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Artículo publicado en la edición Nº 1.185 (ENERO-MARZO 2015) Autor: Jaime Ortiz de Lazcano, Vicario Judicial del Tribunal Eclesiástico Metropolitano Para citar: Ortiz de Lazcano, Jaime; Dimensión pastoral del proceso de nulidad matrimonial, en La Revista Católica, Nº1.185, enero-marzo 2015, pp. 59-67.
 
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Cuarta y útlima fase del proceso de nulidad matrimonial canónico Jaime Ortiz de Lazcano, pbro. Vicario Judicial Tribunal Eclesiástico Metropolitano

 
En primer lugar, hay que considerar que justicia en la Iglesia, no se hace sólo en el Tribunal Eclesiástico. Justicia se realiza cuando en el seno del matrimonio y de la familia, por el bien y la armonía conyugal y familiar, se renuncia al bien personal; justicia se hace cuando dos personas que han tenido un problema entre sí, se reconcilian y se abuenan; justicia se hace también en el confesionario, cuando con arrepentimiento y dolor de los pecados, el penitente confiesa sus pecados, proponiéndose no pecar más, y el Señor, a través del Sacerdote, luego de impuesta la penitencia, le perdona los pecados. Sin embargo, en aquellas ocasiones en las que en esas instancias no se ha podido hacer justicia, se hace necesario recurrir al Tribunal Eclesiástico, que viene a ser como la UTI de la Iglesia, en donde, personas especializadas en la administración de la justicia en situaciones contenciosas y de conflicto, profesionalmente preparadas y con la asistencia especial del Espíritu Santo, y en nombre del Señor, son capaces de hacer justicia, es decir, de proporcionar la luz que proporciona la justicia en la vida de la persona.
A este respecto, hay que decir que la JUSTICIA no es algo automático ni fácil, pues es una realidad que necesariamente se construye y va de la mano con la VERDAD y la CARIDAD. Se trata de una tríada en donde, o bien concurren las tres, o por el contrario no se da ninguna. Si falta una de las tres, entonces no se da ninguna. Una Justicia que no se basa y apoya en la verdad de los hechos ocurridos, se corrompe en sí misma y se convierte en una vulgar mentira, en algo falso, y de consecuencia lejos de ser caridad, genera perjuicio a la persona. Así mismo, una caridad que no es fruto de la justicia, se convierte en una decisión inicua, que lesiona a la persona y a la comunidad, desintegrando por ello la verdad. Por último, una verdad que no lleva a la caridad, se desmiente a sí misma, haciendo imposible que proporcione como resultado algo justo. En realidad, estos tres elementos configuran un trípode, en donde o los tres están, se sostienen y se retroalimentan; o por el contrario, faltando alguno de ellos, los otros dos se contaminan de manera inevitable e irreversible y desaparecen.
En relación con el proceso contencioso de nulidad matrimonial, y digo contencioso, por dos motivos, por un lado, porque confluyen intereses distintos y contrapuestos, y por otro lado, porque se ha de regir obligatoriamente por el Derecho Procesal Matrimonial Canónico, tipificado en el Libro VII del Código de Derecho Canónico, hay que distinguir los distintos intereses que concurren.
¿Cuáles son los intereses distintos y contrapuestos que confluyen en el proceso de nulidad matrimonial canónico? Son muchos, enumeraremos algunos de ellos:
A) La presunción de que el matrimonio goza del favor del derecho, tal y como estipula el canon 1060 CIC.
B) La creencia de que las partes en el momento del consentimiento ‘echaron toda la carne en la parrilla’, es decir, la presunción de que ambos sabían lo que estaban haciendo y querían a la hora de consentir, lo mismo que la Iglesia Católica quiere y entiende.
C) Luego del curso de preparación al matrimonio, y una vez realizado el expediente de la Información Matrimonial con el Sacerdote o la persona autorizada por el Párroco, los contrayentes se supone que están debidamente preparados para prestar el consentimiento matrimonial válidamente.
D) El fracaso matrimonial, el cual ha derribado por tierra todos los lindos proyectos y todas las buenas intenciones que hicieron que las partes decidieran casarse.
E) La historia, donde aparecen muchos problemas y desamores, en ocasiones irreparables.
F) La presencia de los hijos, los cuales, son siempre prueba del amor de los esposos y, por tanto, elemento que defiende el vínculo matrimonial.
G) La decisión de uno de los esposos, llamado Parte Actora, de iniciar el proceso de nulidad matrimonial canónico, solicitando al Tribunal Eclesiástico que investigue sobre la eventual nulidad de su matrimonio Sacramento.
H) La posibilidad que tiene la contraparte, llamada Parte Convenida, de oponerse a la nulidad, de presentar excepciones, y de constituirse con un abogado que defienda sus intereses.
I) La presencia del Defensor del Vínculo, que es el Fiscal que defiende el bien público en la Iglesia, y por tanto en este caso, el vínculo sacramental, etc.
Como acabo de exponer y de enumerar, son muchos y distintos los intereses que confluyen y conflictúan en sede de proceso de nulidad matrimonial canónico; sin embargo, el elemento que predomina sobre todo es el dolor, un dolor enorme. Personas que se enamoraron, que llegaron a compenetrarse de tal manera durante el pololeo y posterior noviazgo, que finalmente decidieron unir sus vidas para siempre, renunciando a su vida personal a favor y en pro del bien del otro. Ambos se comprometieron y emitieron su consentimiento con tanta ilusión y con tanta esperanza. En ese momento era como ‘una nave espacial que partía a recorrer el universo, teniendo que navegar por galaxias desconocidas, pero que tenía como combustible el amor’. El matrimonio cristiano, el matrimonio Sacramento, es una verdadera aventura, donde más allá del buen hacer y del compromiso de los esposos, aparece la presencia de Jesucristo que invita a los esposos a hacer Pascua con él; es decir, a morir y a resucitar con él, pues todos los Sacramentos nos unen de manera inseparable al misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo.
La dinámica que se desarrolla pues en el Tribunal Eclesiástico, en el proceso de nulidad matrimonial canónico, es eminentemente pastoral; esto no quiere decir que no se haga justicia, pero cuando la justicia, va de la mano con la verdad y la caridad; es decir, cuando la justicia nace de la verdad y produce como fruto en su aplicación la caridad, tiene como objeto siempre el bien de la persona, que es el fin de la pastoral y el fin de la codificación canónica, tal como reza el último canon del Código de Derecho Canónico, 1752. Toda la codificación canónica tiene como fin y como horizonte la ‘Salus Animarum’, es decir, la salvación de las almas, el bien de las personas.
Cuando la persona llega al Tribunal Eclesiástico, siempre concurre en ella una suerte de temor reverencial, pues llegar al Tribunal, por más que este sea de la Iglesia, impone respeto y nerviosismo. Además, la persona llega muy herida, pues aquello que en un principio era el sueño de su vida, aquello que marcaba definitivamente un antes y un después en su vida, se convirtió finalmente y de manera muy traumática, en la peor de las pesadillas, en un sufrimiento enorme, en una herida que le dejará marca y que tendrá consecuencias, seguramente, para siempre. Paradójicamente, aquello que tenía que ser la fuente de la felicidad, de la dicha, del gozo, significó sin embargo la matriz y origen del desamor, del sin sentido. Efectivamente, la persona que se acerca al tribunal llega herida, contrariada, confundida, y además, metida por así decir en su propia trinchera, con una visión demasiado unilateral de lo que pasó, necesitada por tanto de que se le dé mayor luz para poder entender los acontecimientos ocurridos; dicho en lenguaje teológico y cristiano, necesita ver cómo su historia de dolor puede ser redimida, y así, de manera lenta, gradual pero efectiva, convertirse en historia de salvación.
Vamos a poder ver cómo el paso de la persona por el Tribunal Eclesiástico no genera únicamente una justicia objetiva y aséptica, sino también una sanación interior del corazón de las partes, la obtención de una luz, de una sabiduría que las ayuda a entender mucho mejor qué es lo que pasó y por qué ocurrió. De una manera u otra, siempre hay algún grado de responsabilidad en la persona que discernió mal en todo el proceso de pololeo y noviazgo, y que decidió emitir el consentimiento, cuando en realidad existía algún vicio o vicios que impedían que allí pudiera nacer el Sacramento.
¿Qué es lo que ocurrió? A este respecto, es necesario hacer un comentario a nivel de premisa sobre la relación de pololeo y noviazgo. El pololeo y el noviazgo son el tiempo en el que las partes, es decir, el hombre y la mujer, tienen que responderse a sí mismos la pregunta fundamental, la ‘madre’ de todas las preguntas. ¿Es mi pololo/a, mi novio/a, mi prometido/a, el hombre/mujer de mi vida? No basta verificar que se siente cariño, afecto, atracción física, atracción sexual, complicidad, incluso dependencia, sino que los elementos fundamentales para poder tener la seguridad mínima requerida para verificar que la respuesta es sí, se necesita ver en el otro/a, la persona sin la cual, la vida personal no tiene sentido de ser vivida. Con el otro/a, yo me proyecto en una aventura que terminará cuando Dios quiera, y a la que la muerte no pueden destruir; concibo al otro/a como el compañero/a de mi vida, quien quiero que sea el padre/madre de mis hijos, etc. Si efectivamente el pololo/a, novio/a, prometido/a, responde a estos anhelos interiores afirmativamente, entonces quiere decir que es la persona de mi vida y se dan los presupuestos fundamentales para poder emitir el consentimiento. Si por el contrario, no puedo responder de esa manera a las preguntas, pues hay cariño, afecto, atracción, incluso dependencia, pero no me proyecto de la manera requerida con él/ella, entonces será una temeridad emitir el consentimiento, pues el matrimonio nacería con los cimientos demasiado débiles, y seguramente, al primer problema significativo, la sociedad conyugal de vida y amor, se derrumbaría.
Esto, hace necesario un pequeño comentario sobre la mejor manera de vivir la relación de pololeo y noviazgo. Tiempo, desde luego, tan importante éste; tiempo de conocerse, de acercarse, de ver si salta la chispa del verdadero amor, o por el contrario, se vislumbra que es una relación donde la incompatibilidad hace inviable una relación de mayor calidad y unión. En realidad, el pololeo es un arte, pues generalmente la persona tiene que manejar, cosa nada fácil, una gran cantidad de sentimientos que la otra persona provoca en uno.
El pololeo/noviazgo, es el tiempo en donde la relación entre los pololos/novios, va creciendo gradualmente en todas las facetas: conocimiento de la otra persona, de su historia, gustos, afinidad con ella, necesidad mayor a medida que pasa el tiempo de su presencia, de escuchar su voz, etc. Si el pololeo/noviazgo es bien llevado y vivido, se va produciendo de manera natural una complementariedad entre ambos, es algo así como dos piezas distintas, que sin embargo van encajando cada vez mejor, y van proyectando la bella posibilidad de llegar a convertirse en una sola realidad. Igualmente, si tocamos el tema tan importante y necesario de la intimidad en el pololeo/noviazgo, hay que evidenciar que existe una intimidad muy lícita y aconsejable en este tipo de relación: la necesidad de la presencia de la otra persona, de escuchar su voz, de tocarla y sentirla, es tan normal y necesario el caminar tomándose de la mano, el abrazar a la otra persona, el besarla y manifestar así el amor que uno siente.
De la misma manera, el amor, el cual está dotado de dos coordenadas necesarias e insustituibles, que son la verdad y la eternidad, me obliga a que, puesto que todavía la otra persona no me pertenece, entonces la tengo que respetar y todavía no me es lícito apropiarme de ella, precisamente porque todavía no me pertenece. Efectivamente, el amor, si es amor de verdad, incluye el tiempo. No se puede amar por diez minutos, o por un año, etc., sino que el amor es de tal fuerza y magnitud, que implica el tiempo como coordenada, pero un tiempo que no tiene fin. Efectivamente, un amor circunscrito a un tiempo determinado, sería entonces del todo fraudulento. Ciertamente, la condición para verificar que el amor es verdadero, es que nada puede destruirlo, y por lo tanto supera las barreras propias de las dificultades superando incluso la muerte. Si todavía me encuentro en condición de pololo/novio/prometido, entonces todavía la otra persona no me pertenece, y entonces porque la amo de verdad, no puedo poseerla, pues cometería una acción falsa, le haría daño, y ¡quién va a querer dañar a la persona amada! La actitud que corresponde entre los pololos/novios/prometidos desde el punto de vista de la intimidad sexual, no puede ser otra que la del respeto. Hay, por tanto, una intimidad no solo lícita sino muy necesaria y recomendable entre los pololos/novios/prometidos, pero hay otra intimidad, es decir, la que hace referencia a las relaciones sexuales entre los mismos, que no solo es ilícita, sino que es altamente perjudicial para ellos.
El participar en la relación de pololeo/noviazgo de bienes que son propios de la vida matrimonial y conyugal, tales como son el vivir juntos o vacacionar juntos, el tener relaciones sexuales, el tener hijos, compartir el dinero y los bienes, etc., lejos de producir un mayor conocimiento de la otra persona y así mejorar el discernimiento del otro/a, generan un vicio en la relación de ambos, y distorsionan su mirada sobre el otro/a, impidiendo así responder a la pregunta que es principal y que hemos formulado anteriormente: ¿Es mi pololo/a, novio/a, prometido/a el hombre/mujer de mi vida? El compartir la vida, el hogar, el cuerpo y la sexualidad, generan vínculos tan potentes que me impiden discernir de manera libre sobre la otra persona. ¡Cuántas veces en el Tribunal Eclesiástico hemos podido verificar, que personas que jamás deberían haberse casado lo hicieron condicionados, precisamente por el vínculo producido por haber vivido una intimidad no adecuada durante su período de pololeo/noviazgo!
Tal vez alguno dirá: Pero ¿por qué es necesario el consentimiento matrimonial, solemne, ritual, bajo la forma canónica, para poder tener intimidad sexual con la otra persona, o para poder vivir con ella, etc.? Efectivamente esto parece un contrasentido en un momento de la sociedad en el que se quiere legalizar cualquier tipo de convivencia entre personas, llamando además familia a cualquier tipo de relación. Es muy curioso esto, porque cuando, por un lado, la sociedad cada vez se obliga más a sí misma a manifestar la propia voluntad a través del compromiso público, sin embargo, por otro lado, a la relación matrimonial, familiar, se le quiere quitar lo ritual, lo contractual, lo solemne. En Chile, acabamos de ver cómo personas, ya sean del mismo o de distinto sexo, van a poder vivir en pareja accediendo a una serie de derechos, sin la necesidad de comprometerse entre ellas y por tanto, de tener que casarse. Es totalmente contradictorio, pues resulta que si uno va al supermercado para comprar mercadería, tiene que manifestar que quiere esa mercadería pagando con dinero y manifestando así su voluntad. No digamos si uno quiere comprar un vehículo o una casa, tiene que solemnizar a través del contrato de compraventa, todo lo que la ley estipula para llevar a efecto su voluntad. Y, sin embargo, para algo de primer orden en importancia como es la relación conyugal y familiar, se le trata de cualquier manera, eliminando toda solemnidad y ritualidad, y reduciendo así la relación afectiva entre personas a cualquier cosa.
Evidentemente, no podemos hablar de la situación que las personas viven cuando se acercan al Tribunal Eclesiástico, sin hacer algún tipo de alusión al cómo han vivido y desde qué perspectiva afrontaron todo el período del pololeo, noviazgo. No obstante, luego de haber hecho algún comentario necesario sobre dicho período tan importante a la hora de decidir sobre si se daban los elementos fundamentales para poder casarse o no, ahora hemos de volver al tema que nos ocupa. Como deja claro la codificación canónica, todo bautizado, que ha vivido un fracaso matrimonial, tiene derecho a acercarse al Tribunal Eclesiástico y solicitar que éste verifique si su matrimonio fue válido o no. Si por una parte, como hemos afirmado anteriormente, el matrimonio goza del favor del derecho; es decir, mientras no se prueba la nulidad, se presume la validez del mismo, sin embargo, igualmente la codificación canónica explicita que basta que en la demanda que hace la Parte Actora haya indicio o sospecha de nulidad, para que el Tribunal Eclesiástico tenga que aceptar la causa y tenga que proceder a su análisis siguiendo las normas del derecho procesal matrimonial canónico, tipificadas en el Libro VII del Código de Derecho Canónico.
En este sentido, no es ni normal ni habitual, que las personas se acerquen directamente a las oficinas del Tribunal Eclesiástico, sino que lo más habitual y normal es que sea a través del párroco o del sacerdote, que se les instruya sobre la posibilidad de recurrir al Tribunal Eclesiástico para dilucidar y verificar si tiene sentido realizar el proceso de nulidad matrimonial o no. La trinchera pastoral más habitual en donde el bautizado abre su corazón y busca ayuda, es en la parroquia o en la conversación con algún sacerdote amigo o de confianza, con el cual el bautizado, que ha vivido la dolorosísima experiencia del fracaso matrimonial, abre el corazón y decodifica todo lo vivido y ocurrido. Este tipo de encuentros se desarrollan generalmente sin prisa, dedicándole el tiempo que se merecen; en muchas ocasiones, se trata más bien de un período largo de acompañamiento, transcurriendo distintas sesiones, y en donde, luego de un acurado discernimiento del sacerdote, se plantea la posibilidad de recurrir al Tribunal Eclesiástico, a la UTI de la Iglesia, para dilucidar si aquella situación vivida, aquella contienda que a ambos ilusionó tanto y que sin embargo después hizo sufrir tanto, era algo querido por Dios o no.
Una vez, que la persona, con el acompañamiento y consejo del sacerdote, discierne que la posibilidad de acudir al Tribunal de la Iglesia para vislumbrar qué es lo que verdaderamente ocurrió, decisión ésta que tiene que tomar la persona, es plausible, entonces hay que ver la manera de acompañarla para que no tenga que presentarse sola en el Tribunal Eclesiástico, sino que se sienta ayudada, protegida, acompañada. Es muy importante, que este paso que físicamente es tan sencillo, pero que existencialmente es tan difícil, no tenga que ser dado por la persona sola, sino que pueda ser acompañada por alguien. Puede ser el sacerdote que la atendió durante ese último tiempo, o una persona de confianza del Sacerdote o de la persona, sea quien vaya con ella al Tribunal Eclesiástico, el hecho es que uno no se sienta solo en una situación como aquella.
Desde el momento en el que la persona se acerca a las oficinas del Tribunal Eclesiástico, que en Santiago están en el Edificio Catedral, Catedral 1063 - 7° Piso, Santiago Centro, luego de acogerla de la mejor manera, pues ya hemos afirmado al principio de este artículo que el hecho de llegar al Tribunal, por más que éste sea de la Iglesia, siempre genera y proporciona una suerte de temor reverencial, de miedo, de respeto, etc. Sin embargo, al llegar la persona al Tribunal Eclesiástico, el cual se encuentra en la dirección indicada, y que atiende de lunes a viernes, de 9.00 a.m. – 18.00 p.m., la persona encontrará la mejor acogida, una Madre que la está esperando con el corazón dispuesto, y un Padre con los brazos abiertos. Si algo tenemos claro en el Tribunal Eclesiástico, es que la persona llega herida, con mucho sufrimiento, con gran confusión, consciente del drama que significa el fracaso matrimonial, pero sin las herramientas para decodificar las causas de lo sucedido.
Si bien, será ya en el próximo artículo cuando entraremos de lleno para ir recorriendo el proceso de nulidad matrimonial canónica; sin embargo, es muy importante dejar bien claro en qué consiste la investigación que se realiza en el Tribunal Eclesiástico. Hay que descartar de frentón, cualquier tipo de explicación que homologue el proceso de nulidad matrimonial canónico, con el divorcio civil u otras formas civiles. El matrimonio Sacramento es indisoluble, es decir, que no hay autoridad en la tierra que pueda disolver el vínculo matrimonial. Si el Sacramento está, entonces es indisoluble. Ahora bien, puede ser que existan situaciones en las cuales, a priori, tengamos serias dudas de que en esa realidad conyugal pueda existir el Sacramento. El proceso de nulidad matrimonial canónico, lo que hace es investigar muy seriamente el momento del consentimiento, y discernir si el “sí quiero” de las partes fue suficiente para hacer nacer el vínculo sacramental, o si, por el contrario, el “sí quiero” de las partes estuvo afectado por un vicio, por un impedimento, por alguna incapacidad, de tal magnitud o gravedad que impidieran que naciera el vínculo sacramental. Si esto fuera así, entonces la Iglesia, tiene la autoridad para dictaminar que en aquella ocasión no nació el vínculo sacramental.
 
El panadero Terencio Neo y su esposa, fresco de Pompeya, actualmente en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles, Italia.
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Artículo publicado en la edición Nº 1.185 (ENERO-MARZO 2015) Autor: Jaime Ortiz de Lazcano, Vicario Judicial del Tribunal Eclesiástico Metropolitano Para citar: Ortiz de Lazcano, Jaime; Dimensión pastoral del proceso de nulidad matrimonial, en La Revista Católica, Nº1.185, enero-marzo 2015, pp. 59-67.
 
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Cuarta y útlima fase del proceso de nulidad matrimonial canónico Jaime Ortiz de Lazcano, pbro. Vicario Judicial Tribunal Eclesiástico Metropolitano

 
En primer lugar, hay que considerar que justicia en la Iglesia, no se hace sólo en el Tribunal Eclesiástico. Justicia se realiza cuando en el seno del matrimonio y de la familia, por el bien y la armonía conyugal y familiar, se renuncia al bien personal; justicia se hace cuando dos personas que han tenido un problema entre sí, se reconcilian y se abuenan; justicia se hace también en el confesionario, cuando con arrepentimiento y dolor de los pecados, el penitente confiesa sus pecados, proponiéndose no pecar más, y el Señor, a través del Sacerdote, luego de impuesta la penitencia, le perdona los pecados. Sin embargo, en aquellas ocasiones en las que en esas instancias no se ha podido hacer justicia, se hace necesario recurrir al Tribunal Eclesiástico, que viene a ser como la UTI de la Iglesia, en donde, personas especializadas en la administración de la justicia en situaciones contenciosas y de conflicto, profesionalmente preparadas y con la asistencia especial del Espíritu Santo, y en nombre del Señor, son capaces de hacer justicia, es decir, de proporcionar la luz que proporciona la justicia en la vida de la persona.
A este respecto, hay que decir que la JUSTICIA no es algo automático ni fácil, pues es una realidad que necesariamente se construye y va de la mano con la VERDAD y la CARIDAD. Se trata de una tríada en donde, o bien concurren las tres, o por el contrario no se da ninguna. Si falta una de las tres, entonces no se da ninguna. Una Justicia que no se basa y apoya en la verdad de los hechos ocurridos, se corrompe en sí misma y se convierte en una vulgar mentira, en algo falso, y de consecuencia lejos de ser caridad, genera perjuicio a la persona. Así mismo, una caridad que no es fruto de la justicia, se convierte en una decisión inicua, que lesiona a la persona y a la comunidad, desintegrando por ello la verdad. Por último, una verdad que no lleva a la caridad, se desmiente a sí misma, haciendo imposible que proporcione como resultado algo justo. En realidad, estos tres elementos configuran un trípode, en donde o los tres están, se sostienen y se retroalimentan; o por el contrario, faltando alguno de ellos, los otros dos se contaminan de manera inevitable e irreversible y desaparecen.
En relación con el proceso contencioso de nulidad matrimonial, y digo contencioso, por dos motivos, por un lado, porque confluyen intereses distintos y contrapuestos, y por otro lado, porque se ha de regir obligatoriamente por el Derecho Procesal Matrimonial Canónico, tipificado en el Libro VII del Código de Derecho Canónico, hay que distinguir los distintos intereses que concurren.
¿Cuáles son los intereses distintos y contrapuestos que confluyen en el proceso de nulidad matrimonial canónico? Son muchos, enumeraremos algunos de ellos:
A) La presunción de que el matrimonio goza del favor del derecho, tal y como estipula el canon 1060 CIC.
B) La creencia de que las partes en el momento del consentimiento ‘echaron toda la carne en la parrilla’, es decir, la presunción de que ambos sabían lo que estaban haciendo y querían a la hora de consentir, lo mismo que la Iglesia Católica quiere y entiende.
C) Luego del curso de preparación al matrimonio, y una vez realizado el expediente de la Información Matrimonial con el Sacerdote o la persona autorizada por el Párroco, los contrayentes se supone que están debidamente preparados para prestar el consentimiento matrimonial válidamente.
D) El fracaso matrimonial, el cual ha derribado por tierra todos los lindos proyectos y todas las buenas intenciones que hicieron que las partes decidieran casarse.
E) La historia, donde aparecen muchos problemas y desamores, en ocasiones irreparables.
F) La presencia de los hijos, los cuales, son siempre prueba del amor de los esposos y, por tanto, elemento que defiende el vínculo matrimonial.
G) La decisión de uno de los esposos, llamado Parte Actora, de iniciar el proceso de nulidad matrimonial canónico, solicitando al Tribunal Eclesiástico que investigue sobre la eventual nulidad de su matrimonio Sacramento.
H) La posibilidad que tiene la contraparte, llamada Parte Convenida, de oponerse a la nulidad, de presentar excepciones, y de constituirse con un abogado que defienda sus intereses.
I) La presencia del Defensor del Vínculo, que es el Fiscal que defiende el bien público en la Iglesia, y por tanto en este caso, el vínculo sacramental, etc.
Como acabo de exponer y de enumerar, son muchos y distintos los intereses que confluyen y conflictúan en sede de proceso de nulidad matrimonial canónico; sin embargo, el elemento que predomina sobre todo es el dolor, un dolor enorme. Personas que se enamoraron, que llegaron a compenetrarse de tal manera durante el pololeo y posterior noviazgo, que finalmente decidieron unir sus vidas para siempre, renunciando a su vida personal a favor y en pro del bien del otro. Ambos se comprometieron y emitieron su consentimiento con tanta ilusión y con tanta esperanza. En ese momento era como ‘una nave espacial que partía a recorrer el universo, teniendo que navegar por galaxias desconocidas, pero que tenía como combustible el amor’. El matrimonio cristiano, el matrimonio Sacramento, es una verdadera aventura, donde más allá del buen hacer y del compromiso de los esposos, aparece la presencia de Jesucristo que invita a los esposos a hacer Pascua con él; es decir, a morir y a resucitar con él, pues todos los Sacramentos nos unen de manera inseparable al misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo.
La dinámica que se desarrolla pues en el Tribunal Eclesiástico, en el proceso de nulidad matrimonial canónico, es eminentemente pastoral; esto no quiere decir que no se haga justicia, pero cuando la justicia, va de la mano con la verdad y la caridad; es decir, cuando la justicia nace de la verdad y produce como fruto en su aplicación la caridad, tiene como objeto siempre el bien de la persona, que es el fin de la pastoral y el fin de la codificación canónica, tal como reza el último canon del Código de Derecho Canónico, 1752. Toda la codificación canónica tiene como fin y como horizonte la ‘Salus Animarum’, es decir, la salvación de las almas, el bien de las personas.
Cuando la persona llega al Tribunal Eclesiástico, siempre concurre en ella una suerte de temor reverencial, pues llegar al Tribunal, por más que este sea de la Iglesia, impone respeto y nerviosismo. Además, la persona llega muy herida, pues aquello que en un principio era el sueño de su vida, aquello que marcaba definitivamente un antes y un después en su vida, se convirtió finalmente y de manera muy traumática, en la peor de las pesadillas, en un sufrimiento enorme, en una herida que le dejará marca y que tendrá consecuencias, seguramente, para siempre. Paradójicamente, aquello que tenía que ser la fuente de la felicidad, de la dicha, del gozo, significó sin embargo la matriz y origen del desamor, del sin sentido. Efectivamente, la persona que se acerca al tribunal llega herida, contrariada, confundida, y además, metida por así decir en su propia trinchera, con una visión demasiado unilateral de lo que pasó, necesitada por tanto de que se le dé mayor luz para poder entender los acontecimientos ocurridos; dicho en lenguaje teológico y cristiano, necesita ver cómo su historia de dolor puede ser redimida, y así, de manera lenta, gradual pero efectiva, convertirse en historia de salvación.
Vamos a poder ver cómo el paso de la persona por el Tribunal Eclesiástico no genera únicamente una justicia objetiva y aséptica, sino también una sanación interior del corazón de las partes, la obtención de una luz, de una sabiduría que las ayuda a entender mucho mejor qué es lo que pasó y por qué ocurrió. De una manera u otra, siempre hay algún grado de responsabilidad en la persona que discernió mal en todo el proceso de pololeo y noviazgo, y que decidió emitir el consentimiento, cuando en realidad existía algún vicio o vicios que impedían que allí pudiera nacer el Sacramento.
¿Qué es lo que ocurrió? A este respecto, es necesario hacer un comentario a nivel de premisa sobre la relación de pololeo y noviazgo. El pololeo y el noviazgo son el tiempo en el que las partes, es decir, el hombre y la mujer, tienen que responderse a sí mismos la pregunta fundamental, la ‘madre’ de todas las preguntas. ¿Es mi pololo/a, mi novio/a, mi prometido/a, el hombre/mujer de mi vida? No basta verificar que se siente cariño, afecto, atracción física, atracción sexual, complicidad, incluso dependencia, sino que los elementos fundamentales para poder tener la seguridad mínima requerida para verificar que la respuesta es sí, se necesita ver en el otro/a, la persona sin la cual, la vida personal no tiene sentido de ser vivida. Con el otro/a, yo me proyecto en una aventura que terminará cuando Dios quiera, y a la que la muerte no pueden destruir; concibo al otro/a como el compañero/a de mi vida, quien quiero que sea el padre/madre de mis hijos, etc. Si efectivamente el pololo/a, novio/a, prometido/a, responde a estos anhelos interiores afirmativamente, entonces quiere decir que es la persona de mi vida y se dan los presupuestos fundamentales para poder emitir el consentimiento. Si por el contrario, no puedo responder de esa manera a las preguntas, pues hay cariño, afecto, atracción, incluso dependencia, pero no me proyecto de la manera requerida con él/ella, entonces será una temeridad emitir el consentimiento, pues el matrimonio nacería con los cimientos demasiado débiles, y seguramente, al primer problema significativo, la sociedad conyugal de vida y amor, se derrumbaría.
Esto, hace necesario un pequeño comentario sobre la mejor manera de vivir la relación de pololeo y noviazgo. Tiempo, desde luego, tan importante éste; tiempo de conocerse, de acercarse, de ver si salta la chispa del verdadero amor, o por el contrario, se vislumbra que es una relación donde la incompatibilidad hace inviable una relación de mayor calidad y unión. En realidad, el pololeo es un arte, pues generalmente la persona tiene que manejar, cosa nada fácil, una gran cantidad de sentimientos que la otra persona provoca en uno.
El pololeo/noviazgo, es el tiempo en donde la relación entre los pololos/novios, va creciendo gradualmente en todas las facetas: conocimiento de la otra persona, de su historia, gustos, afinidad con ella, necesidad mayor a medida que pasa el tiempo de su presencia, de escuchar su voz, etc. Si el pololeo/noviazgo es bien llevado y vivido, se va produciendo de manera natural una complementariedad entre ambos, es algo así como dos piezas distintas, que sin embargo van encajando cada vez mejor, y van proyectando la bella posibilidad de llegar a convertirse en una sola realidad. Igualmente, si tocamos el tema tan importante y necesario de la intimidad en el pololeo/noviazgo, hay que evidenciar que existe una intimidad muy lícita y aconsejable en este tipo de relación: la necesidad de la presencia de la otra persona, de escuchar su voz, de tocarla y sentirla, es tan normal y necesario el caminar tomándose de la mano, el abrazar a la otra persona, el besarla y manifestar así el amor que uno siente.
De la misma manera, el amor, el cual está dotado de dos coordenadas necesarias e insustituibles, que son la verdad y la eternidad, me obliga a que, puesto que todavía la otra persona no me pertenece, entonces la tengo que respetar y todavía no me es lícito apropiarme de ella, precisamente porque todavía no me pertenece. Efectivamente, el amor, si es amor de verdad, incluye el tiempo. No se puede amar por diez minutos, o por un año, etc., sino que el amor es de tal fuerza y magnitud, que implica el tiempo como coordenada, pero un tiempo que no tiene fin. Efectivamente, un amor circunscrito a un tiempo determinado, sería entonces del todo fraudulento. Ciertamente, la condición para verificar que el amor es verdadero, es que nada puede destruirlo, y por lo tanto supera las barreras propias de las dificultades superando incluso la muerte. Si todavía me encuentro en condición de pololo/novio/prometido, entonces todavía la otra persona no me pertenece, y entonces porque la amo de verdad, no puedo poseerla, pues cometería una acción falsa, le haría daño, y ¡quién va a querer dañar a la persona amada! La actitud que corresponde entre los pololos/novios/prometidos desde el punto de vista de la intimidad sexual, no puede ser otra que la del respeto. Hay, por tanto, una intimidad no solo lícita sino muy necesaria y recomendable entre los pololos/novios/prometidos, pero hay otra intimidad, es decir, la que hace referencia a las relaciones sexuales entre los mismos, que no solo es ilícita, sino que es altamente perjudicial para ellos.
El participar en la relación de pololeo/noviazgo de bienes que son propios de la vida matrimonial y conyugal, tales como son el vivir juntos o vacacionar juntos, el tener relaciones sexuales, el tener hijos, compartir el dinero y los bienes, etc., lejos de producir un mayor conocimiento de la otra persona y así mejorar el discernimiento del otro/a, generan un vicio en la relación de ambos, y distorsionan su mirada sobre el otro/a, impidiendo así responder a la pregunta que es principal y que hemos formulado anteriormente: ¿Es mi pololo/a, novio/a, prometido/a el hombre/mujer de mi vida? El compartir la vida, el hogar, el cuerpo y la sexualidad, generan vínculos tan potentes que me impiden discernir de manera libre sobre la otra persona. ¡Cuántas veces en el Tribunal Eclesiástico hemos podido verificar, que personas que jamás deberían haberse casado lo hicieron condicionados, precisamente por el vínculo producido por haber vivido una intimidad no adecuada durante su período de pololeo/noviazgo!
Tal vez alguno dirá: Pero ¿por qué es necesario el consentimiento matrimonial, solemne, ritual, bajo la forma canónica, para poder tener intimidad sexual con la otra persona, o para poder vivir con ella, etc.? Efectivamente esto parece un contrasentido en un momento de la sociedad en el que se quiere legalizar cualquier tipo de convivencia entre personas, llamando además familia a cualquier tipo de relación. Es muy curioso esto, porque cuando, por un lado, la sociedad cada vez se obliga más a sí misma a manifestar la propia voluntad a través del compromiso público, sin embargo, por otro lado, a la relación matrimonial, familiar, se le quiere quitar lo ritual, lo contractual, lo solemne. En Chile, acabamos de ver cómo personas, ya sean del mismo o de distinto sexo, van a poder vivir en pareja accediendo a una serie de derechos, sin la necesidad de comprometerse entre ellas y por tanto, de tener que casarse. Es totalmente contradictorio, pues resulta que si uno va al supermercado para comprar mercadería, tiene que manifestar que quiere esa mercadería pagando con dinero y manifestando así su voluntad. No digamos si uno quiere comprar un vehículo o una casa, tiene que solemnizar a través del contrato de compraventa, todo lo que la ley estipula para llevar a efecto su voluntad. Y, sin embargo, para algo de primer orden en importancia como es la relación conyugal y familiar, se le trata de cualquier manera, eliminando toda solemnidad y ritualidad, y reduciendo así la relación afectiva entre personas a cualquier cosa.
Evidentemente, no podemos hablar de la situación que las personas viven cuando se acercan al Tribunal Eclesiástico, sin hacer algún tipo de alusión al cómo han vivido y desde qué perspectiva afrontaron todo el período del pololeo, noviazgo. No obstante, luego de haber hecho algún comentario necesario sobre dicho período tan importante a la hora de decidir sobre si se daban los elementos fundamentales para poder casarse o no, ahora hemos de volver al tema que nos ocupa. Como deja claro la codificación canónica, todo bautizado, que ha vivido un fracaso matrimonial, tiene derecho a acercarse al Tribunal Eclesiástico y solicitar que éste verifique si su matrimonio fue válido o no. Si por una parte, como hemos afirmado anteriormente, el matrimonio goza del favor del derecho; es decir, mientras no se prueba la nulidad, se presume la validez del mismo, sin embargo, igualmente la codificación canónica explicita que basta que en la demanda que hace la Parte Actora haya indicio o sospecha de nulidad, para que el Tribunal Eclesiástico tenga que aceptar la causa y tenga que proceder a su análisis siguiendo las normas del derecho procesal matrimonial canónico, tipificadas en el Libro VII del Código de Derecho Canónico.
En este sentido, no es ni normal ni habitual, que las personas se acerquen directamente a las oficinas del Tribunal Eclesiástico, sino que lo más habitual y normal es que sea a través del párroco o del sacerdote, que se les instruya sobre la posibilidad de recurrir al Tribunal Eclesiástico para dilucidar y verificar si tiene sentido realizar el proceso de nulidad matrimonial o no. La trinchera pastoral más habitual en donde el bautizado abre su corazón y busca ayuda, es en la parroquia o en la conversación con algún sacerdote amigo o de confianza, con el cual el bautizado, que ha vivido la dolorosísima experiencia del fracaso matrimonial, abre el corazón y decodifica todo lo vivido y ocurrido. Este tipo de encuentros se desarrollan generalmente sin prisa, dedicándole el tiempo que se merecen; en muchas ocasiones, se trata más bien de un período largo de acompañamiento, transcurriendo distintas sesiones, y en donde, luego de un acurado discernimiento del sacerdote, se plantea la posibilidad de recurrir al Tribunal Eclesiástico, a la UTI de la Iglesia, para dilucidar si aquella situación vivida, aquella contienda que a ambos ilusionó tanto y que sin embargo después hizo sufrir tanto, era algo querido por Dios o no.
Una vez, que la persona, con el acompañamiento y consejo del sacerdote, discierne que la posibilidad de acudir al Tribunal de la Iglesia para vislumbrar qué es lo que verdaderamente ocurrió, decisión ésta que tiene que tomar la persona, es plausible, entonces hay que ver la manera de acompañarla para que no tenga que presentarse sola en el Tribunal Eclesiástico, sino que se sienta ayudada, protegida, acompañada. Es muy importante, que este paso que físicamente es tan sencillo, pero que existencialmente es tan difícil, no tenga que ser dado por la persona sola, sino que pueda ser acompañada por alguien. Puede ser el sacerdote que la atendió durante ese último tiempo, o una persona de confianza del Sacerdote o de la persona, sea quien vaya con ella al Tribunal Eclesiástico, el hecho es que uno no se sienta solo en una situación como aquella.
Desde el momento en el que la persona se acerca a las oficinas del Tribunal Eclesiástico, que en Santiago están en el Edificio Catedral, Catedral 1063 - 7° Piso, Santiago Centro, luego de acogerla de la mejor manera, pues ya hemos afirmado al principio de este artículo que el hecho de llegar al Tribunal, por más que éste sea de la Iglesia, siempre genera y proporciona una suerte de temor reverencial, de miedo, de respeto, etc. Sin embargo, al llegar la persona al Tribunal Eclesiástico, el cual se encuentra en la dirección indicada, y que atiende de lunes a viernes, de 9.00 a.m. – 18.00 p.m., la persona encontrará la mejor acogida, una Madre que la está esperando con el corazón dispuesto, y un Padre con los brazos abiertos. Si algo tenemos claro en el Tribunal Eclesiástico, es que la persona llega herida, con mucho sufrimiento, con gran confusión, consciente del drama que significa el fracaso matrimonial, pero sin las herramientas para decodificar las causas de lo sucedido.
Si bien, será ya en el próximo artículo cuando entraremos de lleno para ir recorriendo el proceso de nulidad matrimonial canónica; sin embargo, es muy importante dejar bien claro en qué consiste la investigación que se realiza en el Tribunal Eclesiástico. Hay que descartar de frentón, cualquier tipo de explicación que homologue el proceso de nulidad matrimonial canónico, con el divorcio civil u otras formas civiles. El matrimonio Sacramento es indisoluble, es decir, que no hay autoridad en la tierra que pueda disolver el vínculo matrimonial. Si el Sacramento está, entonces es indisoluble. Ahora bien, puede ser que existan situaciones en las cuales, a priori, tengamos serias dudas de que en esa realidad conyugal pueda existir el Sacramento. El proceso de nulidad matrimonial canónico, lo que hace es investigar muy seriamente el momento del consentimiento, y discernir si el “sí quiero” de las partes fue suficiente para hacer nacer el vínculo sacramental, o si, por el contrario, el “sí quiero” de las partes estuvo afectado por un vicio, por un impedimento, por alguna incapacidad, de tal magnitud o gravedad que impidieran que naciera el vínculo sacramental. Si esto fuera así, entonces la Iglesia, tiene la autoridad para dictaminar que en aquella ocasión no nació el vínculo sacramental.
 
El panadero Terencio Neo y su esposa, fresco de Pompeya, actualmente en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles, Italia.