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ENCUENTRO "LA PROTECCIÓN DE LOS MENORES EN LA IGLESIA"

 

La obligación de rendir cuentas en una Iglesia colegial y sinodal

 

Cardenal Oswald Gracias, Arzobispo de Bombay, India

Santa Sede - 22 de febrero de 2019

   

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El abuso sexual en la Iglesia Católica y la consiguiente incapacidad de abordarlo de una manera abierta, efectiva y rindiendo cuentas respecto a ello, ha causado una crisis multifacética que ha asediado y herido a la Iglesia, por no hablar de aquellos que han sido abusados. Aunque la experiencia del abuso parece estar dramáticamente presente en ciertas partes del mundo, no es un fenómeno limitado. En efecto, toda la Iglesia debe mirar con honestidad, hacer un discernimiento riguroso y actuar con decisión para evitar que se produzcan abusos en el futuro y hacer todo lo posible para fomentar la curación de las víctimas.
La importancia y el alcance universal de este desafío ha llevado al Papa Francisco a convocarnos a este encuentro, subrayando su compromiso y el compromiso de la Iglesia para afrontar esta crisis. Más aún, al invitar a los presidentes de las conferencias episcopales nacionales, está señalando cómo la Iglesia debe abordar esta crisis. Para él y para los que nos reunimos con él, será el camino de la colegialidad y de la sinodalidad. Esa manera de ser Iglesia, con la ayuda de Dios, formará y definirá cómo toda la Iglesia a nivel regional, nacional, local-diocesano, e incluso parroquial, asumirá la tarea de abordar el abuso sexual en la Iglesia.
Así, la sinodalidad puede ser vivida verdaderamente, incorporando todas las decisiones y las medidas resultantes en todos estos diferentes niveles - sobre una base vinculante. Esto incluye la participación de laicos, tanto hombres como mujeres. Al hacerlo, debemos seguir siendo honestos y preguntarnos: ¿Realmente queremos esto? ¿Qué estamos haciendo realmente para conseguirlo? ¿Estamos solo tomando medidas de coartada para una iglesia sinodal y, en realidad, queremos permanecer entre nosotros como obispos - en “nuestras” conferencias, en “nuestras” comisiones, en “nuestras” reuniones, en las que los no obispos y los no clérigos solo juegan un papel insignificante? Ahora no es el momento y el lugar para entrar en detalles, pero si no solo hablamos de una iglesia sinodal sino que también queremos vivirla, entonces también debemos aprender a practicar otras formas de gestión, y aprender cómo podemos llevar a cabo procesos sinodales. Si no hacemos todo esto, entonces el discurso de la sinodalidad en el contexto del tema del abuso solo sirve para ocultar comportamientos inconsistentes. Un ejemplo, en el campo crítico y difícil del abuso, sería desviar la responsabilidad hacia los laicos (hombres y mujeres), pero negándoles por el contrario la oportunidad de asumir la responsabilidad.
Permítanme enmarcar esto en una perspectiva personal. Ningún obispo debería decirse a sí mismo: “Me enfrento a estos problemas y desafíos solo”. Por pertenecer al colegio de los obispos en unión con el Santo Padre, todos compartimos la responsabilidad y la obligación de rendir cuentas. La colegialidad es un contexto esencial para tratar las heridas de los abusos infligidos a las víctimas y a la Iglesia en general. Nosotros, los obispos, tenemos que volver a menudo a las enseñanzas del Concilio Vaticano II, para encontrarnos en la misión y en el ministerio más amplio de la Iglesia. Consideren estas palabras de Lumen gentium: “Cada uno de los Obispos que es puesto al frente de una Iglesia particular, ejerce su poder pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios a él encomendada […] Pero en cuanto miembros del Colegio episcopal y como legítimos sucesores de los Apóstoles, todos y cada uno, en virtud de la institución y precepto de Cristo, están obligados a tener por la Iglesia universal aquella solicitud” (n.23).
El punto es claro. Ningún obispo puede decirse a sí mismo: “Este problema de abuso en la Iglesia no me concierne, porque las cosas son diferentes en mi parte del mundo”. Cada uno de nosotros es responsable de toda la iglesia. Juntos, tenemos responsabilidad y obligación de rendir cuentas. Extendemos nuestra preocupación más allá de nuestra Iglesia local para abarcar a todas las iglesias con las que estamos en comunión.
A medida que asumamos nuestro sentido colegiado y colectivo de responsabilidad y la obligación de rendir cuentas, inevitablemente nos encontraremos con cierta dialéctica. Porque nuestra colegialidad efectivamente expresa la variedad y universalidad del Pueblo de Dios, pero también la unidad del rebaño de Cristo. En otras palabras, hay una necesidad permanente de apreciar la gran diversidad en la experiencia vivida por las iglesias esparcidas por todo el mundo debido a su historia, cultura y costumbres. Al mismo tiempo, debemos también apreciar y fomentar nuestra unidad, nuestra única misión y propósito que es ser “como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG n.1). En nuestra Iglesia, necesitamos urgentemente un mayor desarrollo de las competencias interculturales, que en última instancia deben demostrar su valía mediante una comunicación intercultural exitosa, y una correspondiente toma de decisiones bien fundamentada.
En la práctica, esto significa que al abordar juntos el flagelo del abuso sexual, es decir, de manera colegiada, debemos hacerlo con una visión singular y unificada, así como con la flexibilidad y la capacidad de adaptación que se derivan de la diversidad de las personas y las situaciones bajo nuestra atención universal.
En este contexto, también debemos preguntarnos fundamentalmente si vivimos de manera adecuada lo que significan los conceptos de colegialidad y sinodalidad. La colegialidad y la sinodalidad no deben permanecer como conceptos teóricos, que se describen ampliamente pero que no se ponen en práctica. En este sentido, todavía veo mucho margen para nuevos desarrollos. Tal vez podamos avanzar, si podemos aclarar los siguientes puntos.
  • No se puede ignorar que tratar el tema del abuso de la manera correcta ha sido difícil para nosotros en la Iglesia por varias razones. Nosotros, como obispos, también somos responsables de esto. Para mí, esto plantea la pregunta: ¿Realmente entablamos una conversación abierta y señalamos honestamente a nuestros hermanos obispos o sacerdotes cuando notamos un comportamiento problemático en ellos? Debemos cultivar una cultura de correctio fraterna, que nos permita hacerlo sin ofendernos mutuamente y, al mismo tiempo, reconocer la crítica de un hermano como una oportunidad para cumplir mejor nuestras tareas.
  • Estrechamente relacionado con este punto está la voluntad de admitir personalmente los errores unos a otros, y de pedir ayuda, sin sentir la necesidad de mantener la pretensión de la propia perfección. ¿Realmente tenemos el tipo de relación fraternal, en la que en tales casos no tenemos que preocuparnos por dañarnos a nosotros mismos, simplemente porque mostramos debilidad?
  • Para un obispo, la relación con el Santo Padre tiene un significado constitutivo. Todo obispo está obligado a obedecer y seguir directamente al Santo Padre. Debemos preguntarnos honestamente, si sobre esta base a veces no pensamos que nuestra relación con los otros obispos no es tan importante, especialmente si los hermanos tienen una opinión diferente, y/o si sienten la necesidad de corregirnos. ¿Acaso ignoramos los aportes de nuestros hermanos, porque en última instancia solo el Papa puede darnos órdenes en cualquier caso, y por lo tanto la colegialidad es fácil de ignorar, o en tales casos no tiene ninguna influencia relevante?
  • Si en tales contextos nosotros mismos terminamos refiriéndonos siempre a Roma, no deberíamos preguntarnos por qué un cierto centralismo romano no tiene suficientemente en cuenta la diversidad de nuestra fraternidad, y nuestras competencias eclesiásticas locales y nuestras habilidades como pastores responsables de nuestras iglesias locales no se utilizan adecuadamente, y por lo tanto se resiente la colegialidad vivida de modo práctico. Si queremos y debemos revitalizar nuestra colegialidad, entonces también necesitamos una discusión entre la Curia Romana y nuestras conferencias episcopales. Siempre podemos asumir la responsabilidad de algo solo en la medida en que se nos permita hacerlo, y cuanta más responsabilidad se nos conceda, mejor podremos servir a nuestro propio rebaño.
  • Ya sea la relación entre nosotros los obispos locales y Roma, o la relación de los obispos entre sí, un aspecto importante debe ser claro. La colegialidad solo se puede vivir y practicar sobre la base de la comunicación. Debemos preguntarnos si realmente utilizamos todas las formas de comunicación modernas, regulares y sostenibles, o si todavía estamos rezagados. Sinceramente, creo que podríamos mejorar en este sentido, por ejemplo, tanto en lo que respecta a la rapidez del intercambio de información como a los modos de participación para la formación de la opinión y a los modos de debate.
Estoy firmemente convencido de que no hay alternativas reales a la colegialidad y la sinodalidad en nuestra interacción. Pero antes de notar algunas consecuencias prácticas para abordar el abuso sexual en la Iglesia desde una perspectiva colegial, permítanme resumir el desafío al que nos enfrentamos juntos.
El desafío del abuso sexual en la Iglesia
El abuso sexual de menores y adultos vulnerables en la Iglesia revela una compleja red de factores interconectados que incluyen: psicopatología, decisiones morales pecaminosas, ambientes sociales que permiten que ocurra el abuso, y a menudo respuestas institucionales y pastorales inadecuadas o claramente dañinas, o una falta de respuesta. Los abusos cometidos por clérigos (obispos, sacerdotes, diáconos) y otras personas que sirven en la Iglesia (por ejemplo, maestros, catequistas, entrenadores) derivan en daños incalculables, tanto directos como indirectos. Lo más importante es que el abuso inflige daño a los sobrevivientes. Este daño directo puede ser físico. Inevitablemente, es psicológico con todas las consecuencias a largo plazo de cualquier trauma emocional grave relacionado con una profunda traición a la confianza. Muy a menudo, es una forma de daño espiritual directo que remece la fe y perturba severamente el itinerario espiritual de aquellos que sufren abuso, a veces llevándolos a la desesperación.
El daño indirecto del abuso a menudo resulta de una respuesta institucional fallida o inadecuada al abuso sexual. Este tipo de respuesta indirecta y perjudicial podría incluir: no escuchar a las víctimas ni tomar en serio sus reclamaciones, no ampliar la atención y el apoyo a las víctimas y sus familias, dar prioridad a la protección de los asuntos institucionales y financieras (por ejemplo, “ocultando” los abusos y a los abusadores) por encima de la atención a las víctimas, no retirar a los abusadores de situaciones que les permitirían abusar de otras víctimas, y no ofrecer programas de formación y detección para los que trabajan con niños y adultos vulnerables. Por muy grave que sea el abuso directo de niños y adultos vulnerables, el daño indirecto infligido por aquellos con responsabilidad directiva dentro de la Iglesia puede ser peor al revictimizar a aquellos que ya han sufrido abuso.
Abordar el abuso sexual en la Iglesia representa un desafío complejo y multifacético, quizás sin precedentes en la historia de la Iglesia debido a las comunicaciones de hoy y a las conexiones globales. Esto hace que la colegialidad sea aún más decisiva en nuestra situación actual. Pero, ¿cómo debe responder una Iglesia colegial a ese desafío? Si utilizamos los elementos de la colegialidad como un lente para ver y abordar la crisis, quizás podamos empezar a hacer algún progreso. Sin duda, abordar la crisis no significa una solución rápida o definitiva. Tendremos que empezar con valentía y perseverar resueltamente en el camino juntos.
Por ahora, quiero señalar tres temas que considero especialmente importantes para nuestra reflexión: la justicia, la sanación y la peregrinación.
Justicia
El abuso sexual de otros, especialmente de menores, tiene sus raíces en un injusto sentido de derecho: “Puedo requerir a esta persona para mi uso y abuso”. Aunque el abuso sexual es muchas cosas, como una violación y una traición a la confianza, en su raíz es un acto de grave injusticia. Las víctimas-sobrevivientes hablan de su sentido de haber sido violadas injustamente. Una tarea fundamental que nos incumbe a todos, individual y colegialmente, es la de restablecer la justicia a quienes han sido violentados. Existen múltiples niveles en este proceso de restauración. Por supuesto, debemos defender y promover la justicia de Dios e implementar las normas de justicia que pertenecen a nuestra comunidad eclesial. La ley y el proceso eclesiástico deben ser implementados de manera justa y efectiva. Sin embargo, hay más en la historia.
El abuso sexual de menores y otras personas vulnerables no solo viola la ley divina y eclesiástica, sino que también es un comportamiento criminal público. La Iglesia no vive solo en un mundo aislado creado por ella. La Iglesia vive en el mundo y con el mundo. Aquellos que son culpables de un comportamiento criminal, en justicia tienen la obligación de rendir cuentas ante las autoridades civiles por dicho comportamiento. Aunque la Iglesia no es un agente del Estado, reconoce la autoridad legítima de la ley civil y del Estado. Por lo tanto, la Iglesia coopera con las autoridades civiles en estos asuntos para hacer justicia a los sobrevivientes y al orden civil.
Las complicaciones surgen cuando hay relaciones antagónicas entre la Iglesia y el Estado o, aún más dramáticamente, cuando el Estado persigue o está dispuesto a perseguir a la Iglesia. Este tipo de circunstancias subrayan la importancia de la colegialidad. Solo en una red de fuertes relaciones entre los obispos y las Iglesias locales que trabajan juntos, la Iglesia puede navegar por las turbulentas aguas del conflicto Iglesia-Estado y, al mismo tiempo, abordar adecuadamente el delito de abuso sexual. Hay una doble necesidad que solo la colegialidad puede abordar: la necesidad de una sabiduría compartida y la necesidad de un estímulo de apoyo.
Sanación
Además de defender la justicia, una Iglesia colegial defiende la sanación. Ciertamente, esa sanación debe llegar a las víctimas de los abusos. También debe extenderse a otras personas afectadas, incluidas las comunidades cuya confianza ha sido traicionada o puesta a prueba.
Para que la sanación sea efectiva, debe haber una comunicación clara, transparente y consistente de una Iglesia colegial con las víctimas, los miembros de la Iglesia y la sociedad en general. En esa comunicación, la Iglesia ofrece varios mensajes.
El primer mensaje, dirigido especialmente a las víctimas, es un acercamiento respetuoso y un reconocimiento honesto de su dolor y sufrimiento. Aunque esto parece obvio, no siempre se ha comunicado. Ignorar o minimizar lo que las víctimas han experimentado solo exacerba su dolor y retrasa su sanación. Dentro de una Iglesia colegial, podemos convocarnos unos a otros a la atención y a la compasión que nos permitan hacer este acercamiento y reconocimiento.
El segundo mensaje debe ser un ofrecimiento orientado a la sanación. Hay muchos caminos hacia la sanación, desde el asesoramiento profesional hasta los grupos de apoyo y otros medios. En una Iglesia colegial, podemos ejercitar nuestra imaginación y desarrollar estos diversos caminos de sanación que, a su vez, podemos comunicar a aquellos que están sufriendo.
Un tercer mensaje importante es identificar y aplicar medidas para proteger a los jóvenes y a las personas vulnerables de futuros abusos. Una vez más, se necesita una sabiduría colectiva y una imaginación compartida para desarrollar las formas de proteger a los jóvenes y evitar la tragedia del abuso. Esto puede suceder en una Iglesia colegial que asume la responsabilidad del futuro.
Un cuarto y último mensaje se dirige a la sociedad en general. Nuestro Santo Padre ha dicho sabia y correctamente que el abuso es un problema humano. No se limita, por supuesto, a la Iglesia. De hecho, es una realidad omnipresente y triste en todos los sectores de la vida. A partir de este momento particularmente difícil en la vida de la Iglesia, podemos -de nuevo en un contexto colegial- aprovechar y desarrollar recursos que pueden ser de gran utilidad para un mundo más amplio. La gracia de este momento puede ser nuestra capacidad de servir a una gran necesidad en el mundo desde nuestra experiencia en la Iglesia.
Peregrinación
Al enfrentarnos a la tragedia del abuso sexual en la Iglesia, al encontrarnos con el sufrimiento de las víctimas, como nunca somos conscientes de nuestra condición de pueblo peregrino de Dios. Sabemos que aun no hemos llegado a nuestro destino. Somos conscientes de que nuestro viaje no ha sido por un camino recto. El Concilio Vaticano II captó esto muy bien en Lumen gentium: “La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, a nosotros, y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y en cierta manera se anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia, ya aquí en la tierra, está adornada de verdadera santidad, aunque todavía imperfecta. Pero mientras no lleguen los cielos nuevos y la tierra nueva, donde mora la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas, que gimen con dolores de parto al presente en espera de la manifestación de los hijos de Dios” (n. 48).
Ser el pueblo peregrino de Dios no significa simplemente que tengamos un cierto estado inacabado, aunque efectivamente ese es el caso. Ser el pueblo peregrino de Dios significa que somos una comunidad llamada al continuo arrepentimiento y al continuo discernimiento. Debemos arrepentirnos -y hacerlo juntos, colegialmente- porque en el camino hemos fracasado. Necesitamos buscar el perdón. También debemos estar en un proceso de discernimiento continuo. En otras palabras, juntos o colegialmente, necesitamos mirar, esperar, observar y descubrir la dirección que Dios nos está dando en las circunstancias de nuestras vidas. Hay más por delante. A medida que se ha ido desarrollando la crisis de los abusos, nos hemos dado cuenta de que no existe una solución fácil ni rápida. Estamos llamados a avanzar paso a paso y juntos. Eso requiere discernimiento.
Conclusión
Recientemente, en un contexto muy diferente, los obispos del Congo se reunieron y actuaron colegiadamente. Con gran coraje y determinación, abordaron los desafíos sociales y políticos de su nación. Lo hicieron, no uno por uno, sino juntos, colegialmente. En su apoyo mutuo y compartido, dieron testimonio de lo que la colegialidad vivida puede significar y de lo eficaz que puede ser. Al reflexionar sobre la crisis de abuso que ha afligido a la Iglesia, hacemos bien en tomar su ejemplo y reconocer el poder de la colegialidad para abordar las cuestiones más difíciles que se nos plantean.
Para que podamos avanzar con un claro sentido de responsabilidad y rendición de cuentas en un contexto de colegialidad, a mi juicio, hay al menos cuatro requisitos que ofrezco para su consideración.
Para asumir la colegialidad con el fin de abordar nuestra responsabilidad y la obligación de rendir de cuentas, debemos:
  • declarar, o mejor, reivindicar nuestra identidad en el colegio apostólico unido al sucesor de Pedro, y debemos hacerlo con humildad y apertura;
  • armarnos de coraje y fortaleza, porque el camino a seguir no está trazado con gran detalle ni precisión;
  • abrazar el camino del discernimiento práctico, porque queremos cumplir lo que Dios quiere de nosotros en las circunstancias concretas de nuestras vidas;
  • estar dispuestos a pagar el precio de seguir la voluntad de Dios en circunstancias inciertas y dolorosas.
Si hacemos estas cosas, podremos avanzar colegialmente por un camino de responsabilidad y del deber de rendir de cuentas. Pero noten que todas estas acciones no son simplemente nuestras acciones, son obra del Espíritu Santo: reivindicar la identidad o saber quiénes somos, vivir con valor y fortaleza, discernir y ser generosos en el servicio. Así que, que la última palabra sea Veni, Sancte Spiritus, veni.
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La obligación de rendir cuentas en una Iglesia colegial y sinodal

 

Cardenal Oswald Gracias, Arzobispo de Bombay, India

Santa Sede - 22 de febrero de 2019

   

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El abuso sexual en la Iglesia Católica y la consiguiente incapacidad de abordarlo de una manera abierta, efectiva y rindiendo cuentas respecto a ello, ha causado una crisis multifacética que ha asediado y herido a la Iglesia, por no hablar de aquellos que han sido abusados. Aunque la experiencia del abuso parece estar dramáticamente presente en ciertas partes del mundo, no es un fenómeno limitado. En efecto, toda la Iglesia debe mirar con honestidad, hacer un discernimiento riguroso y actuar con decisión para evitar que se produzcan abusos en el futuro y hacer todo lo posible para fomentar la curación de las víctimas.
La importancia y el alcance universal de este desafío ha llevado al Papa Francisco a convocarnos a este encuentro, subrayando su compromiso y el compromiso de la Iglesia para afrontar esta crisis. Más aún, al invitar a los presidentes de las conferencias episcopales nacionales, está señalando cómo la Iglesia debe abordar esta crisis. Para él y para los que nos reunimos con él, será el camino de la colegialidad y de la sinodalidad. Esa manera de ser Iglesia, con la ayuda de Dios, formará y definirá cómo toda la Iglesia a nivel regional, nacional, local-diocesano, e incluso parroquial, asumirá la tarea de abordar el abuso sexual en la Iglesia.
Así, la sinodalidad puede ser vivida verdaderamente, incorporando todas las decisiones y las medidas resultantes en todos estos diferentes niveles - sobre una base vinculante. Esto incluye la participación de laicos, tanto hombres como mujeres. Al hacerlo, debemos seguir siendo honestos y preguntarnos: ¿Realmente queremos esto? ¿Qué estamos haciendo realmente para conseguirlo? ¿Estamos solo tomando medidas de coartada para una iglesia sinodal y, en realidad, queremos permanecer entre nosotros como obispos - en “nuestras” conferencias, en “nuestras” comisiones, en “nuestras” reuniones, en las que los no obispos y los no clérigos solo juegan un papel insignificante? Ahora no es el momento y el lugar para entrar en detalles, pero si no solo hablamos de una iglesia sinodal sino que también queremos vivirla, entonces también debemos aprender a practicar otras formas de gestión, y aprender cómo podemos llevar a cabo procesos sinodales. Si no hacemos todo esto, entonces el discurso de la sinodalidad en el contexto del tema del abuso solo sirve para ocultar comportamientos inconsistentes. Un ejemplo, en el campo crítico y difícil del abuso, sería desviar la responsabilidad hacia los laicos (hombres y mujeres), pero negándoles por el contrario la oportunidad de asumir la responsabilidad.
Permítanme enmarcar esto en una perspectiva personal. Ningún obispo debería decirse a sí mismo: “Me enfrento a estos problemas y desafíos solo”. Por pertenecer al colegio de los obispos en unión con el Santo Padre, todos compartimos la responsabilidad y la obligación de rendir cuentas. La colegialidad es un contexto esencial para tratar las heridas de los abusos infligidos a las víctimas y a la Iglesia en general. Nosotros, los obispos, tenemos que volver a menudo a las enseñanzas del Concilio Vaticano II, para encontrarnos en la misión y en el ministerio más amplio de la Iglesia. Consideren estas palabras de Lumen gentium: “Cada uno de los Obispos que es puesto al frente de una Iglesia particular, ejerce su poder pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios a él encomendada […] Pero en cuanto miembros del Colegio episcopal y como legítimos sucesores de los Apóstoles, todos y cada uno, en virtud de la institución y precepto de Cristo, están obligados a tener por la Iglesia universal aquella solicitud” (n.23).
El punto es claro. Ningún obispo puede decirse a sí mismo: “Este problema de abuso en la Iglesia no me concierne, porque las cosas son diferentes en mi parte del mundo”. Cada uno de nosotros es responsable de toda la iglesia. Juntos, tenemos responsabilidad y obligación de rendir cuentas. Extendemos nuestra preocupación más allá de nuestra Iglesia local para abarcar a todas las iglesias con las que estamos en comunión.
A medida que asumamos nuestro sentido colegiado y colectivo de responsabilidad y la obligación de rendir cuentas, inevitablemente nos encontraremos con cierta dialéctica. Porque nuestra colegialidad efectivamente expresa la variedad y universalidad del Pueblo de Dios, pero también la unidad del rebaño de Cristo. En otras palabras, hay una necesidad permanente de apreciar la gran diversidad en la experiencia vivida por las iglesias esparcidas por todo el mundo debido a su historia, cultura y costumbres. Al mismo tiempo, debemos también apreciar y fomentar nuestra unidad, nuestra única misión y propósito que es ser “como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG n.1). En nuestra Iglesia, necesitamos urgentemente un mayor desarrollo de las competencias interculturales, que en última instancia deben demostrar su valía mediante una comunicación intercultural exitosa, y una correspondiente toma de decisiones bien fundamentada.
En la práctica, esto significa que al abordar juntos el flagelo del abuso sexual, es decir, de manera colegiada, debemos hacerlo con una visión singular y unificada, así como con la flexibilidad y la capacidad de adaptación que se derivan de la diversidad de las personas y las situaciones bajo nuestra atención universal.
En este contexto, también debemos preguntarnos fundamentalmente si vivimos de manera adecuada lo que significan los conceptos de colegialidad y sinodalidad. La colegialidad y la sinodalidad no deben permanecer como conceptos teóricos, que se describen ampliamente pero que no se ponen en práctica. En este sentido, todavía veo mucho margen para nuevos desarrollos. Tal vez podamos avanzar, si podemos aclarar los siguientes puntos.
  • No se puede ignorar que tratar el tema del abuso de la manera correcta ha sido difícil para nosotros en la Iglesia por varias razones. Nosotros, como obispos, también somos responsables de esto. Para mí, esto plantea la pregunta: ¿Realmente entablamos una conversación abierta y señalamos honestamente a nuestros hermanos obispos o sacerdotes cuando notamos un comportamiento problemático en ellos? Debemos cultivar una cultura de correctio fraterna, que nos permita hacerlo sin ofendernos mutuamente y, al mismo tiempo, reconocer la crítica de un hermano como una oportunidad para cumplir mejor nuestras tareas.
  • Estrechamente relacionado con este punto está la voluntad de admitir personalmente los errores unos a otros, y de pedir ayuda, sin sentir la necesidad de mantener la pretensión de la propia perfección. ¿Realmente tenemos el tipo de relación fraternal, en la que en tales casos no tenemos que preocuparnos por dañarnos a nosotros mismos, simplemente porque mostramos debilidad?
  • Para un obispo, la relación con el Santo Padre tiene un significado constitutivo. Todo obispo está obligado a obedecer y seguir directamente al Santo Padre. Debemos preguntarnos honestamente, si sobre esta base a veces no pensamos que nuestra relación con los otros obispos no es tan importante, especialmente si los hermanos tienen una opinión diferente, y/o si sienten la necesidad de corregirnos. ¿Acaso ignoramos los aportes de nuestros hermanos, porque en última instancia solo el Papa puede darnos órdenes en cualquier caso, y por lo tanto la colegialidad es fácil de ignorar, o en tales casos no tiene ninguna influencia relevante?
  • Si en tales contextos nosotros mismos terminamos refiriéndonos siempre a Roma, no deberíamos preguntarnos por qué un cierto centralismo romano no tiene suficientemente en cuenta la diversidad de nuestra fraternidad, y nuestras competencias eclesiásticas locales y nuestras habilidades como pastores responsables de nuestras iglesias locales no se utilizan adecuadamente, y por lo tanto se resiente la colegialidad vivida de modo práctico. Si queremos y debemos revitalizar nuestra colegialidad, entonces también necesitamos una discusión entre la Curia Romana y nuestras conferencias episcopales. Siempre podemos asumir la responsabilidad de algo solo en la medida en que se nos permita hacerlo, y cuanta más responsabilidad se nos conceda, mejor podremos servir a nuestro propio rebaño.
  • Ya sea la relación entre nosotros los obispos locales y Roma, o la relación de los obispos entre sí, un aspecto importante debe ser claro. La colegialidad solo se puede vivir y practicar sobre la base de la comunicación. Debemos preguntarnos si realmente utilizamos todas las formas de comunicación modernas, regulares y sostenibles, o si todavía estamos rezagados. Sinceramente, creo que podríamos mejorar en este sentido, por ejemplo, tanto en lo que respecta a la rapidez del intercambio de información como a los modos de participación para la formación de la opinión y a los modos de debate.
Estoy firmemente convencido de que no hay alternativas reales a la colegialidad y la sinodalidad en nuestra interacción. Pero antes de notar algunas consecuencias prácticas para abordar el abuso sexual en la Iglesia desde una perspectiva colegial, permítanme resumir el desafío al que nos enfrentamos juntos.
El desafío del abuso sexual en la Iglesia
El abuso sexual de menores y adultos vulnerables en la Iglesia revela una compleja red de factores interconectados que incluyen: psicopatología, decisiones morales pecaminosas, ambientes sociales que permiten que ocurra el abuso, y a menudo respuestas institucionales y pastorales inadecuadas o claramente dañinas, o una falta de respuesta. Los abusos cometidos por clérigos (obispos, sacerdotes, diáconos) y otras personas que sirven en la Iglesia (por ejemplo, maestros, catequistas, entrenadores) derivan en daños incalculables, tanto directos como indirectos. Lo más importante es que el abuso inflige daño a los sobrevivientes. Este daño directo puede ser físico. Inevitablemente, es psicológico con todas las consecuencias a largo plazo de cualquier trauma emocional grave relacionado con una profunda traición a la confianza. Muy a menudo, es una forma de daño espiritual directo que remece la fe y perturba severamente el itinerario espiritual de aquellos que sufren abuso, a veces llevándolos a la desesperación.
El daño indirecto del abuso a menudo resulta de una respuesta institucional fallida o inadecuada al abuso sexual. Este tipo de respuesta indirecta y perjudicial podría incluir: no escuchar a las víctimas ni tomar en serio sus reclamaciones, no ampliar la atención y el apoyo a las víctimas y sus familias, dar prioridad a la protección de los asuntos institucionales y financieras (por ejemplo, “ocultando” los abusos y a los abusadores) por encima de la atención a las víctimas, no retirar a los abusadores de situaciones que les permitirían abusar de otras víctimas, y no ofrecer programas de formación y detección para los que trabajan con niños y adultos vulnerables. Por muy grave que sea el abuso directo de niños y adultos vulnerables, el daño indirecto infligido por aquellos con responsabilidad directiva dentro de la Iglesia puede ser peor al revictimizar a aquellos que ya han sufrido abuso.
Abordar el abuso sexual en la Iglesia representa un desafío complejo y multifacético, quizás sin precedentes en la historia de la Iglesia debido a las comunicaciones de hoy y a las conexiones globales. Esto hace que la colegialidad sea aún más decisiva en nuestra situación actual. Pero, ¿cómo debe responder una Iglesia colegial a ese desafío? Si utilizamos los elementos de la colegialidad como un lente para ver y abordar la crisis, quizás podamos empezar a hacer algún progreso. Sin duda, abordar la crisis no significa una solución rápida o definitiva. Tendremos que empezar con valentía y perseverar resueltamente en el camino juntos.
Por ahora, quiero señalar tres temas que considero especialmente importantes para nuestra reflexión: la justicia, la sanación y la peregrinación.
Justicia
El abuso sexual de otros, especialmente de menores, tiene sus raíces en un injusto sentido de derecho: “Puedo requerir a esta persona para mi uso y abuso”. Aunque el abuso sexual es muchas cosas, como una violación y una traición a la confianza, en su raíz es un acto de grave injusticia. Las víctimas-sobrevivientes hablan de su sentido de haber sido violadas injustamente. Una tarea fundamental que nos incumbe a todos, individual y colegialmente, es la de restablecer la justicia a quienes han sido violentados. Existen múltiples niveles en este proceso de restauración. Por supuesto, debemos defender y promover la justicia de Dios e implementar las normas de justicia que pertenecen a nuestra comunidad eclesial. La ley y el proceso eclesiástico deben ser implementados de manera justa y efectiva. Sin embargo, hay más en la historia.
El abuso sexual de menores y otras personas vulnerables no solo viola la ley divina y eclesiástica, sino que también es un comportamiento criminal público. La Iglesia no vive solo en un mundo aislado creado por ella. La Iglesia vive en el mundo y con el mundo. Aquellos que son culpables de un comportamiento criminal, en justicia tienen la obligación de rendir cuentas ante las autoridades civiles por dicho comportamiento. Aunque la Iglesia no es un agente del Estado, reconoce la autoridad legítima de la ley civil y del Estado. Por lo tanto, la Iglesia coopera con las autoridades civiles en estos asuntos para hacer justicia a los sobrevivientes y al orden civil.
Las complicaciones surgen cuando hay relaciones antagónicas entre la Iglesia y el Estado o, aún más dramáticamente, cuando el Estado persigue o está dispuesto a perseguir a la Iglesia. Este tipo de circunstancias subrayan la importancia de la colegialidad. Solo en una red de fuertes relaciones entre los obispos y las Iglesias locales que trabajan juntos, la Iglesia puede navegar por las turbulentas aguas del conflicto Iglesia-Estado y, al mismo tiempo, abordar adecuadamente el delito de abuso sexual. Hay una doble necesidad que solo la colegialidad puede abordar: la necesidad de una sabiduría compartida y la necesidad de un estímulo de apoyo.
Sanación
Además de defender la justicia, una Iglesia colegial defiende la sanación. Ciertamente, esa sanación debe llegar a las víctimas de los abusos. También debe extenderse a otras personas afectadas, incluidas las comunidades cuya confianza ha sido traicionada o puesta a prueba.
Para que la sanación sea efectiva, debe haber una comunicación clara, transparente y consistente de una Iglesia colegial con las víctimas, los miembros de la Iglesia y la sociedad en general. En esa comunicación, la Iglesia ofrece varios mensajes.
El primer mensaje, dirigido especialmente a las víctimas, es un acercamiento respetuoso y un reconocimiento honesto de su dolor y sufrimiento. Aunque esto parece obvio, no siempre se ha comunicado. Ignorar o minimizar lo que las víctimas han experimentado solo exacerba su dolor y retrasa su sanación. Dentro de una Iglesia colegial, podemos convocarnos unos a otros a la atención y a la compasión que nos permitan hacer este acercamiento y reconocimiento.
El segundo mensaje debe ser un ofrecimiento orientado a la sanación. Hay muchos caminos hacia la sanación, desde el asesoramiento profesional hasta los grupos de apoyo y otros medios. En una Iglesia colegial, podemos ejercitar nuestra imaginación y desarrollar estos diversos caminos de sanación que, a su vez, podemos comunicar a aquellos que están sufriendo.
Un tercer mensaje importante es identificar y aplicar medidas para proteger a los jóvenes y a las personas vulnerables de futuros abusos. Una vez más, se necesita una sabiduría colectiva y una imaginación compartida para desarrollar las formas de proteger a los jóvenes y evitar la tragedia del abuso. Esto puede suceder en una Iglesia colegial que asume la responsabilidad del futuro.
Un cuarto y último mensaje se dirige a la sociedad en general. Nuestro Santo Padre ha dicho sabia y correctamente que el abuso es un problema humano. No se limita, por supuesto, a la Iglesia. De hecho, es una realidad omnipresente y triste en todos los sectores de la vida. A partir de este momento particularmente difícil en la vida de la Iglesia, podemos -de nuevo en un contexto colegial- aprovechar y desarrollar recursos que pueden ser de gran utilidad para un mundo más amplio. La gracia de este momento puede ser nuestra capacidad de servir a una gran necesidad en el mundo desde nuestra experiencia en la Iglesia.
Peregrinación
Al enfrentarnos a la tragedia del abuso sexual en la Iglesia, al encontrarnos con el sufrimiento de las víctimas, como nunca somos conscientes de nuestra condición de pueblo peregrino de Dios. Sabemos que aun no hemos llegado a nuestro destino. Somos conscientes de que nuestro viaje no ha sido por un camino recto. El Concilio Vaticano II captó esto muy bien en Lumen gentium: “La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, a nosotros, y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y en cierta manera se anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia, ya aquí en la tierra, está adornada de verdadera santidad, aunque todavía imperfecta. Pero mientras no lleguen los cielos nuevos y la tierra nueva, donde mora la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas, que gimen con dolores de parto al presente en espera de la manifestación de los hijos de Dios” (n. 48).
Ser el pueblo peregrino de Dios no significa simplemente que tengamos un cierto estado inacabado, aunque efectivamente ese es el caso. Ser el pueblo peregrino de Dios significa que somos una comunidad llamada al continuo arrepentimiento y al continuo discernimiento. Debemos arrepentirnos -y hacerlo juntos, colegialmente- porque en el camino hemos fracasado. Necesitamos buscar el perdón. También debemos estar en un proceso de discernimiento continuo. En otras palabras, juntos o colegialmente, necesitamos mirar, esperar, observar y descubrir la dirección que Dios nos está dando en las circunstancias de nuestras vidas. Hay más por delante. A medida que se ha ido desarrollando la crisis de los abusos, nos hemos dado cuenta de que no existe una solución fácil ni rápida. Estamos llamados a avanzar paso a paso y juntos. Eso requiere discernimiento.
Conclusión
Recientemente, en un contexto muy diferente, los obispos del Congo se reunieron y actuaron colegiadamente. Con gran coraje y determinación, abordaron los desafíos sociales y políticos de su nación. Lo hicieron, no uno por uno, sino juntos, colegialmente. En su apoyo mutuo y compartido, dieron testimonio de lo que la colegialidad vivida puede significar y de lo eficaz que puede ser. Al reflexionar sobre la crisis de abuso que ha afligido a la Iglesia, hacemos bien en tomar su ejemplo y reconocer el poder de la colegialidad para abordar las cuestiones más difíciles que se nos plantean.
Para que podamos avanzar con un claro sentido de responsabilidad y rendición de cuentas en un contexto de colegialidad, a mi juicio, hay al menos cuatro requisitos que ofrezco para su consideración.
Para asumir la colegialidad con el fin de abordar nuestra responsabilidad y la obligación de rendir de cuentas, debemos:
  • declarar, o mejor, reivindicar nuestra identidad en el colegio apostólico unido al sucesor de Pedro, y debemos hacerlo con humildad y apertura;
  • armarnos de coraje y fortaleza, porque el camino a seguir no está trazado con gran detalle ni precisión;
  • abrazar el camino del discernimiento práctico, porque queremos cumplir lo que Dios quiere de nosotros en las circunstancias concretas de nuestras vidas;
  • estar dispuestos a pagar el precio de seguir la voluntad de Dios en circunstancias inciertas y dolorosas.
Si hacemos estas cosas, podremos avanzar colegialmente por un camino de responsabilidad y del deber de rendir de cuentas. Pero noten que todas estas acciones no son simplemente nuestras acciones, son obra del Espíritu Santo: reivindicar la identidad o saber quiénes somos, vivir con valor y fortaleza, discernir y ser generosos en el servicio. Así que, que la última palabra sea Veni, Sancte Spiritus, veni.