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Artículo publicado en la edición Nº 1.193 (ENERO- MARZO 2017) Autor: Francisco Walker, pbro., Tribunal Eclesiástico de Santiago Para citar: Walker, Francisco; La Unción de los enfermos, el perdón de los pecados y la confesión previa, en La Revista Católica, Nº1.193, enero-marzo 2017, pp. 69-82.
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La Unción de los enfermos, el perdón de los pecados y la confesión previa Francisco Walker, pbro. Tribunal Eclesiástico, Arzobispado de Santiago

“Con la sagrada Unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, toda la Iglesia entera encomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado para que los alivie y los salve. Incluso los anima a unirse libremente a la pasión y muerte de Cristo y contribuir, así, al bien del Pueblo de Dios” (LG 11).
 
Más allá de las distintas acentuaciones y formas rituales que ha conocido a lo largo de los siglos, el sacramento de la Unción de los enfermos ha sido siempre parte muy importante de la solicitud pastoral de la Iglesia por los enfermos. Instituido por Jesucristo como sacramento de la Nueva Alianza, se encuentra ya insinuado en el evangelio según San Marcos y recomendado y promulgado en la carta del apóstol Santiago (cf. Conc. de Trento: DS 1695 y CCE 1511). El Concilio Vaticano II, a la luz de la renovada visión de la Liturgia y los sacramentos que se plasma en las Constituciones Lumen Gentium y Sacrosanctum Concilium, decretó la revisión del rito de la Unción de los enfermos (cf. SC 73 – 75). La renovación conciliar en lo que respecta a este sacramento, entendida siempre en continuidad y con la Tradición, se encuentra plasmada en diversos documentos posteriores: la Constitución Apostólica Sacram unctionem infirmorum, promulgada por el Papa Pablo VI en 1972 y el nuevo Ordo para la Unción y cuidado pastoral de los enfermos, aprobado conjuntamente por el mismo Pontífice, que contiene el nuevo Rito del sacramento; el Código de Derecho Canónico para la Iglesia latina, de 1983 (cf. cc. 998 – 1007) y el Código de cánones de las Iglesias orientales, de 1990 (cf. cc. 737 – 742); y el Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado el año 1992 (cf. nn. 1499 – 1532).
 
A lo largo de este artículo, no pretendo abordar todos los aspectos de la administración del sacramento que presentan interés o pueden plantear alguna duda, desde el punto de vista canónico y pastoral. Me quiero centrar principalmente en un aspecto, no siempre claro en algunos fieles, cual es el de los efectos del sacramento de la Unción de los enfermos, y particularmente, la relación del sacramento con el perdón de los pecados. Una recta comprensión de esta relación es importante para establecer las disposiciones que debe tener el fiel que desea recibir el sacramento y la eventual necesidad que éste tiene de recibir previamente el sacramento de la Penitencia o reconciliación.
1. Los efectos del sacramento de la Unción de los enfermos
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la Penitencia y la Unción de los enfermos son los dos sacramentos de curación mediante los cuales la Iglesia, con la fuerza del Espíritu Santo, continúa la obra de sanación de Cristo que vino a curar y salvar al hombre entero (cf. n. 1421).
Bajo esta perspectiva de la curación deben ser entendidos los efectos propios del sacramento de la Unción de los enfermos. Por la enfermedad y la ancianidad, el hombre ve debilitada sus fuerzas, tanto físicas como espirituales, y necesita ser fortalecido y sanado en su alma para poder unirse en su estado de debilidad a la Pasión de Cristo para bien de toda la Iglesia, y eventualmente, prepararse también para la partida a la casa del Padre (1). Y como Cristo vino a salvar al hombre entero, mediante el sacramento de la Unción se implora también para el enfermo el don de la salud corporal, si aprovecha al bien de su alma.
Desde el punto de vista de la historia del sacramento, esta perspectiva de sanación ha estado siempre presente, aunque en alguna época se haya acentuado más algún aspecto de la sanación, y en otra, otros aspectos. De manera muy resumida, se puede señalar que las fuentes de los primeros siglos (fórmulas de bendición del óleo y autores eclesiásticos), hasta la época carolingia, ponen énfasis en la sanación corporal del enfermo. En este período, por tanto, el sacramento tiene una función principalmente terapéutica, aunque de un modo más implícito, dado el nexo bíblico entre enfermedad y pecado que las fuentes tienen presente, está también una dimensión penitencial. A partir de los siglos VII y VIII, época en que surgen los primeros rituales, y a lo largo de todo el medioevo, esta dimensión penitencial se irá paulatinamente explicitando y acentuando, a la vez que el sacramento se va vinculando cada vez más a la preparación inmediata para la muerte. Los efectos del sacramento de la Unción se van asimilando cada vez más a los efectos del sacramento de la Penitencia, pasando a ser una especie de ‘penitencia ad mortem’, adquiriendo así cada vez más una dimensión escatológica (2). El desarrollo de estos siglos, que se evidencia tanto en los rituales como en la reflexión de los grandes teólogos medievales, desembocará en las definiciones del Concilio de Trento y luego en el Ritual Romano de 1614, el cual estará vigente en la Iglesia latina hasta el año 1972, fecha en que fue promulgado el nuevo Ritual fruto de la renovación del Concilio Vaticano II.
El Decreto sobre el sacramento de la extremaunción del Concilio de Trento, promulgado el año 1551, en lo que se refiere a los efectos del sacramento, va a desarrollar lo que escuetamente había enseñado el Decreto para los Armenios en el Concilio de Florencia, poco más de un siglo antes: “El efecto es la salud del alma y, en cuanto convenga, también la del cuerpo mismo” (DzS 1324). Enseña el tridentino: “Esta realidad (se refiere al efecto del sacramento) es la gracia del Espíritu Santo, cuya unción limpia las culpas (si queda alguna por expiar) y las reliquias del pecado, y alivia y fortalece el alma del enfermo [canon 2], excitando en él una grande confianza en la divina misericordia. Ayudado el enfermo con ella, soporta con más facilidad las incomodidades y trabajos de la enfermedad, resiste mejor las tentaciones del demonio […] y, a veces, recobra la salud del cuerpo, si es que conviene para la salud del alma” (DzS 1696).
El Concilio Vaticano II no trata directamente de los efectos de este sacramento, pero sí da algunas indicaciones que enriquecen la comprensión de los efectos enseñados por el Concilio de Trento, los cuales son sin duda siempre válidos, al ser parte del depósito doctrinal de la Iglesia Católica. Estas indicaciones del Vaticano II van en una doble dirección. Por una parte, se supera una comprensión estricta del peligro de muerte necesario para la recepción del sacramento para señalarse ahora que se trata de un peligro inicial, y por lo mismo el Concilio indica que es más apropiado que a partir de ahora el sacramento se denomine “Unción de los enfermos”, más que “extremaunción” (cf. SC 73). Y, por otra parte, el párrafo de LG 11 citado al inicio de este artículo subraya la dimensión cristológica del sacramento, en cuanto unión a la Pasión de Cristo, y también la dimensión eclesiológica, en cuanto es toda la Iglesia la que encomienda y acompaña al enfermo.
El Concilio Vaticano II recoge la renovación teológica iniciada en las décadas anteriores, y a la vez suscita la reflexión posterior. El año 1972, como hemos señalado, recogiendo las indicaciones de SC 74 y 75, son promulgados conjuntamente la Const. Ap. Sacram Unctionem infirmorum y el nuevo Ordo o Ritual para la Iglesia latina. Uno de los elementos más significativos de la Const. Ap. del Papa Beato Pablo VI es el cambio de la fórmula sacramental, buscando que “se expresen más claramente los efectos sacramentales”. En efecto, queda superado el carácter predominantemente penitencial de la fórmula del Ritual de 1614 (“…indulgeat tibi Dominus quidquid deliquisti…”) para incorporar una perspectiva más integral de la sanación producida por el sacramento: es la gracia del Espíritu Santo la que libera del pecado, concede la salvación y conforta en la enfermedad. Luego, los praenotandadel nuevo Ritual, mirando la enfermedad a la luz del misterio de la salvación, van a enfatizar que la gracia del sacramento “socorre y salva a la persona humana en su totalidad” (n. 6).
Toda la reflexión suscitada y desarrollada a partir del Vaticano II va a quedar finalmente plasmada en el Catecismo de la Iglesia Católica, el cual recoge de un modo autorizado y seguro la fe de la Iglesia (cf. Const. Ap. Fidei depositum). Los nn. 1520 – 1523 desarrollan los efectos del sacramento de la Unción de los enfermos. Una “síntesis fiel y segura” (3) de los mismos es la que presenta el Compendio del Catecismo: “El sacramento de la Unción confiere una gracia particular, que une más íntimamente al enfermo a la Pasión de Cristo, por su bien y el de toda la Iglesia, otorgándole fortaleza, paz, ánimo y también el perdón de los pecados, si el enfermo no ha podido confesarse. Además, este sacramento concede a veces, si Dios lo quiere, la recuperación de la salud física. En todo caso, esta Unción prepara al enfermo para pasar a la Casa del Padre” (n. 319).
En conclusión, más allá de los énfasis propios de cada época histórica, la Iglesia ha profesado siempre que el sacramento de la Unción de los enfermos ha sido instituido para la sanación del hombre en su totalidad. Esta sanación es ante todo la del alma, debilitada y enferma por el pecado y sus consecuencias, entre otras, la debilidad que causa la enfermedad en el alma misma; y la del cuerpo, si conviene a la salud espiritual. Administrando el sacramento, la Iglesia continúa la obra de sanación de Cristo, la cual es signo anticipado de la redención realizada por el misterio pascual, redención que alcanza todas las realidades humanas, incluidas la enfermedad y la muerte.
2. Relación entre el sacramento de la Penitencia y la Unción de los enfermos
A partir de lo visto en los párrafos anteriores, de modo más o menos explícito, el perdón de los pecados ha sido siempre considerado uno de los efectos del sacramento de la Unción. Por lo demás, así lo dice el texto del Apóstol Santiago (cf. 5, 15) y lo declara solemnemente el Concilio de Trento (cf. DzS 1717: “Si alguno dijere que la santa unción de los enfermos no […] perdona los pecados […] sea anatema”). Sin embargo, la Iglesia ha enseñado y practicado siempre que, en circunstancias ordinarias, la confesión sacramental de los pecados debe preceder a la administración de la Unción de los enfermos. ¿Por qué esta previa necesidad del sacramento de la Penitencia si la Unción perdona los pecados? Es lo que trataré de explicar a continuación.
Ante todo, tanto las fuentes doctrinales como litúrgicas han recordado siempre la previa necesidad de la Reconciliación sacramental, al menos en el caso de que quien vaya a recibir la Unción hubiere cometido pecados graves. El documento magisterial más antiguo conocido sobre el sacramento de la Unción es la carta del Papa Inocencio I al obispo de Gubbio el año 416. Entre otras cosas, el Pontífice señala que “no se puede ungir a los penitentes, porque es éste un género de sacramento. Y a quienes se niegan los otros sacramentos, ¿cómo puede pensarse que se conceda uno de ellos?” (DzS 216). Recordemos que estamos en los siglos de la Penitencia pública; los penitentes son aquellos que, habiendo confesado un pecado grave, normalmente al Obispo, están cumpliendo un período penitencial y todavía no han sido reconciliados. Por tanto, para ser ungido, el fiel tenía que estar previamente reconciliado. Todas las fuentes conocidas del primer milenio concuerdan en esta práctica (4).
Si se analizan los rituales que van del s. VIII (aparición de los primeros rituales) hasta fines del período medieval, se pueden distinguir dos fases: hasta el siglo XIII, existe un único ritual, que comprende, en este orden, la visita al enfermo, la reconciliación, la Unción y el viático; a partir del s. XIII se van separando estos pasos, en rituales distintos, pero manteniendo el nexo entre ambos. Lo interesante es que no obstante asemejarse cada vez más los efectos de la Unción a los de la Penitencia, e incluso cuando en algún momento se tiende a integrar ambos sacramentos en un único rito, la Unción supone siempre la previa Reconciliación, entendida ella como un complemento de la obra de purificación iniciada por esta última (5). Más tarde, como ya hemos dicho, el Concilio de Trento va a señalar que la Unción limpia las culpas “si queda alguna por expiar”, lo que supone que ordinariamente ellas han sido ya expiadas por otro medio (6). De hecho, el Catecismo Romano, hablando de las disposiciones necesarias para la Unción, enseña que “fue siempre constante costumbre de la Iglesia anteponer a la extremaunción la administración de la penitencia”. Y lo mismo decía el Ritual de 1614, agregando “si tempus et infirmi conditio permittat” (Praen. 2).
Finalmente, las fuentes más recientes, posteriores al Concilio Vaticano II, suponen siempre el mismo principio. El Ordo vigente de la Unción prevé, acogiendo la indicación de SC 74, un rito continuo con el cual se auxilia al enfermo con los sacramentos de la Penitencia, la Unción y la Eucaristía como Viático, en este orden. E inmediatamente añade que, en caso de preverse que no habría tiempo de dar todos estos sacramentos, por la urgencia y gravedad de la enfermedad, “debe confesarse primero el enfermo, aunque sea en forma genérica, adminístresele luego el Viático […] Y después, si hay tiempo, se podrá aplicarle la sagrada Unción” (n. 30). Es evidente que el Ordo supone que el enfermo debe estar ordinariamente reconciliado antes de recibir la Unción, y que incluso, en caso de extrema necesidad, se debe priorizar la Confesión a la Unción, en cuanto la primera es más necesaria que la segunda para la salvación.
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que estos tres sacramentos constituyen, “cuando la vida cristiana toca a su fin, ‘los sacramentos que preparan para entrar en la Patria’” (n. 1525). Y el Compendio señala con toda claridad que “la celebración de este sacramento [la Unción] debe ir precedida, si es posible, de la confesión individual del enfermo” (n. 316).
Es indudable, por tanto, que la Iglesia ha entendido siempre que la Unción se debe administrar ordinariamente al enfermo que esté previamente reconciliado mediante la Penitencia. La teología sacramental lo ha expresado diciendo que la Unción es un ‘sacramento de vivos’, es decir, supone la vida sobrenatural en el alma, el estado de gracia en quien la recibe. El Bautismo y la Penitencia, en cambio, son los ‘sacramentos de muertos’, que confieren el estado de gracia a quien no lo tenía (el Bautismo), o a quien lo perdió después del Bautismo por el pecado grave (la Penitencia). ¿Cuál es entonces la relación entre la Unción y la Penitencia? El Concilio de Trento lo expresa muy bien con palabras que son siempre válidas: la [extrema]unción “es la consumación no sólo de la Penitencia, sino de toda la vida cristiana, que debe ser una penitencia continua” (DzS 1694).
Santo Tomás de Aquino lo explica diciendo que el hombre, expuesto a la enfermedad del pecado, necesita ser sanado. Jesús le ha dejado un doble remedio: uno de curación, estrictamente entendida, que le restituye la salud perdida: es el sacramento de la Penitencia; el otro, de recuperación de fuerzas, que completa el restablecimiento espiritual iniciado por la Penitencia, y que borra las reliquias del pecado y en general sana la debilidad que el pecado ha dejado en el alma: es la Unción de los enfermos (7). Y en otro lugar señala que si bien la Unción puede también perdonar los pecados actuales, mortales o veniales, que pueda encontrar en el sujeto, lo hace por vía de consecuencia, y ello no excluye que la Penitencia sea necesaria, al menos ‘in voto’ (8).
En síntesis, se puede afirmar que el perdón de los pecados, siendo uno de los efectos propios de la Unción de los enfermos, no es su efecto principal o primero. El Bautismo y la Penitencia fueron primariamente instituidos por Jesucristo para dicha finalidad. Si el perdón de los pecados constituye uno de los efectos de la Unción es para facilitar al máximo el acceso a la salvación, en el caso de que al enfermo no le sea posible realizar la confesión sacramental. De ahí que los autores señalen que el perdón de los pecados es un efecto propio, sí, pero secundario y condicionado de la Unción (9).
¿Cuándo confiere el perdón de los pecados? Tanto el Catecismo de la Iglesia Católica (cf. n. 1532) como su Compendio (cf. n. 319) responden que es en el caso de que el enfermo no haya podido obtener dicho perdón por el sacramento de la Penitencia. La imposibilidad debe entenderse tanto en sentido físico (enfermo inconsciente) o moral (por ejemplo, por peligrar el carácter secreto de la confesión, como podría ser en una sala común de un hospital, o también porque el fiel ignora, sin culpa suya, la necesidad previa de la Confesión, y el ministro negligentemente no se lo advierte). En tales casos, el enfermo podría estar en estado de gracia por haber formulado un acto de contrición perfecta, la cual supone siempre el ‘votum sacramenti’, es decir, la intención de recibir el sacramento de la Penitencia en cuanto sea posible (10).
¿Y si, por imposibilidad física o por ignorancia, tampoco el enfermo ha podido formular este acto de contrición perfecta? Es aquí donde podría la Unción perdonar los pecados graves, pero a condición de que el enfermo esté al menos habitualmente atrito, ya que es de fide que el arrepentimiento, o penitencia interior ha sido siempre necesario para poder obtener la gracia de la justificación (cf. DzS 1669). La ausencia del arrepentimiento es un obstáculo insalvable para que la Unción pueda perdonar los pecados y producir cualquiera de sus otros efectos (11).
Es verdad que no existe un precepto positivo de anteponer la Confesión sacramental a la Unción, en el caso de haber cometido pecados graves, como sí lo existe para la Sagrada Comunión (cf. c. 916). La necesidad previa de la Confesión es “ob Ecclesiae consuetudinem” (12), costumbre que está firmemente fundada en todos los argumentos señalados en este artículo. Además, en el ordenamiento canónico, la costumbre puede tener fuerza de ley, y sin duda el caso que estamos estudiando reúne todos los requisitos para ello (cf. cc. 23 – 26). Por lo demás, se debe recordar el precepto tradicional de la confesión de los pecados mortales en peligro de muerte, el cual es recordado por el Catecismo (cf. n. 1457).
Como sabemos, el sacramento de la Penitencia, al menos in voto, es necesario, con necesidad de medio, para todos aquellos que han caído en pecado mortal después del bautismo (cf. DzS 1706). Y por lo mismo, en tales casos, la doctrina común enseña que, en peligro, al menos probable, de muerte, la recepción efectiva del sacramento urge por precepto divino (13). Este es un motivo más, además de los ya señalados, para insistir en la necesidad de que el enfermo que hubiere cometido pecados graves se confiese antes de recibir la Unción, ya que los supuestos fácticos para recibir este sacramento y para que urja la obligación de la confesión son muy similares: comienzo de peligro de muerte, en un caso, peligro al menos probable en el otro. Además, incluso en el caso de que un enfermo haya recibido de buena fe la Unción sin confesarse, si después cesa la imposibilidad que había, sigue estando obligado, por precepto divino, a someter sus pecados graves a las llaves de la Iglesia.
3. El sacerdote y las distintas situaciones que puede encontrar
El c. 843 señala que “los ministros sagrados no pueden negar los sacramentos a quienes los pidan de modo oportuno, estén bien dispuestos y no les sea prohibido por el derecho recibirlos”. Las debidas disposiciones “son aquellas condiciones del sujeto que hacen posible la recepción válida, lícita y fructuosa de los sacramentos[…]” (14). Estas condiciones son variadas, dependiendo del sacramento, pero en el caso de los ‘sacramentos de vivos’, como es el caso de la Unción de los enfermos, la disposición fundamental es siempre el estado de gracia, el cual es necesario para que el sacramento pueda producir los frutos espirituales que le son propios. Es bueno tener presente que el derecho general que tienen los fieles a los sacramentos, consagrado en el c. 213, no es a la materialidad del signo sacramental, sino al sacramento como signo salvífico, como instrumento eficaz de la gracia (15). De ahí que “el ministro debe constatar, en cuanto le sea posible y siguiendo la praxis que sea habitual en cada caso, que el sujeto reúne las condiciones necesarias para la celebración válida y lícita del sacramento; si no fuera así, debe hacer lo posible para poner al sujeto en condiciones de recibir el sacramento de que se trate. Mas si el sujeto no cambia sus disposiciones, el ministro puede y debe denegarle el sacramento” (16).
La eventual denegación del sacramento – o quizás mejor, la postergación del mismo, en la espera de que el sujeto adquiera las debidas disposiciones – se fundamentará en una doble motivación: velar por la santidad del sacramento y constar una situación en el sujeto incompatible con una lícita y fructuosa recepción del mismo. Apliquemos lo señalado aquí a la administración concreta de la Unción de los enfermos. Distingamos, ante todo, si el enfermo está consciente o no.
Si el enfermo está inconsciente, no es capaz de confesarse. Con respecto a la Unción, rige la disposición del c. 1006: “Debe administrarse este sacramento a los enfermos que, cuando estaban en posesión de sus facultades, lo hayan pedido al menos de manera implícita”. Este deseo implícito se supone en todo católico, mientras no se demuestre lo contrario. Es decir, mientras no haya habido una voluntad contraria, se puede presumir que todo fiel católico, aun cuando no haya sido muy practicante o no haya llevado una vida muy coherente con la fe, habría querido morir como un buen cristiano.
¿Y si la persona, antes de caer en inconciencia, persistía obstinadamente en un pecado grave manifiesto? A pesar de que el c. 1007 indica que “no se dé la Unción de los enfermos a quienes persisten obstinadamente en un pecado grave manifiesto”, se le debe administrar el sacramento si, no obstante su situación, no había rechazado del todo la fe católica y mantuvo alguna práctica, aunque mínima (p. ej., se lo vio alguna vez rezar). La razón es que en una situación de inconciencia es casi imposible verificar con certeza la persistencia en el pecado; el enfermo podría haber formulado un acto interno de dolor antes de perder la conciencia. Incluso en caso de duda respecto de si conservaba o no un mínimo de fe, se le debe administrar el sacramento, al menos bajo condición. En cambio, si el enfermo no hubiera dado ningún signo de penitencia y había abandonado totalmente la vida cristiana, no se le puede administrar la Unción, tanto por respeto a la santidad del sacramento, como por respeto a la conciencia, aunque errada, del enfermo mismo (17).
Bastante similar a la situación del enfermo inconsciente es la del enfermo que tiene sus facultades mentales tan disminuidas que no es capaz de hacer con la debida advertencia una confesión (es el caso de un alzheimer avanzado o alguna otra perturbación mental que lo prive sustancialmente de sus facultades mentales). Valen aquí los mismos criterios arriba señalados. Si se puede entablar un mínimo diálogo con la persona, se la invita, antes de la Unción a que repita con el sacerdote un acto de contrición y se le imparte la absolución, quizás bajo condición. Y lo mismo si el enfermo está consciente pero muy debilitado, de modo que con gran dificultad puede recordar o hablar: el sacerdote lo invita a que se una, en la medida que pueda, al acto de contrición y le imparte la absolución.
Si el enfermo está consciente y es posible entablar un diálogo con él, el sacerdote debe ofrecerle los sacramentos bajo la perspectiva de la entrega y conversión al Señor, lo que supone la reconciliación y acogida de su misericordia. Lo mismo si es el enfermo quien ha pedido la Unción: con las palabras adecuadas lo invitará a recibir antes la reconciliación sacramental.
¿Qué sucede si el enfermo quiere recibir la Unción pero no quiere confesarse? Con prudencia, el sacerdote deberá inquirir el motivo del rechazo de la confesión. Esto es parte del deber del ministro de “formarse un juicio prudente sobre sus disposiciones” (18). Pueden darse dos situaciones diversas. Puede ser, en primer lugar, que el rechazo de la confesión no denote una falta de disposición, ya que el enfermo no quiere confesarse porque lo ha hecho ya en tiempo reciente y no tiene conciencia de pecado grave. En tal caso, por mucho que pueda ser saludable la previa confesión, ya que la Iglesia recomienda vivamente la confesión de los pecados veniales (cf. CCE 1458 y c. 988 §2), se puede y debe administrar la Unción.
Tampoco denotaría una falta de disposición si el enfermo quisiera confesarse, pero le es muy difícil hacerlo con el sacerdote que lo atiende (por ejemplo, si el sacerdote es un pariente próximo; o si por la amistad o relación que hay con el ministro, al enfermo le da excesiva vergüenza confesarse con él; o alguna otra situación análoga). En estos casos, si es razonablemente posible, se debe llamar a otro sacerdote, pero si por la condición del enfermo, hay urgencia de impartirle los sacramentos, se lo invita a que haga un acto de contrición perfecta, se le imparte la absolución y luego se le administra la Unción.
El mismo criterio se aplica cuando peligra el carácter secreto de la confesión (por ejemplo, en una sala común de un hospital). En ambas situaciones, el enfermo debe ser advertido por el ministro que persiste para él la obligación de hacer una íntegra confesión en cuanto le sea posible. En otros casos, en cambio, el no querer confesarse puede denotar una falta de las disposiciones requeridas para recibir la Unción de los enfermos (y con mayor razón la Comunión). Es el caso, ante todo, de quienes rechazan el sacramento mismo (quienes dicen, por ejemplo, “no creo en la Confesión”; “me confieso directamente con Dios”). Estas personas están rechazando, en la práctica, un aspecto muy importante de la doctrina católica, cual es la enseñanza respecto del perdón de los pecados (y el rechazo a menudo es más amplio, alcanzando, por ejemplo, a la mediación de la Iglesia). Se trata de un pecado contra la fe, que impide recibir unos sacramentos que sólo se entienden dentro de un contexto de fe (cf. CCE 2088) (19).
En otros casos, no rechazando el sacramento mismo, algunos no lo ven necesario para ellos o no se sienten todavía preparados. Que la persona diga que no experimenta la necesidad de confesarse no puede bastar para un ministro que busque verdaderamente el bien espiritual del enfermo. En algunos casos, como aludimos en el párrafo anterior, puede ser cierto que la persona no necesite la confesión: es el caso de católicos de práctica habitual y conciencia rectamente formada. Sin embargo, en muchos casos no es así: católicos de escasa práctica religiosa, o por muchos años alejados de la Confesión, necesitan objetivamente abrirse a la gracia del arrepentimiento y del perdón (20). Es un grave deber del sacerdote ayudar a que el enfermo se disponga a la reconciliación, sabiendo que de ello puede depender incluso su salvación. No hacerlo y administrar sin más la Unción sería en el fondo un engaño, infundiendo quizás una falsa paz en el enfermo, transformando el sacramento en un alivio psicológico más que en un signo verdaderamente salvífico, y exponiendo a la persona a un nuevo pecado (21). Si a pesar de todas las exhortaciones del sacerdote, el enfermo persistiera en su negativa de confesarse, se debe posponer la administración de la Unción.
Más que denegar se debe hablar de posponer, ya que la experiencia muestra que a menudo un enfermo, que en un comienzo no estaba bien dispuesto, en sucesivas visitas del sacerdote o de otro miembro de la comunidad cristiana, va poco a poco abriéndose a la gracia, y termina teniendo las disposiciones necesarias para recibir los sacramentos con verdadero fruto espiritual (22). Y cuando haya que posponer los sacramentos, no por eso el sacerdote va a dejar de rezar con el enfermo, pudiendo utilizar algún sacramental, como el agua bendita y las bendiciones propias para los ancianos y enfermos que se encuentran en el bendicional (cf. nn. 260 – 324), recordando que los sacramentales tienen justamente por finalidad el disponer a la persona a abrirse a la gracia que se nos da por los sacramentos (Cf. CCE 1667 y 1670).
Conclusión
A lo largo de estas líneas, he querido iluminar la relación existente entre el sacramento de la Unción de los enfermos y el sacramento de la Penitencia. Lo he hecho desde un punto de vista doctrinal, canónico y pastoral, sabiendo que doctrina, disciplina canónica y pastoral deben ir siempre unidas y se necesitan mutuamente. La pastoral sacramental, como toda acción pastoral, está encaminada a la salus animarum como su finalidad principal, y para poder aprovechar verdaderamente a este fin, debe ser fiel a la verdad de los sacramentos y a la dimensión de justicia inherente a los mismos.
Es esto lo que he tratado de esclarecer en este artículo. El enfermo necesita ser confortado por la gracia de los sacramentos para poder vivir la enfermedad o la ancianidad en unión a la Cruz de Cristo. Esa necesidad, de la cual puede depender su salvación, se transforma para él en un derecho y en un deber. Un derecho, en relación co
Artículo publicado en la edición Nº 1.193 (ENERO- MARZO 2017) Autor: Francisco Walker, pbro., Tribunal Eclesiástico de Santiago Para citar: Walker, Francisco; La Unción de los enfermos, el perdón de los pecados y la confesión previa, en La Revista Católica, Nº1.193, enero-marzo 2017, pp. 69-82.
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La Unción de los enfermos, el perdón de los pecados y la confesión previa Francisco Walker, pbro. Tribunal Eclesiástico, Arzobispado de Santiago

“Con la sagrada Unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, toda la Iglesia entera encomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado para que los alivie y los salve. Incluso los anima a unirse libremente a la pasión y muerte de Cristo y contribuir, así, al bien del Pueblo de Dios” (LG 11).
 
Más allá de las distintas acentuaciones y formas rituales que ha conocido a lo largo de los siglos, el sacramento de la Unción de los enfermos ha sido siempre parte muy importante de la solicitud pastoral de la Iglesia por los enfermos. Instituido por Jesucristo como sacramento de la Nueva Alianza, se encuentra ya insinuado en el evangelio según San Marcos y recomendado y promulgado en la carta del apóstol Santiago (cf. Conc. de Trento: DS 1695 y CCE 1511). El Concilio Vaticano II, a la luz de la renovada visión de la Liturgia y los sacramentos que se plasma en las Constituciones Lumen Gentium y Sacrosanctum Concilium, decretó la revisión del rito de la Unción de los enfermos (cf. SC 73 – 75). La renovación conciliar en lo que respecta a este sacramento, entendida siempre en continuidad y con la Tradición, se encuentra plasmada en diversos documentos posteriores: la Constitución Apostólica Sacram unctionem infirmorum, promulgada por el Papa Pablo VI en 1972 y el nuevo Ordo para la Unción y cuidado pastoral de los enfermos, aprobado conjuntamente por el mismo Pontífice, que contiene el nuevo Rito del sacramento; el Código de Derecho Canónico para la Iglesia latina, de 1983 (cf. cc. 998 – 1007) y el Código de cánones de las Iglesias orientales, de 1990 (cf. cc. 737 – 742); y el Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado el año 1992 (cf. nn. 1499 – 1532).
 
A lo largo de este artículo, no pretendo abordar todos los aspectos de la administración del sacramento que presentan interés o pueden plantear alguna duda, desde el punto de vista canónico y pastoral. Me quiero centrar principalmente en un aspecto, no siempre claro en algunos fieles, cual es el de los efectos del sacramento de la Unción de los enfermos, y particularmente, la relación del sacramento con el perdón de los pecados. Una recta comprensión de esta relación es importante para establecer las disposiciones que debe tener el fiel que desea recibir el sacramento y la eventual necesidad que éste tiene de recibir previamente el sacramento de la Penitencia o reconciliación.
1. Los efectos del sacramento de la Unción de los enfermos
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la Penitencia y la Unción de los enfermos son los dos sacramentos de curación mediante los cuales la Iglesia, con la fuerza del Espíritu Santo, continúa la obra de sanación de Cristo que vino a curar y salvar al hombre entero (cf. n. 1421).
Bajo esta perspectiva de la curación deben ser entendidos los efectos propios del sacramento de la Unción de los enfermos. Por la enfermedad y la ancianidad, el hombre ve debilitada sus fuerzas, tanto físicas como espirituales, y necesita ser fortalecido y sanado en su alma para poder unirse en su estado de debilidad a la Pasión de Cristo para bien de toda la Iglesia, y eventualmente, prepararse también para la partida a la casa del Padre (1). Y como Cristo vino a salvar al hombre entero, mediante el sacramento de la Unción se implora también para el enfermo el don de la salud corporal, si aprovecha al bien de su alma.
Desde el punto de vista de la historia del sacramento, esta perspectiva de sanación ha estado siempre presente, aunque en alguna época se haya acentuado más algún aspecto de la sanación, y en otra, otros aspectos. De manera muy resumida, se puede señalar que las fuentes de los primeros siglos (fórmulas de bendición del óleo y autores eclesiásticos), hasta la época carolingia, ponen énfasis en la sanación corporal del enfermo. En este período, por tanto, el sacramento tiene una función principalmente terapéutica, aunque de un modo más implícito, dado el nexo bíblico entre enfermedad y pecado que las fuentes tienen presente, está también una dimensión penitencial. A partir de los siglos VII y VIII, época en que surgen los primeros rituales, y a lo largo de todo el medioevo, esta dimensión penitencial se irá paulatinamente explicitando y acentuando, a la vez que el sacramento se va vinculando cada vez más a la preparación inmediata para la muerte. Los efectos del sacramento de la Unción se van asimilando cada vez más a los efectos del sacramento de la Penitencia, pasando a ser una especie de ‘penitencia ad mortem’, adquiriendo así cada vez más una dimensión escatológica (2). El desarrollo de estos siglos, que se evidencia tanto en los rituales como en la reflexión de los grandes teólogos medievales, desembocará en las definiciones del Concilio de Trento y luego en el Ritual Romano de 1614, el cual estará vigente en la Iglesia latina hasta el año 1972, fecha en que fue promulgado el nuevo Ritual fruto de la renovación del Concilio Vaticano II.
El Decreto sobre el sacramento de la extremaunción del Concilio de Trento, promulgado el año 1551, en lo que se refiere a los efectos del sacramento, va a desarrollar lo que escuetamente había enseñado el Decreto para los Armenios en el Concilio de Florencia, poco más de un siglo antes: “El efecto es la salud del alma y, en cuanto convenga, también la del cuerpo mismo” (DzS 1324). Enseña el tridentino: “Esta realidad (se refiere al efecto del sacramento) es la gracia del Espíritu Santo, cuya unción limpia las culpas (si queda alguna por expiar) y las reliquias del pecado, y alivia y fortalece el alma del enfermo [canon 2], excitando en él una grande confianza en la divina misericordia. Ayudado el enfermo con ella, soporta con más facilidad las incomodidades y trabajos de la enfermedad, resiste mejor las tentaciones del demonio […] y, a veces, recobra la salud del cuerpo, si es que conviene para la salud del alma” (DzS 1696).
El Concilio Vaticano II no trata directamente de los efectos de este sacramento, pero sí da algunas indicaciones que enriquecen la comprensión de los efectos enseñados por el Concilio de Trento, los cuales son sin duda siempre válidos, al ser parte del depósito doctrinal de la Iglesia Católica. Estas indicaciones del Vaticano II van en una doble dirección. Por una parte, se supera una comprensión estricta del peligro de muerte necesario para la recepción del sacramento para señalarse ahora que se trata de un peligro inicial, y por lo mismo el Concilio indica que es más apropiado que a partir de ahora el sacramento se denomine “Unción de los enfermos”, más que “extremaunción” (cf. SC 73). Y, por otra parte, el párrafo de LG 11 citado al inicio de este artículo subraya la dimensión cristológica del sacramento, en cuanto unión a la Pasión de Cristo, y también la dimensión eclesiológica, en cuanto es toda la Iglesia la que encomienda y acompaña al enfermo.
El Concilio Vaticano II recoge la renovación teológica iniciada en las décadas anteriores, y a la vez suscita la reflexión posterior. El año 1972, como hemos señalado, recogiendo las indicaciones de SC 74 y 75, son promulgados conjuntamente la Const. Ap. Sacram Unctionem infirmorum y el nuevo Ordo o Ritual para la Iglesia latina. Uno de los elementos más significativos de la Const. Ap. del Papa Beato Pablo VI es el cambio de la fórmula sacramental, buscando que “se expresen más claramente los efectos sacramentales”. En efecto, queda superado el carácter predominantemente penitencial de la fórmula del Ritual de 1614 (“…indulgeat tibi Dominus quidquid deliquisti…”) para incorporar una perspectiva más integral de la sanación producida por el sacramento: es la gracia del Espíritu Santo la que libera del pecado, concede la salvación y conforta en la enfermedad. Luego, los praenotandadel nuevo Ritual, mirando la enfermedad a la luz del misterio de la salvación, van a enfatizar que la gracia del sacramento “socorre y salva a la persona humana en su totalidad” (n. 6).
Toda la reflexión suscitada y desarrollada a partir del Vaticano II va a quedar finalmente plasmada en el Catecismo de la Iglesia Católica, el cual recoge de un modo autorizado y seguro la fe de la Iglesia (cf. Const. Ap. Fidei depositum). Los nn. 1520 – 1523 desarrollan los efectos del sacramento de la Unción de los enfermos. Una “síntesis fiel y segura” (3) de los mismos es la que presenta el Compendio del Catecismo: “El sacramento de la Unción confiere una gracia particular, que une más íntimamente al enfermo a la Pasión de Cristo, por su bien y el de toda la Iglesia, otorgándole fortaleza, paz, ánimo y también el perdón de los pecados, si el enfermo no ha podido confesarse. Además, este sacramento concede a veces, si Dios lo quiere, la recuperación de la salud física. En todo caso, esta Unción prepara al enfermo para pasar a la Casa del Padre” (n. 319).
En conclusión, más allá de los énfasis propios de cada época histórica, la Iglesia ha profesado siempre que el sacramento de la Unción de los enfermos ha sido instituido para la sanación del hombre en su totalidad. Esta sanación es ante todo la del alma, debilitada y enferma por el pecado y sus consecuencias, entre otras, la debilidad que causa la enfermedad en el alma misma; y la del cuerpo, si conviene a la salud espiritual. Administrando el sacramento, la Iglesia continúa la obra de sanación de Cristo, la cual es signo anticipado de la redención realizada por el misterio pascual, redención que alcanza todas las realidades humanas, incluidas la enfermedad y la muerte.
2. Relación entre el sacramento de la Penitencia y la Unción de los enfermos
A partir de lo visto en los párrafos anteriores, de modo más o menos explícito, el perdón de los pecados ha sido siempre considerado uno de los efectos del sacramento de la Unción. Por lo demás, así lo dice el texto del Apóstol Santiago (cf. 5, 15) y lo declara solemnemente el Concilio de Trento (cf. DzS 1717: “Si alguno dijere que la santa unción de los enfermos no […] perdona los pecados […] sea anatema”). Sin embargo, la Iglesia ha enseñado y practicado siempre que, en circunstancias ordinarias, la confesión sacramental de los pecados debe preceder a la administración de la Unción de los enfermos. ¿Por qué esta previa necesidad del sacramento de la Penitencia si la Unción perdona los pecados? Es lo que trataré de explicar a continuación.
Ante todo, tanto las fuentes doctrinales como litúrgicas han recordado siempre la previa necesidad de la Reconciliación sacramental, al menos en el caso de que quien vaya a recibir la Unción hubiere cometido pecados graves. El documento magisterial más antiguo conocido sobre el sacramento de la Unción es la carta del Papa Inocencio I al obispo de Gubbio el año 416. Entre otras cosas, el Pontífice señala que “no se puede ungir a los penitentes, porque es éste un género de sacramento. Y a quienes se niegan los otros sacramentos, ¿cómo puede pensarse que se conceda uno de ellos?” (DzS 216). Recordemos que estamos en los siglos de la Penitencia pública; los penitentes son aquellos que, habiendo confesado un pecado grave, normalmente al Obispo, están cumpliendo un período penitencial y todavía no han sido reconciliados. Por tanto, para ser ungido, el fiel tenía que estar previamente reconciliado. Todas las fuentes conocidas del primer milenio concuerdan en esta práctica (4).
Si se analizan los rituales que van del s. VIII (aparición de los primeros rituales) hasta fines del período medieval, se pueden distinguir dos fases: hasta el siglo XIII, existe un único ritual, que comprende, en este orden, la visita al enfermo, la reconciliación, la Unción y el viático; a partir del s. XIII se van separando estos pasos, en rituales distintos, pero manteniendo el nexo entre ambos. Lo interesante es que no obstante asemejarse cada vez más los efectos de la Unción a los de la Penitencia, e incluso cuando en algún momento se tiende a integrar ambos sacramentos en un único rito, la Unción supone siempre la previa Reconciliación, entendida ella como un complemento de la obra de purificación iniciada por esta última (5). Más tarde, como ya hemos dicho, el Concilio de Trento va a señalar que la Unción limpia las culpas “si queda alguna por expiar”, lo que supone que ordinariamente ellas han sido ya expiadas por otro medio (6). De hecho, el Catecismo Romano, hablando de las disposiciones necesarias para la Unción, enseña que “fue siempre constante costumbre de la Iglesia anteponer a la extremaunción la administración de la penitencia”. Y lo mismo decía el Ritual de 1614, agregando “si tempus et infirmi conditio permittat” (Praen. 2).
Finalmente, las fuentes más recientes, posteriores al Concilio Vaticano II, suponen siempre el mismo principio. El Ordo vigente de la Unción prevé, acogiendo la indicación de SC 74, un rito continuo con el cual se auxilia al enfermo con los sacramentos de la Penitencia, la Unción y la Eucaristía como Viático, en este orden. E inmediatamente añade que, en caso de preverse que no habría tiempo de dar todos estos sacramentos, por la urgencia y gravedad de la enfermedad, “debe confesarse primero el enfermo, aunque sea en forma genérica, adminístresele luego el Viático […] Y después, si hay tiempo, se podrá aplicarle la sagrada Unción” (n. 30). Es evidente que el Ordo supone que el enfermo debe estar ordinariamente reconciliado antes de recibir la Unción, y que incluso, en caso de extrema necesidad, se debe priorizar la Confesión a la Unción, en cuanto la primera es más necesaria que la segunda para la salvación.
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que estos tres sacramentos constituyen, “cuando la vida cristiana toca a su fin, ‘los sacramentos que preparan para entrar en la Patria’” (n. 1525). Y el Compendio señala con toda claridad que “la celebración de este sacramento [la Unción] debe ir precedida, si es posible, de la confesión individual del enfermo” (n. 316).
Es indudable, por tanto, que la Iglesia ha entendido siempre que la Unción se debe administrar ordinariamente al enfermo que esté previamente reconciliado mediante la Penitencia. La teología sacramental lo ha expresado diciendo que la Unción es un ‘sacramento de vivos’, es decir, supone la vida sobrenatural en el alma, el estado de gracia en quien la recibe. El Bautismo y la Penitencia, en cambio, son los ‘sacramentos de muertos’, que confieren el estado de gracia a quien no lo tenía (el Bautismo), o a quien lo perdió después del Bautismo por el pecado grave (la Penitencia). ¿Cuál es entonces la relación entre la Unción y la Penitencia? El Concilio de Trento lo expresa muy bien con palabras que son siempre válidas: la [extrema]unción “es la consumación no sólo de la Penitencia, sino de toda la vida cristiana, que debe ser una penitencia continua” (DzS 1694).
Santo Tomás de Aquino lo explica diciendo que el hombre, expuesto a la enfermedad del pecado, necesita ser sanado. Jesús le ha dejado un doble remedio: uno de curación, estrictamente entendida, que le restituye la salud perdida: es el sacramento de la Penitencia; el otro, de recuperación de fuerzas, que completa el restablecimiento espiritual iniciado por la Penitencia, y que borra las reliquias del pecado y en general sana la debilidad que el pecado ha dejado en el alma: es la Unción de los enfermos (7). Y en otro lugar señala que si bien la Unción puede también perdonar los pecados actuales, mortales o veniales, que pueda encontrar en el sujeto, lo hace por vía de consecuencia, y ello no excluye que la Penitencia sea necesaria, al menos ‘in voto’ (8).
En síntesis, se puede afirmar que el perdón de los pecados, siendo uno de los efectos propios de la Unción de los enfermos, no es su efecto principal o primero. El Bautismo y la Penitencia fueron primariamente instituidos por Jesucristo para dicha finalidad. Si el perdón de los pecados constituye uno de los efectos de la Unción es para facilitar al máximo el acceso a la salvación, en el caso de que al enfermo no le sea posible realizar la confesión sacramental. De ahí que los autores señalen que el perdón de los pecados es un efecto propio, sí, pero secundario y condicionado de la Unción (9).
¿Cuándo confiere el perdón de los pecados? Tanto el Catecismo de la Iglesia Católica (cf. n. 1532) como su Compendio (cf. n. 319) responden que es en el caso de que el enfermo no haya podido obtener dicho perdón por el sacramento de la Penitencia. La imposibilidad debe entenderse tanto en sentido físico (enfermo inconsciente) o moral (por ejemplo, por peligrar el carácter secreto de la confesión, como podría ser en una sala común de un hospital, o también porque el fiel ignora, sin culpa suya, la necesidad previa de la Confesión, y el ministro negligentemente no se lo advierte). En tales casos, el enfermo podría estar en estado de gracia por haber formulado un acto de contrición perfecta, la cual supone siempre el ‘votum sacramenti’, es decir, la intención de recibir el sacramento de la Penitencia en cuanto sea posible (10).
¿Y si, por imposibilidad física o por ignorancia, tampoco el enfermo ha podido formular este acto de contrición perfecta? Es aquí donde podría la Unción perdonar los pecados graves, pero a condición de que el enfermo esté al menos habitualmente atrito, ya que es de fide que el arrepentimiento, o penitencia interior ha sido siempre necesario para poder obtener la gracia de la justificación (cf. DzS 1669). La ausencia del arrepentimiento es un obstáculo insalvable para que la Unción pueda perdonar los pecados y producir cualquiera de sus otros efectos (11).
Es verdad que no existe un precepto positivo de anteponer la Confesión sacramental a la Unción, en el caso de haber cometido pecados graves, como sí lo existe para la Sagrada Comunión (cf. c. 916). La necesidad previa de la Confesión es “ob Ecclesiae consuetudinem” (12), costumbre que está firmemente fundada en todos los argumentos señalados en este artículo. Además, en el ordenamiento canónico, la costumbre puede tener fuerza de ley, y sin duda el caso que estamos estudiando reúne todos los requisitos para ello (cf. cc. 23 – 26). Por lo demás, se debe recordar el precepto tradicional de la confesión de los pecados mortales en peligro de muerte, el cual es recordado por el Catecismo (cf. n. 1457).
Como sabemos, el sacramento de la Penitencia, al menos in voto, es necesario, con necesidad de medio, para todos aquellos que han caído en pecado mortal después del bautismo (cf. DzS 1706). Y por lo mismo, en tales casos, la doctrina común enseña que, en peligro, al menos probable, de muerte, la recepción efectiva del sacramento urge por precepto divino (13). Este es un motivo más, además de los ya señalados, para insistir en la necesidad de que el enfermo que hubiere cometido pecados graves se confiese antes de recibir la Unción, ya que los supuestos fácticos para recibir este sacramento y para que urja la obligación de la confesión son muy similares: comienzo de peligro de muerte, en un caso, peligro al menos probable en el otro. Además, incluso en el caso de que un enfermo haya recibido de buena fe la Unción sin confesarse, si después cesa la imposibilidad que había, sigue estando obligado, por precepto divino, a someter sus pecados graves a las llaves de la Iglesia.
3. El sacerdote y las distintas situaciones que puede encontrar
El c. 843 señala que “los ministros sagrados no pueden negar los sacramentos a quienes los pidan de modo oportuno, estén bien dispuestos y no les sea prohibido por el derecho recibirlos”. Las debidas disposiciones “son aquellas condiciones del sujeto que hacen posible la recepción válida, lícita y fructuosa de los sacramentos[…]” (14). Estas condiciones son variadas, dependiendo del sacramento, pero en el caso de los ‘sacramentos de vivos’, como es el caso de la Unción de los enfermos, la disposición fundamental es siempre el estado de gracia, el cual es necesario para que el sacramento pueda producir los frutos espirituales que le son propios. Es bueno tener presente que el derecho general que tienen los fieles a los sacramentos, consagrado en el c. 213, no es a la materialidad del signo sacramental, sino al sacramento como signo salvífico, como instrumento eficaz de la gracia (15). De ahí que “el ministro debe constatar, en cuanto le sea posible y siguiendo la praxis que sea habitual en cada caso, que el sujeto reúne las condiciones necesarias para la celebración válida y lícita del sacramento; si no fuera así, debe hacer lo posible para poner al sujeto en condiciones de recibir el sacramento de que se trate. Mas si el sujeto no cambia sus disposiciones, el ministro puede y debe denegarle el sacramento” (16).
La eventual denegación del sacramento – o quizás mejor, la postergación del mismo, en la espera de que el sujeto adquiera las debidas disposiciones – se fundamentará en una doble motivación: velar por la santidad del sacramento y constar una situación en el sujeto incompatible con una lícita y fructuosa recepción del mismo. Apliquemos lo señalado aquí a la administración concreta de la Unción de los enfermos. Distingamos, ante todo, si el enfermo está consciente o no.
Si el enfermo está inconsciente, no es capaz de confesarse. Con respecto a la Unción, rige la disposición del c. 1006: “Debe administrarse este sacramento a los enfermos que, cuando estaban en posesión de sus facultades, lo hayan pedido al menos de manera implícita”. Este deseo implícito se supone en todo católico, mientras no se demuestre lo contrario. Es decir, mientras no haya habido una voluntad contraria, se puede presumir que todo fiel católico, aun cuando no haya sido muy practicante o no haya llevado una vida muy coherente con la fe, habría querido morir como un buen cristiano.
¿Y si la persona, antes de caer en inconciencia, persistía obstinadamente en un pecado grave manifiesto? A pesar de que el c. 1007 indica que “no se dé la Unción de los enfermos a quienes persisten obstinadamente en un pecado grave manifiesto”, se le debe administrar el sacramento si, no obstante su situación, no había rechazado del todo la fe católica y mantuvo alguna práctica, aunque mínima (p. ej., se lo vio alguna vez rezar). La razón es que en una situación de inconciencia es casi imposible verificar con certeza la persistencia en el pecado; el enfermo podría haber formulado un acto interno de dolor antes de perder la conciencia. Incluso en caso de duda respecto de si conservaba o no un mínimo de fe, se le debe administrar el sacramento, al menos bajo condición. En cambio, si el enfermo no hubiera dado ningún signo de penitencia y había abandonado totalmente la vida cristiana, no se le puede administrar la Unción, tanto por respeto a la santidad del sacramento, como por respeto a la conciencia, aunque errada, del enfermo mismo (17).
Bastante similar a la situación del enfermo inconsciente es la del enfermo que tiene sus facultades mentales tan disminuidas que no es capaz de hacer con la debida advertencia una confesión (es el caso de un alzheimer avanzado o alguna otra perturbación mental que lo prive sustancialmente de sus facultades mentales). Valen aquí los mismos criterios arriba señalados. Si se puede entablar un mínimo diálogo con la persona, se la invita, antes de la Unción a que repita con el sacerdote un acto de contrición y se le imparte la absolución, quizás bajo condición. Y lo mismo si el enfermo está consciente pero muy debilitado, de modo que con gran dificultad puede recordar o hablar: el sacerdote lo invita a que se una, en la medida que pueda, al acto de contrición y le imparte la absolución.
Si el enfermo está consciente y es posible entablar un diálogo con él, el sacerdote debe ofrecerle los sacramentos bajo la perspectiva de la entrega y conversión al Señor, lo que supone la reconciliación y acogida de su misericordia. Lo mismo si es el enfermo quien ha pedido la Unción: con las palabras adecuadas lo invitará a recibir antes la reconciliación sacramental.
¿Qué sucede si el enfermo quiere recibir la Unción pero no quiere confesarse? Con prudencia, el sacerdote deberá inquirir el motivo del rechazo de la confesión. Esto es parte del deber del ministro de “formarse un juicio prudente sobre sus disposiciones” (18). Pueden darse dos situaciones diversas. Puede ser, en primer lugar, que el rechazo de la confesión no denote una falta de disposición, ya que el enfermo no quiere confesarse porque lo ha hecho ya en tiempo reciente y no tiene conciencia de pecado grave. En tal caso, por mucho que pueda ser saludable la previa confesión, ya que la Iglesia recomienda vivamente la confesión de los pecados veniales (cf. CCE 1458 y c. 988 §2), se puede y debe administrar la Unción.
Tampoco denotaría una falta de disposición si el enfermo quisiera confesarse, pero le es muy difícil hacerlo con el sacerdote que lo atiende (por ejemplo, si el sacerdote es un pariente próximo; o si por la amistad o relación que hay con el ministro, al enfermo le da excesiva vergüenza confesarse con él; o alguna otra situación análoga). En estos casos, si es razonablemente posible, se debe llamar a otro sacerdote, pero si por la condición del enfermo, hay urgencia de impartirle los sacramentos, se lo invita a que haga un acto de contrición perfecta, se le imparte la absolución y luego se le administra la Unción.
El mismo criterio se aplica cuando peligra el carácter secreto de la confesión (por ejemplo, en una sala común de un hospital). En ambas situaciones, el enfermo debe ser advertido por el ministro que persiste para él la obligación de hacer una íntegra confesión en cuanto le sea posible. En otros casos, en cambio, el no querer confesarse puede denotar una falta de las disposiciones requeridas para recibir la Unción de los enfermos (y con mayor razón la Comunión). Es el caso, ante todo, de quienes rechazan el sacramento mismo (quienes dicen, por ejemplo, “no creo en la Confesión”; “me confieso directamente con Dios”). Estas personas están rechazando, en la práctica, un aspecto muy importante de la doctrina católica, cual es la enseñanza respecto del perdón de los pecados (y el rechazo a menudo es más amplio, alcanzando, por ejemplo, a la mediación de la Iglesia). Se trata de un pecado contra la fe, que impide recibir unos sacramentos que sólo se entienden dentro de un contexto de fe (cf. CCE 2088) (19).
En otros casos, no rechazando el sacramento mismo, algunos no lo ven necesario para ellos o no se sienten todavía preparados. Que la persona diga que no experimenta la necesidad de confesarse no puede bastar para un ministro que busque verdaderamente el bien espiritual del enfermo. En algunos casos, como aludimos en el párrafo anterior, puede ser cierto que la persona no necesite la confesión: es el caso de católicos de práctica habitual y conciencia rectamente formada. Sin embargo, en muchos casos no es así: católicos de escasa práctica religiosa, o por muchos años alejados de la Confesión, necesitan objetivamente abrirse a la gracia del arrepentimiento y del perdón (20). Es un grave deber del sacerdote ayudar a que el enfermo se disponga a la reconciliación, sabiendo que de ello puede depender incluso su salvación. No hacerlo y administrar sin más la Unción sería en el fondo un engaño, infundiendo quizás una falsa paz en el enfermo, transformando el sacramento en un alivio psicológico más que en un signo verdaderamente salvífico, y exponiendo a la persona a un nuevo pecado (21). Si a pesar de todas las exhortaciones del sacerdote, el enfermo persistiera en su negativa de confesarse, se debe posponer la administración de la Unción.
Más que denegar se debe hablar de posponer, ya que la experiencia muestra que a menudo un enfermo, que en un comienzo no estaba bien dispuesto, en sucesivas visitas del sacerdote o de otro miembro de la comunidad cristiana, va poco a poco abriéndose a la gracia, y termina teniendo las disposiciones necesarias para recibir los sacramentos con verdadero fruto espiritual (22). Y cuando haya que posponer los sacramentos, no por eso el sacerdote va a dejar de rezar con el enfermo, pudiendo utilizar algún sacramental, como el agua bendita y las bendiciones propias para los ancianos y enfermos que se encuentran en el bendicional (cf. nn. 260 – 324), recordando que los sacramentales tienen justamente por finalidad el disponer a la persona a abrirse a la gracia que se nos da por los sacramentos (Cf. CCE 1667 y 1670).
Conclusión
A lo largo de estas líneas, he querido iluminar la relación existente entre el sacramento de la Unción de los enfermos y el sacramento de la Penitencia. Lo he hecho desde un punto de vista doctrinal, canónico y pastoral, sabiendo que doctrina, disciplina canónica y pastoral deben ir siempre unidas y se necesitan mutuamente. La pastoral sacramental, como toda acción pastoral, está encaminada a la salus animarum como su finalidad principal, y para poder aprovechar verdaderamente a este fin, debe ser fiel a la verdad de los sacramentos y a la dimensión de justicia inherente a los mismos.
Es esto lo que he tratado de esclarecer en este artículo. El enfermo necesita ser confortado por la gracia de los sacramentos para poder vivir la enfermedad o la ancianidad en unión a la Cruz de Cristo. Esa necesidad, de la cual puede depender su salvación, se transforma para él en un derecho y en un deber. Un derecho, en relación con los ministros de la Iglesia, a recibir los sacramentos en toda su verdad para que sean verdaderamente salvíficos. Y un deber de recibirlos oportunamente, habiéndose dispuesto adecuadamente para ello.
NOTAS
1. Aunque hoy día está claro que la Unción no es propiamente el sacramento de los moribundos, tiene que haber sí en el sujeto que lo recibe un comienzo de peligro de muerte, a causa de la enfermedad o la ancianidad (cf. CCE 1514). De ahí que el sacramento tenga siempre una relación eventual con la preparación a la muerte y el paso a la vida eterna.
2. Lo dicho en este párrafo está tomado de Magnoli, C., Unzione degli infermi, in Celebrare il misterio di Cristo, Vol. II, La celebrazione dei Sacramenti (Ed. Liturgiche, Ro