, la Yaca (Thylamys elegans) un pequeño marsupial chileno, la Lagartija de Lolol (Liolaemus confusus) catalogada en peligro crítico de extinción, el Zorro culpeo (Lycalopex culpaeus), la Torcaza (Patagioenas araucana), entre otras muchas especies, se ven afectadas seriamente en su ecología producto de los incendios forestales[11].
Con todo lo anterior, hemos lamentado una tragedia humana directa con un poblado entero devastado y tres mil casas quemadas. En medio de los incendios murieron once personas enfrentando los fuegos.
Luis Oyarzún, poeta y pensador chileno, lamentando hechos destructivos de nuestra naturaleza en 1973 se preguntaba: «¿Ante quién habrá que rendir cuenta de tanto cerro arañado por la erosión con todos sus panes y pájaros menos, de tantas tierras enrojecidas sin árboles ni cantos, de tanta quebrada seca, de los alerces quemados, de las araucarias abatidas para siempre sin nada que las reemplace? Solo clama justicia tanta tierra descuidada, perdida, estrujada»[12].
44 años después nos preguntamos, hoy y aquí, ¿ante quién rendiremos cuenta de los Hualos, de los Robles y de los Peumos, de los Keules, Pitaos y Ruiles maulinos? ¿Y de la Yaca, de la Guiña, de la Rana chilena, de la Lagartija de Lolol, especies vulnerables a la extinción, del Zorro culpeo, de las Torcazas que ya no veremos y de tanta vida natural cuya pérdida irreparable tendrá consecuencias fu-turas imposibles de dimensionar? Como comunidad nacional, ¿tenemos presente a los bomberos forestales que perdieron su vida en medio de nuestros bosques en llamas hace solo unos meses y a los compatriotas que perdieron sus casas con todos sus enseres en medio del desastre?
Una vez más hemos constatado una serie de carencias del país para enfrentar semejante catástrofe ambiental y social. En su momento se habló de serias dificultades y precariedades en varios aspectos de nuestra organización social y estatal: en la planificación forestal, en los sistemas de prevención, información y protección ante estos eventos, la falta de medios técnicos adecuados para combatir los incendios o, asimismo, el consabido problema de los escasos recursos económicos para combatir eventos de esta magnitud, etc. En suma, hemos constatado la debilidad de nuestras instituciones, privadas y públicas, para enfrentar con más eficacia estas crisis. Es dable reconocer y agradecer lo mucho que se hizo para evitar que el de-sastre fuese mayor. Suponemos que ya habrá tiempo para las evaluaciones en todos los niveles que corresponda. También algo se ha hablado, quizás no lo suficiente, del impacto en nuestra tierra del cambio climático con los fenómenos meteorológicos extremos que trae consigo: olas de calor con muy altas temperaturas, reducción de la disponibilidad de agua, degradación de suelos, vientos e inundaciones, etc. Y con dolor e impotencia hemos vuelto, como tantas veces, a percatarnos de que nuestra naturaleza también es vulnerable. Redescubrir la vulnerabilidad de nuestros bosques, suelo, aves y fauna no es otra cosa que una muestra visible y cercana de la vulnerabilidad de la biósfera entera y del planeta mismo[13].
Sin embargo, a pesar de su gravedad, la tragedia humana y natural de hace un par de meses hace tiempo que no es un tema relevante en el debate nacional, y si algo se habla es un murmullo imperceptible, un asunto casi invisible como tantos otros importantes y que sin darnos cuenta va cayendo en el olvido, en ese acostumbrado olvido tan propio de nuestra cultura.
No puedo estar más de acuerdo con la teóloga Claudia Leal Luna, oriunda de aquellas tierras, cuando escribió con dramática belleza hace un par de meses: «La verdad es que ya hemos dejado de hablar del tema, ha dejado de ser urgente y en un año electoral estamos bien distraídos en muchas otras cosas, las siluetas de los árboles muertos en medio del humo han desaparecido de los noticiarios de la televisión y de las conversaciones de la radio, pero queda la certidumbre fantasmal de que nuestros hijos no verán los bosques que desaparecieron, los mismos que nosotros recorrimos tantas veces, no sentirán bajo sus pies la fuerza maternal de sus raíces gruesas, ni sobre sus cabezas la sombra fresca y ligera que humedece la fatiga abrasadora, y que quizás, solo con mucho trabajo y algo de fortuna, nuestros nietos podrán hacerlo, quizás...»[14].
Nos preguntamos qué hay detrás, si acaso hay algo más de fondo, de este nuevo olvido. Sin duda que hay muchas razones tantas como las complejidades de nuestra vida personal, comunitaria y social. A nuestra endémica tendencia a olvidar al otro, en su dolor, pesar y sufrimiento, se une en estos tiempos el olvido del mundo, de nuestra tierra, arrasada a veces directa o indirectamente por nosotros mismos.
Sin ninguna pretensión de agotar el tema y admitiendo las múltiples razones de nuestro olvido, quisiera en este breve espacio detenerme en uno esencial, raíz de tantos otros: el olvido de que somos terrenos, que los humanos somos “tierra que anda” como diría ese gran poeta latinoamericano Atahualpa Yupanqui.
Hemos olvidado que “somos tierra”, raíz de la “humildad
¿Qué puede aportar nuestra tradición religiosa al necesario y urgente intento de superar el olvido del cosmos, de la Tierra y de nuestra propia Tierra?
Hace dos años el Papa Francisco publicó Laudato si’ (LEER AQUÍ LA ENCÍCLICA), sorprendiendo al mundo con una profunda encíclica dedicada enteramente al cuidado de la casa común[15]. Releyendo el gran mensaje de Francisco, y junto con él, constatamos una vez más, y ahora en nuestro propio suelo que “entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que ‘gime y sufre dolores de parto’ (Rm 8,22). Olvidamos que nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura[16]. Hay aquí una clave que queremos desentrañar para comprender las razones profundas del que hemos denominado un olvido esencial. Vivimos y cultivamos un cierto “olvido del cosmos”, en palabras del teólogo belga Adolphe Gesché[17].
Hemos olvidado, en definitiva, el fundamento de nuestra “humildad”. Recordemos que la palabra Humildad –humilitas– está relacionada con la palabra “humus”. (Humilitas viene de la raíz humus, que signi?ca tierra). “Humus signi?ca ‘tierra’. Y no en el sentido de globo terrestre sino de materia. La tierra que aramos, que sembramos, que pisamos, en la que cavamos y donde nos entierran. Humilitas, literalmente, signi?ca terrenidad. Humilis o humilde quiere decir, de algún modo, terrenal; igual que Adam tiene la misma raíz que la palabra adamah, o sea, tierra. Relacionando el significado de la palabra latina humilitas –humildad– y de humus –tierra– con el de la palabra hebrea hombre y adamah –tierra, humus- llegamos a la conclusión que existe un vínculo estrecho entre el hombre y la humildad o la humanidad y la humildad. La humildad no es algo intrascendente, al contrario, para el hombre, es esencial. Formado del polvo de la tierra, el hombre se reconoce terrenal, humilde –ex humo humilis–. Al formar al hombre del polvo de la tierra, Dios lo creó humilde. Su deber es ser humilde”, concluye Iván Golub[18].
Y sin duda apoyado sobre esta misma base encontraremos el fundamento de la virtud misma de la humildad, que hunde su raíz en el humus que somos, y no solo etimológicamente. Y aunque no es el objeto directo de esta reflexión, no podemos dejar de compartir la pregunta del pensador francés J.-L. Chrétien cuando refiriéndose a la humildad como virtud señala “¿acaso hablar de ella no es ya de por sí hablar de todas las demás...? Es lo que hacen los santos, que la caracterizan en primer lugar por su potencia fundadora”[19]. Y luego cita a San Juan Crisóstomo quien afirma: “Nada iguala a la humildad. Ella es la madre, la raíz, el alimento, el sustento y el vínculo de los bienes”[20]. Y como tantos místicos, Santa Ángela de Foligno asevera que “La humildad de corazón es la matriz en la que se engendran y de la que proceden todas las demás virtudes y las obras de las virtudes; algo semejante al tronco y las ramas que brotan de la raíz”[21]. En la misma línea, Angelus Silesius, escribe: “La humildad es el fondo, la tapa y el cofre / donde descansan las virtudes y en el cual están contenidas”[22]. Por su parte, Jean Louis Chrétien resume que “la humildad es lo que hace que un bien sea un bien… Más que una virtud, la humildad es la respiración interior de cada una de las virtudes, de lo contrario no sería una de ellas. Solo por ella irrumpe en el mundo eso que llamamos virtud”[23].
El camino que se propone el Papa en Laudato si’ es precisamente el de una humildad creacional que predispone a una auténtica valoración de nuestra creaturidad y a una contemplación del mundo creado y donado por Dios. Dice Francisco: “La sobriedad y la humildad no han gozado de una valoración positiva en el último siglo… La desaparición de la humildad, en un ser humano desaforadamente entusiasmado con la posibilidad de dominarlo todo sin límite alguno, solo puede terminar dañando a la sociedad y al ambiente. No es fácil desarrollar esta sana humildad y una feliz sobriedad si nos volvemos autónomos, si excluimos de nuestra vida a Dios y nuestro yo ocupa su lugar…[24]. Laudato si’, a través de los capítulos II y VI, desarrolla y propone una teología[25] y una espiritualidad[26] de la creación idóneas y capaces de motivar y fundamentar una profunda conversión ecológica. En medio de la grave crisis socioambiental que experimentan nuestra cultura y sociedad, se nos convoca a redescubrir con ojos nuevos que “todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie de familia universal, una sublime comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde[27]. En el mismo sentido, con un gesto ecuménico notable, cita al Patriarca ortodoxo Bartolomé: “Es nuestra humilde convicción de que lo divino y lo humano se encuentran en el más pequeño detalle contenido en los vestidos sin costuras de la creación de Dios, hasta en el último grano de polvo de nuestro planeta[28].
Hay, ciertamente, necesidad de una espiritualidad “desde” la humildad, desde nuestra condición de humus, de criaturas terrenas queridas especialmente por Dios “para alimentar una pasión por el cuidado del mundo[29]. Chrétien observa que “La humildad es la respuesta propiamente cristiana y, por ende, paradójica a la exhortación del ‘Conócete a ti mismo’. ‘Toda tu humildad consiste en que te conozcas’, dice San Agustín… Es conocimiento de sí mismo ante Dios, y toda humildad es encuentro… De entrada, supone un frente a frente, y no soledad; respuesta, y no un monólogo interior… solo puedo conocerme ante Dios, por su luz y en su luz, por tanto, solo al conocerlo a él, y no lo conozco en verdad más que cuando lo conozco humildemente como mi creador y mi salvador, del que depende todo mi ser, incluso el acto mismo de reconocerlo así”[30].
El reconocimiento profundo de nosotros mismos y de nuestra vocación delante del Dios Creador implica asumir con lucidez nuestra condición de criaturas con la conciencia de que venimos y dependemos de Dios y que todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de Él y que hacia Él peregrinamos en este mundo bueno y bello que nos ha sido dado.
Fundamentos de la “humildad” creacional
La fe bíblica nos enseña que el mundo tiene su origen en un acto de creación. Dios ha creado libremente y por amor este mundo en el que habitamos, y al que estamos llamados a habitar y a cuidar habitándolo y cuidándolo. Dios ha creado los cielos “con inteligencia” (Jr 10,12; Sal 136,5) y la tierra “para ser habitada”, nos dice Isaías (Is 45,18). Es más, todo lo creado es bueno, muy bueno: Dios vio lo que ha creado y “he aquí que estaba muy bien” (cf. Gn 1,31), el relato sacer-dotal reitera siete veces la bondad de la creación (Gn 1, 4.10.12.18.21.25.31), expresando así su profunda convicción teológica.
La totalidad del cosmos es don divino y solo cabe el asombro y el agradecimiento por la tierra y vida regaladas. Ciertamente “No somos Dios. La tierra nos precede y nos ha sido dada[31], reitera Francisco. En efecto, la tradición bíblica nos recuerda que “La tierra es del Señor” (LS 67, cf. Sal 24,1; Dt 10,14; Lv 25,23). Antecedente bíblico muy relevante en este mismo sentido es la teología judía en torno al sábado. Dios ha bendecido y santificado el sábado. Esto implica que se santifica un día, es decir, un espacio de tiempo, que está al servicio de la creación entera. La extensa y detallada exposición del mandamiento del sábado (Ex 20,8-11) muestra que todos tienen que celebrarlo y santificarlo: los padres y los hijos, los señores, los esclavos, los hombres y los animales, los nativos y los forasteros. El sábado es un orden de paz, de descanso agradecido y reconocimiento de la realidad como creación divina. Su celebración es universal e inclusiva: para todos y cada uno. Y no solo los hombres y los animales. También la tierra deberá tener su descanso en honor de Yahvé (Lv 25, 1-7) y por ello se instaura el año sabático y finalmente el Jubileo, tiempo de reconciliación y “de liberación para todos los habitantes” (Lv 25,10). Con todo, la Sagrada Escritura “no da lugar a un antropocentrismo despótico que se desentienda de las demás criaturas”, subraya el Papa Francisco[32].
Por su parte, para la tradición del Nuevo Testamento, la clave está en contemplar la creación desde Jesús, el Nazareno, que anuncia un nuevo tiempo con la predicación del Reino de Dios (Mc 1,14-15). De ahí la importancia de considerar tanto las palabras como las actitudes de Jesús respecto de la creación: destaca la solicitud paterna de alcance universal, su atención por todas las criaturas y bene-volente preocupación por la vida de todos, especialmente por los más pobres y marginados. Afirma Francisco que “Jesús asume la fe bíblica en el Dios creador y destaca un dato fundamental: Dios es Padre (cf. Mt 11,25). En los diálogos con sus discípulos, Jesús los invitaba a reconocer la relación paterna que Dios tiene con todas las criaturas, y les recordaba con una conmovedora ternura cómo cada una de ellas es importante a sus ojos (Lc 12,6; Mt 6,26)”[33].
El Creador del mundo, el que tiene el poder de llamar a la existencia a todas las criaturas es al mismo tiempo el Consumador del mundo, el que tiene el poder de devolver la vida a los muertos (Rm 4,17). En el libro de los Hechos de los apóstoles se afirma explícitamente que el mismo que ha creado el cielo y la tierra es quien ha resucitado a Jesús, venciendo para siempre a la muerte (Hch 17,24-31). La resurrección de Jesús es el sentido y la plenitud de toda creación. Destaca el Papa que “El Nuevo Testamento no solo nos habla del Jesús terreno y de su relación tan concreta y amable con todo el mundo. También lo muestra como resucitado y glorioso, presente en toda la creación con su señorío universal. Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud… (Col 1,19-20. Esto nos proyecta al final de los tiempos, cuando el Hijo entregue al Padre todas las cosas y «Dios sea todo en todos» (1Co 15,28)”[34].
Para comprender mejor lo anterior es clave la cita de la encíclica dedicada al aporte de Teilhard de Chardin: “El fin de la marcha del universo está en la plenitud de Dios, que ya ha sido alcanzada por Cristo resucitado, eje de la maduración universal. Así agregamos un argumento más para rechazar todo dominio despótico e irresponsable del ser humano sobre las demás criaturas. El fin último de las demás criaturas no somos nosotros. Pero todas avanzan, junto con nosotros y a través de nosotros, hacia el término común, que es Dios, en una plenitud trascendente donde Cristo resucitado abraza e ilumina todo. Porque el ser humano, dotado de inteligencia y de amor, y atraído por la plenitud de Cristo, está llamado a reconducir todas las criaturas a su Creador[35].
Por todo lo dicho es indudable que la fe bíblica contiene una riqueza insondable para comprender el mundo y la naturaleza. El antiguo concepto “creación” tiene muchísimo que contribuir al actual debate en torno a la crisis ecológica que afecta a nuestro entorno vital, a nuestro propio país y a nosotros mismos. En suma: “Para la tradición judío-cristiana, decir “creación” es más que decir naturaleza, porque tiene que ver con un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado. La naturaleza suele entenderse como un sistema que se analiza, comprende y gestiona, pero la creación solo puede ser entendida como un don que surge de la mano abierta del Padre de todos, como una realidad iluminada por el amor que nos convoca a una comunión universal[36].
Responsabilidad, memoria y utopía en la acción ecológica
Enseña Laudato si’ que “La capacidad de transformar la realidad que tiene el ser humano debe desarrollarse sobre la base de la donación originaria de las cosas por parte de Dios[37]. De ahí que se impone la necesidad de una relación con la naturaleza sobre la base de miradas y actitudes nuevas basadas en la humildad esencial: gratitud ante la vida y la naturaleza recibida[38], respeto por todos los seres vivos y reconocer que tienen un valor propio antes Dios[39], responsabilidad ecológica en la amorosa conciencia de estar relacionados con las demás criaturas[40], nuevos hábitos y nuevos estilos de educación y de vida[41] sobriedad y simplicidad en el modo de asumir la vida personal, comunitaria y social[42], solidaridad global, justicia intrageneracional e intergeneracional[43]. Con todo, se trata de avanzar hacia una «ciudadanía ecológica» con la consiguiente normativa legal en los diversos niveles de la sociedad. Sin embargo, acota Francisco: “Para que la norma jurídica produzca efectos importantes y duraderos, es necesario que la mayor parte de los miembros de la sociedad la haya aceptado a partir de motivaciones adecuadas, y que reaccione desde una transformación personal. Solo a partir del cultivo de sólidas virtudes es posible la donación de sí en un compromiso ecológico[44].
Junto con asumir seriamente la vulnerabilidad de nosotros mismos y de nuestra naturaleza estamos aprendiendo que la acción humana tiene alcances que van más allá de nuestro mero presente y que abrazan el espacio y el tiempo conllevando consecuencias futuras imprevisibles e insospechadas hace un tiempo. A la vez estamos por fin aprendiendo que nuestras acciones afectan al mundo, sus cursos vitales, a las demás criaturas de nuestro entorno y ecosistema. Todo lo cual suscita la pregunta por nuestra responsabilidad y por nuestra capacidad de ser justos tanto en el presente como en el futuro. El Papa se pregunta “¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan?[45]. Es decir, se ha abierto un nuevo y complejo ámbito a nuestro proceder ético: la solidaridad y justicia intergeneracional se convierte en una clave interpretativa de nuestras actuales comprensiones de la equidad, de la justicia y de la responsabilidad social. Como nunca antes en la historia humana se impone hoy la urgente necesidad de actuar desde el principio de responsabilidad[46], a fin de detener el proceso de degradación de la Tierra provocado por la acción humana y que amenaza la vida actual y futura de la humanidad.
La insoslayable dimensión intergeneracional ha puesto relieve que soluciones económicas, sociales y políticas de nuestro presente no pueden ignorar las condiciones aptas para la vida de las generaciones futuras. Es imprescindible repensar nuestros modelos de desarrollo teniendo presente, a la vez, a nuestra generación y a las generaciones del futuro. Pero no podremos pensar razonablemente en un desarrollo futuro, integral, se entiende, si no integramos nuestro pasado, si no hacemos memoria de lo que no debe ni puede ser. Un futuro nuevo es posible no solo cuando se hace cargo responsablemente del presente sino, y sobre todo, cuando se reconcilia con su pasado, evitando repetir las tragedias. “Los hombres y mujeres humillados y ofendidos a lo largo de la historia siguen golpeando las puertas de la contemporaneidad. ¿Cómo hacer justicia a los no-presentes? Y en el contexto actual me quiero referir no solo a los no-presentes del pasado sino también a los no-presentes que vendrán –que, por lo demás, siempre están llegando– a las generaciones futuras que en medio de la crisis ecológica y social de nuestros días de algún modo nos interpelan y nos convocan a una nueva y crucial responsabilidad: la de proteger a nuestros descendientes en su derecho a una vida sana e integral en un planeta habitable, justo y pacífico. Un futuro solo es auténtico cuando integra el pasado, cuando se reconcilia con él. El futuro no debe ser aparente ni mera repetición de un presente indeseado, sino realmente abierto y nuevo, y esto no es solo asunto que concierne a la razón
Artículo publicado en la edición Nº 1.194 (ABRIL- JUNIO 2017) Autor: Fredy Parra, Facultad de Teología UC Para citar: Parra, Fredy; "Humildad, ecología y creación. Memoria de los mega incendios en Chile a dos años de la Laudato si', en La Revista Católica, Nº1.194, abril-junio 2017, pp. 93-107.
 
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"Humildad", ecología y creación. Memoria de los mega incendios en Chile a dos años de la Laudato si'  Fredy Parra Facultad de Teología Pontificia Universidad Católica de Chile

   
Introducción. Mega incendios: efectos en el patrimonio natural del país[1]
 
Los incendios forestales que azotaron al país afectaron 289.411 hectáreas en la Región del Maule, 116.212 hectáreas en la Región del Biobío y 112.840 hectáreas de la Región de O’Higgins, regiones que concentraron y fueron las mayormente afectadas por los incendios forestales acaecidos en la zona centro sur de nuestro país en los meses estivales del 2017[2]. Diversas son las consecuencias de estos mega incendios en términos sociales, económicos y medio ambientales. A nivel ambiental, efectos ecológicos de los incendios en el paisaje son la fragmentación e incremento del efecto borde, la desertificación, la erosión y pérdida de suelos. La biodiversidad se ve afectada negativamente por la pérdida de hábitats y de especies, migración de animales aves e insectos, ruptura en las cadenas tróficas y alteraciones en las sucesiones ecológicas[3].
La pérdida del bosque nativo de nuestros territorios con la consecuente erosión del patrimonio natural del país queda ejemplificada en la catástrofe sufrida en diversas comunas, como en Empedrado y Constitución, ubicadas en la Región del Maule, donde el 77,7% y el 41,4% de la superficie comunal fue arrasada por el fuego respectivamente, y dentro de esta superficie quemada el 17,8% y 18,1 correspondía a bosque nativo respectivamente. También la comuna de Florida (VIII región) se vio sumamente afectada, donde el 51 % de la superficie comunal fue incendiada[4]. Se han perdido un total de 164.078 hectáreas de bosque nativo y matorral en toda el área afectadas por los mega incendios[5]. Los bosques templados chilenos, considerados como uno de los 35 “puntos calientes” (hotspots) para la biodiversidad global, debido a su alta concentración de especies endémicas y su alto nivel de amenaza[6], constituyen un patrimonio natural en nuestro país que ha sido erosionado históricamente producto de la actividad humana y en décadas recientes principalmente por el reemplazo de bosque nativo por plantaciones forestales[7]. Los incendios forestales del último año vendrían a empeorar una situación ya crítica de los bosques nativos de la zona central y la biodiversidad que estos contienen. Los Bosques caducifolios mediterráneo[8] han sido dañados enormemente por los cambios de usos de suelo y también por los últimos incendios, viéndose afectadas especies características de los bosques maulinos como el Hualo (Nothofagus glauca), el Roble (Nothofagus obliqua), Keule, (Gomortega keule), Ruil (Nothofagus alessandrii), Pitao (Pitavia punctata), Peumo (Cryptocaria alba), entre otras especies. Según informes elaborados por el Ministerio del Ambiente, 185 especies habrían sido afectadas por los incendios forestales[9].
Especialmente preocupante es la situación del Pitao, el Keule y el Ruil, especies arbóreas endemias de Chile, es decir que solo se encuentran en el territorio nacional y catalogadas en peligro de extinción por la IUCN (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza), es decir, con altas probabilidades de desaparecer de la tierra. El Pitao, el Keule y el Ruil han sido declarados Monumento Natural de Chile en el año 1995[10], y hace tiempo que se ven afectadas por la fragmentación y pérdida de su hábitat, a lo que se suma el daño de los últimos incendios forestales.
Por otro lado, la fauna que alberga estos bosques como el Güiña (Leopardus guigna) y la Rana chilena (Calyptocephalella gayi) catalogadas como vulnerables a la extinción según la IUCN, la Yaca (Thylamys elegans) un pequeño marsupial chileno, la Lagartija de Lolol (Liolaemus confusus) catalogada en peligro crítico de extinción, el Zorro culpeo (Lycalopex culpaeus), la Torcaza (Patagioenas araucana), entre otras muchas especies, se ven afectadas seriamente en su ecología producto de los incendios forestales[11].
Con todo lo anterior, hemos lamentado una tragedia humana directa con un poblado entero devastado y tres mil casas quemadas. En medio de los incendios murieron once personas enfrentando los fuegos.
Luis Oyarzún, poeta y pensador chileno, lamentando hechos destructivos de nuestra naturaleza en 1973 se preguntaba: «¿Ante quién habrá que rendir cuenta de tanto cerro arañado por la erosión con todos sus panes y pájaros menos, de tantas tierras enrojecidas sin árboles ni cantos, de tanta quebrada seca, de los alerces quemados, de las araucarias abatidas para siempre sin nada que las reemplace? Solo clama justicia tanta tierra descuidada, perdida, estrujada»[12].
44 años después nos preguntamos, hoy y aquí, ¿ante quién rendiremos cuenta de los Hualos, de los Robles y de los Peumos, de los Keules, Pitaos y Ruiles maulinos? ¿Y de la Yaca, de la Guiña, de la Rana chilena, de la Lagartija de Lolol, especies vulnerables a la extinción, del Zorro culpeo, de las Torcazas que ya no veremos y de tanta vida natural cuya pérdida irreparable tendrá consecuencias fu-turas imposibles de dimensionar? Como comunidad nacional, ¿tenemos presente a los bomberos forestales que perdieron su vida en medio de nuestros bosques en llamas hace solo unos meses y a los compatriotas que perdieron sus casas con todos sus enseres en medio del desastre?
Una vez más hemos constatado una serie de carencias del país para enfrentar semejante catástrofe ambiental y social. En su momento se habló de serias dificultades y precariedades en varios aspectos de nuestra organización social y estatal: en la planificación forestal, en los sistemas de prevención, información y protección ante estos eventos, la falta de medios técnicos adecuados para combatir los incendios o, asimismo, el consabido problema de los escasos recursos económicos para combatir eventos de esta magnitud, etc. En suma, hemos constatado la debilidad de nuestras instituciones, privadas y públicas, para enfrentar con más eficacia estas crisis. Es dable reconocer y agradecer lo mucho que se hizo para evitar que el de-sastre fuese mayor. Suponemos que ya habrá tiempo para las evaluaciones en todos los niveles que corresponda. También algo se ha hablado, quizás no lo suficiente, del impacto en nuestra tierra del cambio climático con los fenómenos meteorológicos extremos que trae consigo: olas de calor con muy altas temperaturas, reducción de la disponibilidad de agua, degradación de suelos, vientos e inundaciones, etc. Y con dolor e impotencia hemos vuelto, como tantas veces, a percatarnos de que nuestra naturaleza también es vulnerable. Redescubrir la vulnerabilidad de nuestros bosques, suelo, aves y fauna no es otra cosa que una muestra visible y cercana de la vulnerabilidad de la biósfera entera y del planeta mismo[13].
Sin embargo, a pesar de su gravedad, la tragedia humana y natural de hace un par de meses hace tiempo que no es un tema relevante en el debate nacional, y si algo se habla es un murmullo imperceptible, un asunto casi invisible como tantos otros importantes y que sin darnos cuenta va cayendo en el olvido, en ese acostumbrado olvido tan propio de nuestra cultura.
No puedo estar más de acuerdo con la teóloga Claudia Leal Luna, oriunda de aquellas tierras, cuando escribió con dramática belleza hace un par de meses: «La verdad es que ya hemos dejado de hablar del tema, ha dejado de ser urgente y en un año electoral estamos bien distraídos en muchas otras cosas, las siluetas de los árboles muertos en medio del humo han desaparecido de los noticiarios de la televisión y de las conversaciones de la radio, pero queda la certidumbre fantasmal de que nuestros hijos no verán los bosques que desaparecieron, los mismos que nosotros recorrimos tantas veces, no sentirán bajo sus pies la fuerza maternal de sus raíces gruesas, ni sobre sus cabezas la sombra fresca y ligera que humedece la fatiga abrasadora, y que quizás, solo con mucho trabajo y algo de fortuna, nuestros nietos podrán hacerlo, quizás...»[14].
Nos preguntamos qué hay detrás, si acaso hay algo más de fondo, de este nuevo olvido. Sin duda que hay muchas razones tantas como las complejidades de nuestra vida personal, comunitaria y social. A nuestra endémica tendencia a olvidar al otro, en su dolor, pesar y sufrimiento, se une en estos tiempos el olvido del mundo, de nuestra tierra, arrasada a veces directa o indirectamente por nosotros mismos.
Sin ninguna pretensión de agotar el tema y admitiendo las múltiples razones de nuestro olvido, quisiera en este breve espacio detenerme en uno esencial, raíz de tantos otros: el olvido de que somos terrenos, que los humanos somos “tierra que anda” como diría ese gran poeta latinoamericano Atahualpa Yupanqui.
Hemos olvidado que “somos tierra”, raíz de la “humildad
¿Qué puede aportar nuestra tradición religiosa al necesario y urgente intento de superar el olvido del cosmos, de la Tierra y de nuestra propia Tierra?
Hace dos años el Papa Francisco publicó Laudato si’ (LEER AQUÍ LA ENCÍCLICA), sorprendiendo al mundo con una profunda encíclica dedicada enteramente al cuidado de la casa común[15]. Releyendo el gran mensaje de Francisco, y junto con él, constatamos una vez más, y ahora en nuestro propio suelo que “entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que ‘gime y sufre dolores de parto’ (Rm 8,22). Olvidamos que nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura[16]. Hay aquí una clave que queremos desentrañar para comprender las razones profundas del que hemos denominado un olvido esencial. Vivimos y cultivamos un cierto “olvido del cosmos”, en palabras del teólogo belga Adolphe Gesché[17].
Hemos olvidado, en definitiva, el fundamento de nuestra “humildad”. Recordemos que la palabra Humildad –humilitas– está relacionada con la palabra “humus”. (Humilitas viene de la raíz humus, que signi?ca tierra). “Humus signi?ca ‘tierra’. Y no en el sentido de globo terrestre sino de materia. La tierra que aramos, que sembramos, que pisamos, en la que cavamos y donde nos entierran. Humilitas, literalmente, signi?ca terrenidad. Humilis o humilde quiere decir, de algún modo, terrenal; igual que Adam tiene la misma raíz que la palabra adamah, o sea, tierra. Relacionando el significado de la palabra latina humilitas –humildad– y de humus –tierra– con el de la palabra hebrea hombre y adamah –tierra, humus- llegamos a la conclusión que existe un vínculo estrecho entre el hombre y la humildad o la humanidad y la humildad. La humildad no es algo intrascendente, al contrario, para el hombre, es esencial. Formado del polvo de la tierra, el hombre se reconoce terrenal, humilde –ex humo humilis–. Al formar al hombre del polvo de la tierra, Dios lo creó humilde. Su deber es ser humilde”, concluye Iván Golub[18].
Y sin duda apoyado sobre esta misma base encontraremos el fundamento de la virtud misma de la humildad, que hunde su raíz en el humus que somos, y no solo etimológicamente. Y aunque no es el objeto directo de esta reflexión, no podemos dejar de compartir la pregunta del pensador francés J.-L. Chrétien cuando refiriéndose a la humildad como virtud señala “¿acaso hablar de ella no es ya de por sí hablar de todas las demás...? Es lo que hacen los santos, que la caracterizan en primer lugar por su potencia fundadora”[19]. Y luego cita a San Juan Crisóstomo quien afirma: “Nada iguala a la humildad. Ella es la madre, la raíz, el alimento, el sustento y el vínculo de los bienes”[20]. Y como tantos místicos, Santa Ángela de Foligno asevera que “La humildad de corazón es la matriz en la que se engendran y de la que proceden todas las demás virtudes y las obras de las virtudes; algo semejante al tronco y las ramas que brotan de la raíz”[21]. En la misma línea, Angelus Silesius, escribe: “La humildad es el fondo, la tapa y el cofre / donde descansan las virtudes y en el cual están contenidas”[22]. Por su parte, Jean Louis Chrétien resume que “la humildad es lo que hace que un bien sea un bien… Más que una virtud, la humildad es la respiración interior de cada una de las virtudes, de lo contrario no sería una de ellas. Solo por ella irrumpe en el mundo eso que llamamos virtud”[23].
El camino que se propone el Papa en Laudato si’ es precisamente el de una humildad creacional que predispone a una auténtica valoración de nuestra creaturidad y a una contemplación del mundo creado y donado por Dios. Dice Francisco: “La sobriedad y la humildad no han gozado de una valoración positiva en el último siglo… La desaparición de la humildad, en un ser humano desaforadamente entusiasmado con la posibilidad de dominarlo todo sin límite alguno, solo puede terminar dañando a la sociedad y al ambiente. No es fácil desarrollar esta sana humildad y una feliz sobriedad si nos volvemos autónomos, si excluimos de nuestra vida a Dios y nuestro yo ocupa su lugar…[24]. Laudato si’, a través de los capítulos II y VI, desarrolla y propone una teología[25] y una espiritualidad[26] de la creación idóneas y capaces de motivar y fundamentar una profunda conversión ecológica. En medio de la grave crisis socioambiental que experimentan nuestra cultura y sociedad, se nos convoca a redescubrir con ojos nuevos que “todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie de familia universal, una sublime comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde[27]. En el mismo sentido, con un gesto ecuménico notable, cita al Patriarca ortodoxo Bartolomé: “Es nuestra humilde convicción de que lo divino y lo humano se encuentran en el más pequeño detalle contenido en los vestidos sin costuras de la creación de Dios, hasta en el último grano de polvo de nuestro planeta[28].
Hay, ciertamente, necesidad de una espiritualidad “desde” la humildad, desde nuestra condición de humus, de criaturas terrenas queridas especialmente por Dios “para alimentar una pasión por el cuidado del mundo[29]. Chrétien observa que “La humildad es la respuesta propiamente cristiana y, por ende, paradójica a la exhortación del ‘Conócete a ti mismo’. ‘Toda tu humildad consiste en que te conozcas’, dice San Agustín… Es conocimiento de sí mismo ante Dios, y toda humildad es encuentro… De entrada, supone un frente a frente, y no soledad; respuesta, y no un monólogo interior… solo puedo conocerme ante Dios, por su luz y en su luz, por tanto, solo al conocerlo a él, y no lo conozco en verdad más que cuando lo conozco humildemente como mi creador y mi salvador, del que depende todo mi ser, incluso el acto mismo de reconocerlo así”[30].
El reconocimiento profundo de nosotros mismos y de nuestra vocación delante del Dios Creador implica asumir con lucidez nuestra condición de criaturas con la conciencia de que venimos y dependemos de Dios y que todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de Él y que hacia Él peregrinamos en este mundo bueno y bello que nos ha sido dado.
Fundamentos de la “humildad” creacional
La fe bíblica nos enseña que el mundo tiene su origen en un acto de creación. Dios ha creado libremente y por amor este mundo en el que habitamos, y al que estamos llamados a habitar y a cuidar habitándolo y cuidándolo. Dios ha creado los cielos “con inteligencia” (Jr 10,12; Sal 136,5) y la tierra “para ser habitada”, nos dice Isaías (Is 45,18). Es más, todo lo creado es bueno, muy bueno: Dios vio lo que ha creado y “he aquí que estaba muy bien” (cf. Gn 1,31), el relato sacer-dotal reitera siete veces la bondad de la creación (Gn 1, 4.10.12.18.21.25.31), expresando así su profunda convicción teológica.
La totalidad del cosmos es don divino y solo cabe el asombro y el agradecimiento por la tierra y vida regaladas. Ciertamente “No somos Dios. La tierra nos precede y nos ha sido dada[31], reitera Francisco. En efecto, la tradición bíblica nos recuerda que “La tierra es del Señor” (LS 67, cf. Sal 24,1; Dt 10,14; Lv 25,23). Antecedente bíblico muy relevante en este mismo sentido es la teología judía en torno al sábado. Dios ha bendecido y santificado el sábado. Esto implica que se santifica un día, es decir, un espacio de tiempo, que está al servicio de la creación entera. La extensa y detallada exposición del mandamiento del sábado (Ex 20,8-11) muestra que todos tienen que celebrarlo y santificarlo: los padres y los hijos, los señores, los esclavos, los hombres y los animales, los nativos y los forasteros. El sábado es un orden de paz, de descanso agradecido y reconocimiento de la realidad como creación divina. Su celebración es universal e inclusiva: para todos y cada uno. Y no solo los hombres y los animales. También la tierra deberá tener su descanso en honor de Yahvé (Lv 25, 1-7) y por ello se instaura el año sabático y finalmente el Jubileo, tiempo de reconciliación y “de liberación para todos los habitantes” (Lv 25,10). Con todo, la Sagrada Escritura “no da lugar a un antropocentrismo despótico que se desentienda de las demás criaturas”, subraya el Papa Francisco[32].
Por su parte, para la tradición del Nuevo Testamento, la clave está en contemplar la creación desde Jesús, el Nazareno, que anuncia un nuevo tiempo con la predicación del Reino de Dios (Mc 1,14-15). De ahí la importancia de considerar tanto las palabras como las actitudes de Jesús respecto de la creación: destaca la solicitud paterna de alcance universal, su atención por todas las criaturas y bene-volente preocupación por la vida de todos, especialmente por los más pobres y marginados. Afirma Francisco que “Jesús asume la fe bíblica en el Dios creador y destaca un dato fundamental: Dios es Padre (cf. Mt 11,25). En los diálogos con sus discípulos, Jesús los invitaba a reconocer la relación paterna que Dios tiene con todas las criaturas, y les recordaba con una conmovedora ternura cómo cada una de ellas es importante a sus ojos (Lc 12,6; Mt 6,26)”[33].
El Creador del mundo, el que tiene el poder de llamar a la existencia a todas las criaturas es al mismo tiempo el Consumador del mundo, el que tiene el poder de devolver la vida a los muertos (Rm 4,17). En el libro de los Hechos de los apóstoles se afirma explícitamente que el mismo que ha creado el cielo y la tierra es quien ha resucitado a Jesús, venciendo para siempre a la muerte (Hch 17,24-31). La resurrección de Jesús es el sentido y la plenitud de toda creación. Destaca el Papa que “El Nuevo Testamento no solo nos habla del Jesús terreno y de su relación tan concreta y amable con todo el mundo. También lo muestra como resucitado y glorioso, presente en toda la creación con su señorío universal. Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud… (Col 1,19-20. Esto nos proyecta al final de los tiempos, cuando el Hijo entregue al Padre todas las cosas y «Dios sea todo en todos» (1Co 15,28)”[34].
Para comprender mejor lo anterior es clave la cita de la encíclica dedicada al aporte de Teilhard de Chardin: “El fin de la marcha del universo está en la plenitud de Dios, que ya ha sido alcanzada por Cristo resucitado, eje de la maduración universal. Así agregamos un argumento más para rechazar todo dominio despótico e irresponsable del ser humano sobre las demás criaturas. El fin último de las demás criaturas no somos nosotros. Pero todas avanzan, junto con nosotros y a través de nosotros, hacia el término común, que es Dios, en una plenitud trascendente donde Cristo resucitado abraza e ilumina todo. Porque el ser humano, dotado de inteligencia y de amor, y atraído por la plenitud de Cristo, está llamado a reconducir todas las criaturas a su Creador[35].
Por todo lo dicho es indudable que la fe bíblica contiene una riqueza insondable para comprender el mundo y la naturaleza. El antiguo concepto “creación” tiene muchísimo que contribuir al actual debate en torno a la crisis ecológica que afecta a nuestro entorno vital, a nuestro propio país y a nosotros mismos. En suma: “Para la tradición judío-cristiana, decir “creación” es más que decir naturaleza, porque tiene que ver con un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado. La naturaleza suele entenderse como un sistema que se analiza, comprende y gestiona, pero la creación solo puede ser entendida como un don que surge de la mano abierta del Padre de todos, como una realidad iluminada por el amor que nos convoca a una comunión universal[36].
Responsabilidad, memoria y utopía en la acción ecológica
Enseña Laudato si’ que “La capacidad de transformar la realidad que tiene el ser humano debe desarrollarse sobre la base de la donación originaria de las cosas por parte de Dios[37]. De ahí que se impone la necesidad de una relación con la naturaleza sobre la base de miradas y actitudes nuevas basadas en la humildad esencial: gratitud ante la vida y la naturaleza recibida[38], respeto por todos los seres vivos y reconocer que tienen un valor propio antes Dios[39], responsabilidad ecológica en la amorosa conciencia de estar relacionados con las demás criaturas[40], nuevos hábitos y nuevos estilos de educación y de vida[41] sobriedad y simplicidad en el modo de asumir la vida personal, comunitaria y social[42], solidaridad global, justicia intrageneracional e intergeneracional[43]. Con todo, se trata de avanzar hacia una «ciudadanía ecológica» con la consiguiente normativa legal en los diversos niveles de la sociedad. Sin embargo, acota Francisco: “Para que la norma jurídica produzca efectos importantes y duraderos, es necesario que la mayor parte de los miembros de la sociedad la haya aceptado a partir de motivaciones adecuadas, y que reaccione desde una transformación personal. Solo a partir del cultivo de sólidas virtudes es posible la donación de sí en un compromiso ecológico[44].
Junto con asumir seriamente la vulnerabilidad de nosotros mismos y de nuestra naturaleza estamos aprendiendo que la acción humana tiene alcances que van más allá de nuestro mero presente y que abrazan el espacio y el tiempo conllevando consecuencias futuras imprevisibles e insospechadas hace un tiempo. A la vez estamos por fin aprendiendo que nuestras acciones afectan al mundo, sus cursos vitales, a las demás criaturas de nuestro entorno y ecosistema. Todo lo cual suscita la pregunta por nuestra responsabilidad y por nuestra capacidad de ser justos tanto en el presente como en el futuro. El Papa se pregunta “¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan?[45]. Es decir, se ha abierto un nuevo y complejo ámbito a nuestro proceder ético: la solidaridad y justicia intergeneracional se convierte en una clave interpretativa de nuestras actuales comprensiones de la equidad, de la justicia y de la responsabilidad social. Como nunca antes en la historia humana se impone hoy la urgente necesidad de actuar desde el principio de responsabilidad[46], a fin de detener el proceso de degradación de la Tierra provocado por la acción humana y que amenaza la vida actual y futura de la humanidad.
La insoslayable dimensión intergeneracional ha puesto relieve que soluciones económicas, sociales y políticas de nuestro presente no pueden ignorar las condiciones aptas para la vida de las generaciones futuras. Es imprescindible repensar nuestros modelos de desarrollo teniendo presente, a la vez, a nuestra generación y a las generaciones del futuro. Pero no podremos pensar razonablemente en un desarrollo futuro, integral, se entiende, si no integramos nuestro pasado, si no hacemos memoria de lo que no debe ni puede ser. Un futuro nuevo es posible no solo cuando se hace cargo responsablemente del presente sino, y sobre todo, cuando se reconcilia con su pasado, evitando repetir las tragedias. “Los hombres y mujeres humillados y ofendidos a lo largo de la historia siguen golpeando las puertas de la contemporaneidad. ¿Cómo hacer justicia a los no-presentes? Y en el contexto actual me quiero referir no solo a los no-presentes del pasado sino también a los no-presentes que vendrán –que, por lo demás, siempre están llegando– a las generaciones futuras que en medio de la crisis ecológica y social de nuestros días de algún modo nos interpelan y nos convocan a una nueva y crucial responsabilidad: la de proteger a nuestros descendientes en su derecho a una vida sana e integral en un planeta habitable, justo y pacífico. Un futuro solo es auténtico cuando integra el pasado, cuando se reconcilia con él. El futuro no debe ser aparente ni mera repetición de un presente indeseado, sino realmente abierto y nuevo, y esto no es solo asunto que concierne a la razón utópica, sino también a la razón anamnética, es decir a la memoria”[47].
En otras palabras, el futuro no solo concierne a proyecciones y planificaciones adecuadas y debidamente consensuadas por la sociedad, o a horizontes ideales y utópicos, sino que también concierne a un buen ejercicio de la memoria. La razón anamnética se orienta por la memoria del sufrimiento ajeno, de los otros, como recuerdo del sufrimiento injusto. El sufrimiento de los que sufren injusta e inocentemente nos interpela y nos sigue interpelando profundamente. Esto que hemos aprendido, o, mejor dicho, estamos aprendiendo, con la experiencia de siempre y particularmente con lo vivido en los últimos sigl