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Artículo publicado en la edición Nº 1.202 (ABRIL- JUNIO 2019) Autor: Wenceslao Vial, pbro. Para citar: Vial, Wenceslao, Armonía de la vida cotidiana, en La Revista Católica, Nº1.202, abril-junio 2019, pp.229-244.
   
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Armonía de la vida cotidiana[1] Wenceslao Vial, pbro. [2] Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma

Introducción
«La vida se alcanza y madura a medida que se la entrega para dar vida a otros»[3]
En una reunión de psicólogos católicos sobre la imagen de Dios en el hombre, planteamos una breve pregunta: ¿qué esperas encontrar en un sacerdote? Las respuestas no tardaron en llegar, agudas y prácticas: que no se proyecte ni se disocie, que su personalidad esté integrada, que esté en contacto consigo mismo, que sea flexible, capaz de viajar en el tiempo, integrando el pasado, el presente y el futuro… Una madre de familia contestó: «Que vea el ser sagrado del otro, confirmándolo en su valor».
Esta última afirmación servirá de fundamento para nuestras reflexiones sobre la figura del sacerdote, su identidad y su misión. Ayudar a otros –ser cura o cuidador–, ser capaz de compadecerse de ellos, resulta imposible sin un buen conocimiento propio. El sacerdote está llamado a encontrar a sus semejantes en las diversas etapas de sus itinerarios individuales y únicos. Recibe el poder de perdonar, de curar heridas, de llenar soledades, sabiéndose él mismo pecador y, en ocasiones, herido y solo. No se espera de él que sea un funcionario –ni siquiera el mejor de los funcionarios– que resuelva problemas, aplique las reglas, extienda certificados y conceda descuentos por trámites o gestiones. Está llamado a acompañar a los demás a lo largo de un camino común.
El sacerdote, como cualquier ser humano, ha de buscar y encontrar el sentido de su vida. Y este sentido no se adquiere con el sacramento de la ordenación. Lo hallará con esfuerzo si sitúa a Cristo al centro de cuanto hace, escucha su palabra y se empeña en practicarla. Así, poco a poco, día a día, realizará su proyecto: llegará a ser quien Dios quería que fuera.
Cuatro binomios servirán en este artículo para ilustrar los temas, desde una perspectiva psicológica. La madurez como armonía, la identidad y misión propia, la integridad del sacerdote y sus necesidades básicas, y finalmente las actitudes adecuadas para la salud global.
1. “Te salvarás a ti mismo y a los que te escuchen”
Pasan los años. Se acaba el tiempo del Señor en la tierra y sus seguidores no terminan de comprender quién es. Buscan un triunfo humano. Discuten porque la madre de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, ha pedido que uno se siente a su derecha y otro a la izquierda. Los discípulos, como nosotros, tienen evidentes miserias y no siempre actúan con rectitud de intención. Pero Jesús, con infinita paciencia se encarga de sacarlos de nuevo del error: «El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos» (Mt 20, 28).
Veamos ahora las notas de madurez y las capacidades personales que se estructuran en una sublime unidad. Es frecuente encontrar personas para las que lo único importante es el equilibrio: la homeostasis imperturbable del medio interno, la tranquilidad o estado fisiológico de bienestar, para el que se recurre al yoga y a diversas fórmulas de relajación y de meditación. Algunas religiones orientales atraen especialmente al prometer este equilibrio: la paz interior que todo el mundo anhela. El punto de referencia es el propio yo. Pocos quieren oír hablar de tensión.
La vida cristiana va más allá del equilibrio. Supone tensión, pues la meta, lo que unifica el actuar, es el amor. Cualquiera que ame sabe que el amor verdadero, que no usa al otro, requiere sacrificio, capacidad de darse, una sana tensión hacia los demás, que lleva a salir del propio yo. Jesucristo lo expone en el sermón de la montaña, con las bienaventuranzas. Vivir las bienaventuranzas es una tarea espléndida, que requiere esfuerzo, dar la tensión justa a cada cuerda, para producir la sinfonía deseada. Se pasa de una búsqueda desesperada del equilibrio, a la búsqueda esperanzada de la armonía. Cada ser humano es imagen de Dios, que se refleja en su alma y en su cuerpo. El sacerdote está llamado a serlo de un modo muy particular, cuidando también de su alma y de su cuerpo.
Toda persona que quiera a otras de verdad experimenta la necesidad de renunciar a su comodidad. Un padre, cuando llega a su casa, habitualmente tendrá que prestar atención a su mujer y a sus hijos. Tendrá que trabajar, a veces también su mujer, para sostener a la familia, para comer y ganarse la vida. Si un padre cumple su deber de padre, no se puede esconder. El sacerdote está llamado a hacer lo mismo: tampoco él se puede esconder ni aprovecharse de las circunstancias en que vive. Es curioso observar cómo el padre de familia no puede dejar de trabajar, si quiere comer. El sacerdote, en cambio, podría hacer lo mínimo, en ocasiones ni celebrar la misa, y continuar comiendo. Tiene un margen de libertad muy amplio y mayor que el de muchos trabajadores. Es bueno que sea consciente de ello y lo aproveche precisamente para darse, para servir.
Por este camino, encontrará una soledad constructiva sin estar nunca solo. Cada hora del día será marcada por el deseo de servir. La oración, la contemplación, la actividad y el descanso, se entrelazarán en una armonía serena que despertará a otros de su letargo y tristeza. Qué valiosos resultan los consejos de san Pablo a Timoteo. Le habla de comida y bebida, de ejercicios de piedad, más importantes que el ejercicio físico, de rechazar los chismes y poner la esperanza en Dios, para terminar afirmando: «Cuida de ti mismo y de la enseñanza. Persevera en esta disposición, pues actuando así te salvarás a ti mismo y a los que te escuchen» (1Tm 4,16).
La fuerza de la repetición conseguirá tal vez que grabemos bien esta idea: si queremos ayudar a otros en su vida cristiana, hemos de comenzar por cuidar la nuestra. En los miles de aviones que surcan los cielos cada día, se oye siempre lo mismo: ajuste usted su propia máscara de oxígeno, antes de ayudar a otros. Para la propia misión, para que el sacerdote pueda ser guía y maestro, debe cuidarse.
2. Soledad acompañada: realidad de comunión
Se habla mucho de la soledad del sacerdote. Hay quienes la consideran buena y otros mala, necesaria para la misión o perjudicial, inevitable o accesoria y remediable. Nos hemos encontrado con algunos que parecen formados especialmente para sobrevivir en lugares aislados. A veces les cuesta llegar a la amistad, pues les parece mejor protegerse y no generar vínculos de amistad y dependencia que luego se pueden romper con un traslado. Lo primero será saber a qué nos referimos.
Si nos fijamos en algunos sinónimos de la palabra soledad, no parece que haya mucho espacio para lo positivo: aislamiento, incomunicación, destierro, encierro, clausura, retraimiento, separación, alejamiento, apartamiento, desamparo, añoranza, etc. Los términos opuestos refuerzan esta idea: compañía, comunicación, trato, diálogo, alegría. Estos últimos aparecen como algo más humano y deseable.
Hay, sin embargo, un tipo de soledad que llamaremos alegre, que sí tiene cabida en el sacerdote. Es una soledad llena de sentido, que permite saborear la renuncia a algunos tipos de compañía, por una compañía más elevada. Es capaz de enriquecer el mundo interior, ayuda al examen, a oír la voz de Dios, es entretenida, libre y para Dios y los demás. Está llena de esperanza y es algo querido. Se da a lo largo del día en múltiples situaciones, en la oración, y se reserva para ella algunos espacios más amplios, como son los ejercicios o retiros espirituales.
La soledad triste es de otro estilo. No tiene sentido, empobrece y deja a oscuras, no da luz sino oscuridad. Es aburrida y cansa pues se oye solo la voz del propio yo. No hay diálogo sino monólogo. Lleva a la desesperación y tal vez a considerar, como el filósofo alemán Arthur Schopenhauer, que la vida no es más que un péndulo entre el aburrimiento y la desesperación. Este tipo de soledad no es para Dios y no es libre pues no nace del amor, se acompaña de rutina. La soledad alegre se refleja más en la palabra inglesa solitude, la soledad triste, en loneliness, o aislamiento y melancolía. En la primera uno es consciente de una vocación; en la segunda, esa conciencia se nubla o se pierde: falta el empeño por corresponder, no se oye ni se ve, es como un viaje al fin del mundo en solitario.
La pregunta que surge espontánea es: ¿me siento solo?, ¿estoy solo? Un sacerdote que cuide su ministerio, se dé a los demás y busque el encuentro con otros hermanos suyos, nunca estará solo. La responsabilidad es de todos, buscando formas de acompañar a los mayores y enfermos, a los más necesitados, en primer lugar entre los propios sacerdotes. Pero también los jóvenes se enriquecen compartiendo con otros. En muchos lugares se organizan con éxito encuentros de oración, momentos de estudio, puestas en común de ideas para homilías, etc.
Un medio para dejar de lado la soledad triste es el acompañamiento espiritual, necesario también al sacerdote: «Teniendo como fin la docibilitas al Espíritu Santo, el acompañamiento espiritual representa un instrumento indispensable de la formación»[4]. Dando a conocer nuestras alegrías y tristezas, desvelos y preocupaciones; preguntando y dejándonos guiar se consigue mayor libertad interior, se advierten mejor las señales del camino y es más fácil recorrerlo sin extraviarse. La dirección espiritual es fundamental sobre todo en los primeros años de la vocación sacerdotal[5].
Como en la vida de cualquier cristiano, el sacerdote necesita estrellas que le guíen en la noche y en medio de las tormentas. Alguien que, a través de su vida y su conducta le muestre la imagen de Cristo: «También para los presbíteros vale –recordaba Benedicto XVI– lo que escribí en la encíclica Deus caritas est: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”»[6].
Es en esta persona, Cristo, en quien el sacerdote ha de buscar especialmente la compañía. Sus otras relaciones interpersonales, su trato de pastor, sus amistades, su vivir en el mundo, quedarán marcados por esta huella. Así, nunca permanecerá aislado y se realizará plenamente, la mayoría de las veces pasando oculto. El Papa Francisco lo explica citando a santa Teresa Benedicta de la Cruz: «En la noche más oscura surgen los más grandes profetas y los santos. Sin embargo, la corriente vivificante de la vida mística permanece invisible. Seguramente, los acontecimientos decisivos de la historia del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre las cuales nada dicen los libros de historia»[7]. Esta importante filósofa profundizó en la importancia de fomentar la propia responsabilidad y libertad, afirmando que una persona aislada no sería ella misma.
El tema tratado tiene que ver con la comunión de los santos. Todos tiramos para arriba o para abajo a los demás. Una fruta en mal estado perjudica a las otras. Pero, por la gracia de Dios, cuando hacemos el bien, tiramos más para arriba que todo lo que podamos tirar para abajo. Esto nos llena de esperanza: la esperanza de no estar solos.
A la vez, como trataremos en el siguiente apartado, «esto no implica despreciar los momentos de quietud, soledad y silencio ante Dios. Al contrario. Porque las constantes novedades de los recursos tecnológicos, el atractivo de los viajes, las innumerables ofertas para el consumo, a veces no dejan espacios vacíos donde resuene la voz de Dios. Todo se llena de palabras, de disfrutes epidérmicos y de ruidos con una velocidad siempre mayor. Allí no reina la alegría sino la insatisfacción de quien no sabe para qué vive. ¿Cómo no reconocer entonces que necesitamos detener esa carrera frenética para recuperar un espacio personal, a veces doloroso, pero siempre fecundo, donde se entabla el diálogo sincero con Dios?»[8].
3. Oración, contemplación, actividad y descanso
Es un hecho que los sacerdotes, sobre todo los párrocos, suelen tener muchas actividades. La soledad de la que hablamos a veces la desean, para estar en paz. Resulta muy necesario dedicar tiempos, como dijimos, a la oración y a la contemplación. Es lo que vimos reflejado en el estado de whatsapp de un sacerdote que hacía unos días de retiro: «Temporalmente cerrado por manutención espiritual», escribió. Todos necesitamos esa manutención, ver por dónde ha entrado el polvo, qué cuerdas se han desafinado.
Es lógico que el sacerdote busque la compañía de aquel a quien quiere imitar y mostrar a otros. Al Cura de Ars le preguntaron «¿Qué es la fe señor cura?». «Tener fe es hablar con Dios, como estamos hablando tú y yo», respondió. La oración y la contemplación, la búsqueda de la gracia en los sacramentos, son los acordes fundamentales para que la vida resulte armónica.
La oración es dirigirse al creador y reconocerse como creatura limitada. El mayor grado es la adoración. Lleva a aceptar los propios límites y mirar al futuro con esperanza. Rezar en cristiano no es introspección. Los creyentes no se miran solo a sí mismos, sino que se fijan en un modelo, que es Cristo. Es el mejor camino para conocerse a uno mismo, teniendo, como aconsejaba san Agustín, siempre presentes las verdades de fe: «Que tu símbolo sea para ti como un espejo. Mírate en él: para ver si crees todo lo que declaras creer. Y regocíjate todos los días en tu fe»[9].
Todos, y en especial el sacerdote, necesitamos mirar mucho a Cristo y escucharle. El Evangelio será la fuente donde encontrar las respuestas que surgen sobre nosotros mismos y los demás. Solo si conocemos a Jesucristo sabremos en profundidad quiénes somos y cómo se estructura nuestro ser[10]. Por contraste, quien hiciese una oración tipo monólogo, estaría rezando quizá ante sí mismo: su espejo sería su yo, que fácilmente engaña. Un ejemplo nos lo da el fariseo de la parábola, que supuestamente reza, pero no es capaz de darse cuenta de las necesidades de los demás ni de los propias culpas (cfr. Lc 18, 10-14). Esta vía la transitan quienes, con apariencia de oración y de piedad, se dejan llevar por sus tendencias desordenadas, llegando a cometer crímenes. Hacen tal vez examen, pero el propio yo se defiende negando, miente y no admite que haya algo malo en su modo de actuar.
Mucha gente sin fe busca sucedáneos de la oración y del Evangelio. Recurren a ejercicios de relajación, hacen minutos de silencio e intentan ser empáticos con las necesidades de los demás. Ante el sufrimiento ajeno, ante la necesidad de una palabra de comprensión y aliento, a veces solo pueden recurrir a un vago: «Estamos haciendo fuerza con el pensamiento». El que tiene la suerte de ser cristiano reza, pide a Dios por sí mismo y por los demás. Abandona en él sus necesidades y las ajenas, sin dejar de poner esfuerzo humano por resolver los problemas. Se mira a la meta: «Aunque parezca obvio, recordemos que la santidad está hecha de una apertura habitual a la trascendencia, que se expresa en la oración y en la adoración»[11]. Cuando se olvidan estos conceptos, es fácil caer en el victimismo, en la desesperación, en la ausencia de sentido de la propia entrega.
La oración permite salir de uno mismo, en una actitud de diálogo. La fe presupone que hay un que nos escucha y se interesa por lo nuestro. Alguien que no solo no ha dado una misión, sino que espera una respuesta. Por este camino se toma distancia de cuanto nos sucede, de las dificultades externas e internas. Como leemos en un santuario a la Virgen, cerca de Roma: «Dichosos los que piensan antes de actuar, y más dichosos los que rezan antes de pensar».
La oración abre las puertas incluso del inconsciente. Permite llegar a las posibles heridas o emociones que, como han dicho algunos psicólogos, han quedado sepultadas vivas: sentimientos de culpa, autoestima baja, no sentirse queridos ni reafirmados en el propio valor. La luz de la gracia ilumina las heridas más profundas y difíciles de curar: las heridas de los pensamientos, que mencionaba san Gregorio Magno. Quien hace oración y adora, está más protegido ante incoherencias vitales, ante acciones criminales, ante sus instintos desorbitados. Sin necesidad de recurrir a técnicas orientales o métodos alternativos, la oración cristiana produce relajación, disminuye la tensión mala, da paz y tranquilidad. Nos une a Cristo en cuerpo y alma. Y esta es la fuente más segura de consuelo, de compañía. En él encontramos la luz para aceptar el dolor físico y psíquico, que en su misterio nos pueden llevar a descubrir o volver al amor de Dios si lo hemos dejado, a cortar con lo que aleja de la felicidad: «a discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que lo es»[12].
Hablando de oración, surge también la pregunta: ¿Un sacerdote se confiesa? La mayoría dirá que sí. Lo necesita como todo cristiano. Y en ese encuentro con el médico divino se fortalece y adquiere experiencia para ayudar a curar a otros. El sacerdote no ha de rezar para que lo vean, pero qué bueno es que lo vean. Nunca pasará de moda apreciar la figura de un hombre que lo ha dejado todo, y se arrodilla ante Dios en la Eucaristía, o ante otro hombre, que es Cristo como él, en el confesionario. Aquí obtiene misericordia, para repartir a manos llenas.
San Josemaría solía repetir, «mi oficio es rezar». Y Santa Teresa decía que quien no hace oración, no necesita demonio que le tiente. Atrae ver a un hombre leyendo con serenidad un libro de oraciones, la liturgia de las horas que le marca el curso de la jornada. Es bueno que la oración ocupe todo el día, como reveló Dios ya en el Antiguo Testamento. La Shemá, oración que todo hebreo piadoso reza dos veces al día, dice así: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Que estas palabras que yo te dicto hoy estén en tu corazón. Las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas cuando estés sentado en casa y al ir de camino, al acostarte y al levantarte. Las atarás a tu mano como un signo, servirán de recordatorio ante tus ojos. Las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portones» (Dt 6, 4-9).
No significa esto que la única actividad que haya que realizar sea la de orar, o que solo sea posible rezar con entusiasmo, como enseñaban los monjes Euquitas (entusiastas), del siglo cuarto. El consejo de los santos es otro: «Se me ha pasado el entusiasmo, me has escrito. -Tú no has de trabajar por entusiasmo, sino por Amor: con conciencia del deber, que es abnegación»[13]. Y si no sabemos de qué tratar en la oración, tampoco nos faltan sus sugerencias: «Me has escrito: "orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?" -¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: "¡tratarse!"»[14].
Transformando el día en oración, el sacerdote ha de tener también momentos de descanso. Muy importante resulta aprender a descansar, con un descanso saludable. La más antigua referencia bíblica al descanso es: «Terminó Dios en el día séptimo la obra que había hecho, y descansó en el día séptimo de toda la obra que había hecho» (Gn 2, 2). De aquí surgirá el deber de respetar el sábado que Dios impone a su pueblo.
En un próximo artículo mencionaremos el agotamiento o Burnout, al que se puede llegar si no se cuida. Pero no todo tipo de descanso previene los problemas o de verdad descansa.
La primera característica de un descanso saludable es que sea en el Señor y con el Señor. Es experimentar esa compañía continua del que prometió que estaría con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (cfr. Mt 28, 20). Es abandonar nuestras miserias en las manos de Dios, y poner también en esas manos las preocupaciones y miserias ajenas, que el sacerdote conoce bien y pueden robarle la paz.
El descanso eficaz es coherente con la propia identidad. No todos los medios son igualmente adecuados para todo tipo de personas. Es fácil comprender que sería poco apropiado que un sacerdote descansara asistiendo a bailes, pero también daría tristeza verle en actividades como el juego en los casinos, o en apuestas, o apurando hasta la última gota de trago en una fiesta. Cada uno ha de descubrir si es apropiado a su condición aquello que en teoría le descansa, aunque sea en sí bueno. Por ejemplo, ver si y cuándo es apropiado ir al cine: ¿no sería preferible ver una película con otros, en la propia casa?
Otra nota del descanso saludable es hacerlo por los demás y con los demás. No suele ser apropiado el descanso en solitario, la búsqueda exclusiva del propio bienestar. Esto no significa que no se pueda leer un libro solo, o escuchar música solo, o hacer deporte solo. En estas y cualquier otra actividad, sin embargo, se tendrá en cuenta por qué se hace, intentando que sea por deseos de servir a Dios y los demás.
El mejor modo de cuidar este tema es integrarlo a lo largo del día: descansar en la vida normal, sin convertirlo en una obsesión. Descansar incluso con el trabajo habitual lleno de sentido, entretenerse con las labores, como preparar una homilía, atender a alguien, intentar resolver una dificultad de otro, hacer el bien. Hay que buscar, además, momentos de pausa y cambios de actividades a lo largo de la jornada. Y no dejar para última hora del día asuntos muy complejos que quiten el sueño, como seguiremos viendo en el siguiente apartado.
Para el sacerdote resuenan más fuertes las palabras que el Papa Francisco ha propuesto en alguna ocasión a los jóvenes: repetir con frecuencia, como un santo y seña: «¿Qué haría Cristo en mi lugar?»[15]. Como resumen, qué útil le será volver de continuo a pensar en la misa, como su mayor fuente de inspiración, de orgullo, de grandeza. El santo Cura de Ars, contemplaba especialmente al Señor en la Eucaristía, y decía a sus fieles: «Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios».
4. Hábitos y aficiones saludables
Junto a la oración y al descanso, numerosos hábitos y aficiones forman parte de la armonía de la vida diaria. Contribuyen a que el sacerdote sea más feliz y refleje esa felicidad. En una óptica sobrenatural, el trabajo, la atención de personas que buscan consejo, la administración de los sacramentos, las prácticas de piedad a lo largo del día, se ven como oportunidades para crecer, son las alas que permiten volar y no un peso que oprime. A cada sacerdote toca descubrir, como dijimos, qué es lo adecuado a su condición, cuáles son los placeres sanos que no desdicen de su misión, y cuáles las ataduras que le impiden volar.
En cada actividad estará presente su identidad de sacerdote. No podría ser de un modo diverso, pues su ministerio empapa toda su vida y cada una de sus actividades. Hay muchos campos que sirven a un sano descanso. El ejercicio, por ejemplo, hecho con regularidad y tranquilidad de acuerdo a la propia edad y condición física. Dar un paseo, contemplar la naturaleza, escuchar música, etc. Son signos de salud no buscar el placer a toda costa, la moderación, también en la bebida y en la comida, y saber esperar.
C.S. Lewis, en su libro Cartas del diablo a su sobrino, hace útiles observaciones sobre el descanso y los placeres buenos. El diablo mayor, que está formando a un diablillo joven en el arte de tentar, le reprocha especialmente haber dejado a su “paciente” (un joven converso al que está tratando de alejar de la fe), dar un paseo a un lugar bonito que le atraía, disfrutar de un momento de contemplación. También le regaña por haberle dejado leer un libro entretenido, que le gustaba: tendría que haberle recordado y puesto en su mente –dice el diablo experimentado–, que tenía que ocuparse en lecturas solo interesantes, jamás entretenidas.
Es posible y muy recomendable que el sacerdote sepa entretenerse y que cultive aficiones sanas. El entonces cardenal Ratzinger llegó a afirmar: «Un teólogo que no ame el arte, la poesía, la música, la naturaleza, puede ser peligroso. Esta ceguera y sordera a la belleza no es secundaria, se refleja necesariamente también en su teología»[16].
Todo es ocasión para vivir de acuerdo a la propia condición, para cuidar la salud. Un momento clave son las comidas, pues como seres espirituales, no solo alimentamos el cuerpo. Cuando se come, se alime
Artículo publicado en la edición Nº 1.202 (ABRIL- JUNIO 2019) Autor: Wenceslao Vial, pbro. Para citar: Vial, Wenceslao, Armonía de la vida cotidiana, en La Revista Católica, Nº1.202, abril-junio 2019, pp.229-244.
   
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Armonía de la vida cotidiana[1] Wenceslao Vial, pbro. [2] Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma

Introducción
«La vida se alcanza y madura a medida que se la entrega para dar vida a otros»[3]
En una reunión de psicólogos católicos sobre la imagen de Dios en el hombre, planteamos una breve pregunta: ¿qué esperas encontrar en un sacerdote? Las respuestas no tardaron en llegar, agudas y prácticas: que no se proyecte ni se disocie, que su personalidad esté integrada, que esté en contacto consigo mismo, que sea flexible, capaz de viajar en el tiempo, integrando el pasado, el presente y el futuro… Una madre de familia contestó: «Que vea el ser sagrado del otro, confirmándolo en su valor».
Esta última afirmación servirá de fundamento para nuestras reflexiones sobre la figura del sacerdote, su identidad y su misión. Ayudar a otros –ser cura o cuidador–, ser capaz de compadecerse de ellos, resulta imposible sin un buen conocimiento propio. El sacerdote está llamado a encontrar a sus semejantes en las diversas etapas de sus itinerarios individuales y únicos. Recibe el poder de perdonar, de curar heridas, de llenar soledades, sabiéndose él mismo pecador y, en ocasiones, herido y solo. No se espera de él que sea un funcionario –ni siquiera el mejor de los funcionarios– que resuelva problemas, aplique las reglas, extienda certificados y conceda descuentos por trámites o gestiones. Está llamado a acompañar a los demás a lo largo de un camino común.
El sacerdote, como cualquier ser humano, ha de buscar y encontrar el sentido de su vida. Y este sentido no se adquiere con el sacramento de la ordenación. Lo hallará con esfuerzo si sitúa a Cristo al centro de cuanto hace, escucha su palabra y se empeña en practicarla. Así, poco a poco, día a día, realizará su proyecto: llegará a ser quien Dios quería que fuera.
Cuatro binomios servirán en este artículo para ilustrar los temas, desde una perspectiva psicológica. La madurez como armonía, la identidad y misión propia, la integridad del sacerdote y sus necesidades básicas, y finalmente las actitudes adecuadas para la salud global.
1. “Te salvarás a ti mismo y a los que te escuchen”
Pasan los años. Se acaba el tiempo del Señor en la tierra y sus seguidores no terminan de comprender quién es. Buscan un triunfo humano. Discuten porque la madre de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, ha pedido que uno se siente a su derecha y otro a la izquierda. Los discípulos, como nosotros, tienen evidentes miserias y no siempre actúan con rectitud de intención. Pero Jesús, con infinita paciencia se encarga de sacarlos de nuevo del error: «El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos» (Mt 20, 28).
Veamos ahora las notas de madurez y las capacidades personales que se estructuran en una sublime unidad. Es frecuente encontrar personas para las que lo único importante es el equilibrio: la homeostasis imperturbable del medio interno, la tranquilidad o estado fisiológico de bienestar, para el que se recurre al yoga y a diversas fórmulas de relajación y de meditación. Algunas religiones orientales atraen especialmente al prometer este equilibrio: la paz interior que todo el mundo anhela. El punto de referencia es el propio yo. Pocos quieren oír hablar de tensión.
La vida cristiana va más allá del equilibrio. Supone tensión, pues la meta, lo que unifica el actuar, es el amor. Cualquiera que ame sabe que el amor verdadero, que no usa al otro, requiere sacrificio, capacidad de darse, una sana tensión hacia los demás, que lleva a salir del propio yo. Jesucristo lo expone en el sermón de la montaña, con las bienaventuranzas. Vivir las bienaventuranzas es una tarea espléndida, que requiere esfuerzo, dar la tensión justa a cada cuerda, para producir la sinfonía deseada. Se pasa de una búsqueda desesperada del equilibrio, a la búsqueda esperanzada de la armonía. Cada ser humano es imagen de Dios, que se refleja en su alma y en su cuerpo. El sacerdote está llamado a serlo de un modo muy particular, cuidando también de su alma y de su cuerpo.
Toda persona que quiera a otras de verdad experimenta la necesidad de renunciar a su comodidad. Un padre, cuando llega a su casa, habitualmente tendrá que prestar atención a su mujer y a sus hijos. Tendrá que trabajar, a veces también su mujer, para sostener a la familia, para comer y ganarse la vida. Si un padre cumple su deber de padre, no se puede esconder. El sacerdote está llamado a hacer lo mismo: tampoco él se puede esconder ni aprovecharse de las circunstancias en que vive. Es curioso observar cómo el padre de familia no puede dejar de trabajar, si quiere comer. El sacerdote, en cambio, podría hacer lo mínimo, en ocasiones ni celebrar la misa, y continuar comiendo. Tiene un margen de libertad muy amplio y mayor que el de muchos trabajadores. Es bueno que sea consciente de ello y lo aproveche precisamente para darse, para servir.
Por este camino, encontrará una soledad constructiva sin estar nunca solo. Cada hora del día será marcada por el deseo de servir. La oración, la contemplación, la actividad y el descanso, se entrelazarán en una armonía serena que despertará a otros de su letargo y tristeza. Qué valiosos resultan los consejos de san Pablo a Timoteo. Le habla de comida y bebida, de ejercicios de piedad, más importantes que el ejercicio físico, de rechazar los chismes y poner la esperanza en Dios, para terminar afirmando: «Cuida de ti mismo y de la enseñanza. Persevera en esta disposición, pues actuando así te salvarás a ti mismo y a los que te escuchen» (1Tm 4,16).
La fuerza de la repetición conseguirá tal vez que grabemos bien esta idea: si queremos ayudar a otros en su vida cristiana, hemos de comenzar por cuidar la nuestra. En los miles de aviones que surcan los cielos cada día, se oye siempre lo mismo: ajuste usted su propia máscara de oxígeno, antes de ayudar a otros. Para la propia misión, para que el sacerdote pueda ser guía y maestro, debe cuidarse.
2. Soledad acompañada: realidad de comunión
Se habla mucho de la soledad del sacerdote. Hay quienes la consideran buena y otros mala, necesaria para la misión o perjudicial, inevitable o accesoria y remediable. Nos hemos encontrado con algunos que parecen formados especialmente para sobrevivir en lugares aislados. A veces les cuesta llegar a la amistad, pues les parece mejor protegerse y no generar vínculos de amistad y dependencia que luego se pueden romper con un traslado. Lo primero será saber a qué nos referimos.
Si nos fijamos en algunos sinónimos de la palabra soledad, no parece que haya mucho espacio para lo positivo: aislamiento, incomunicación, destierro, encierro, clausura, retraimiento, separación, alejamiento, apartamiento, desamparo, añoranza, etc. Los términos opuestos refuerzan esta idea: compañía, comunicación, trato, diálogo, alegría. Estos últimos aparecen como algo más humano y deseable.
Hay, sin embargo, un tipo de soledad que llamaremos alegre, que sí tiene cabida en el sacerdote. Es una soledad llena de sentido, que permite saborear la renuncia a algunos tipos de compañía, por una compañía más elevada. Es capaz de enriquecer el mundo interior, ayuda al examen, a oír la voz de Dios, es entretenida, libre y para Dios y los demás. Está llena de esperanza y es algo querido. Se da a lo largo del día en múltiples situaciones, en la oración, y se reserva para ella algunos espacios más amplios, como son los ejercicios o retiros espirituales.
La soledad triste es de otro estilo. No tiene sentido, empobrece y deja a oscuras, no da luz sino oscuridad. Es aburrida y cansa pues se oye solo la voz del propio yo. No hay diálogo sino monólogo. Lleva a la desesperación y tal vez a considerar, como el filósofo alemán Arthur Schopenhauer, que la vida no es más que un péndulo entre el aburrimiento y la desesperación. Este tipo de soledad no es para Dios y no es libre pues no nace del amor, se acompaña de rutina. La soledad alegre se refleja más en la palabra inglesa solitude, la soledad triste, en loneliness, o aislamiento y melancolía. En la primera uno es consciente de una vocación; en la segunda, esa conciencia se nubla o se pierde: falta el empeño por corresponder, no se oye ni se ve, es como un viaje al fin del mundo en solitario.
La pregunta que surge espontánea es: ¿me siento solo?, ¿estoy solo? Un sacerdote que cuide su ministerio, se dé a los demás y busque el encuentro con otros hermanos suyos, nunca estará solo. La responsabilidad es de todos, buscando formas de acompañar a los mayores y enfermos, a los más necesitados, en primer lugar entre los propios sacerdotes. Pero también los jóvenes se enriquecen compartiendo con otros. En muchos lugares se organizan con éxito encuentros de oración, momentos de estudio, puestas en común de ideas para homilías, etc.
Un medio para dejar de lado la soledad triste es el acompañamiento espiritual, necesario también al sacerdote: «Teniendo como fin la docibilitas al Espíritu Santo, el acompañamiento espiritual representa un instrumento indispensable de la formación»[4]. Dando a conocer nuestras alegrías y tristezas, desvelos y preocupaciones; preguntando y dejándonos guiar se consigue mayor libertad interior, se advierten mejor las señales del camino y es más fácil recorrerlo sin extraviarse. La dirección espiritual es fundamental sobre todo en los primeros años de la vocación sacerdotal[5].
Como en la vida de cualquier cristiano, el sacerdote necesita estrellas que le guíen en la noche y en medio de las tormentas. Alguien que, a través de su vida y su conducta le muestre la imagen de Cristo: «También para los presbíteros vale –recordaba Benedicto XVI– lo que escribí en la encíclica Deus caritas est: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”»[6].
Es en esta persona, Cristo, en quien el sacerdote ha de buscar especialmente la compañía. Sus otras relaciones interpersonales, su trato de pastor, sus amistades, su vivir en el mundo, quedarán marcados por esta huella. Así, nunca permanecerá aislado y se realizará plenamente, la mayoría de las veces pasando oculto. El Papa Francisco lo explica citando a santa Teresa Benedicta de la Cruz: «En la noche más oscura surgen los más grandes profetas y los santos. Sin embargo, la corriente vivificante de la vida mística permanece invisible. Seguramente, los acontecimientos decisivos de la historia del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre las cuales nada dicen los libros de historia»[7]. Esta importante filósofa profundizó en la importancia de fomentar la propia responsabilidad y libertad, afirmando que una persona aislada no sería ella misma.
El tema tratado tiene que ver con la comunión de los santos. Todos tiramos para arriba o para abajo a los demás. Una fruta en mal estado perjudica a las otras. Pero, por la gracia de Dios, cuando hacemos el bien, tiramos más para arriba que todo lo que podamos tirar para abajo. Esto nos llena de esperanza: la esperanza de no estar solos.
A la vez, como trataremos en el siguiente apartado, «esto no implica despreciar los momentos de quietud, soledad y silencio ante Dios. Al contrario. Porque las constantes novedades de los recursos tecnológicos, el atractivo de los viajes, las innumerables ofertas para el consumo, a veces no dejan espacios vacíos donde resuene la voz de Dios. Todo se llena de palabras, de disfrutes epidérmicos y de ruidos con una velocidad siempre mayor. Allí no reina la alegría sino la insatisfacción de quien no sabe para qué vive. ¿Cómo no reconocer entonces que necesitamos detener esa carrera frenética para recuperar un espacio personal, a veces doloroso, pero siempre fecundo, donde se entabla el diálogo sincero con Dios?»[8].
3. Oración, contemplación, actividad y descanso
Es un hecho que los sacerdotes, sobre todo los párrocos, suelen tener muchas actividades. La soledad de la que hablamos a veces la desean, para estar en paz. Resulta muy necesario dedicar tiempos, como dijimos, a la oración y a la contemplación. Es lo que vimos reflejado en el estado de whatsapp de un sacerdote que hacía unos días de retiro: «Temporalmente cerrado por manutención espiritual», escribió. Todos necesitamos esa manutención, ver por dónde ha entrado el polvo, qué cuerdas se han desafinado.
Es lógico que el sacerdote busque la compañía de aquel a quien quiere imitar y mostrar a otros. Al Cura de Ars le preguntaron «¿Qué es la fe señor cura?». «Tener fe es hablar con Dios, como estamos hablando tú y yo», respondió. La oración y la contemplación, la búsqueda de la gracia en los sacramentos, son los acordes fundamentales para que la vida resulte armónica.
La oración es dirigirse al creador y reconocerse como creatura limitada. El mayor grado es la adoración. Lleva a aceptar los propios límites y mirar al futuro con esperanza. Rezar en cristiano no es introspección. Los creyentes no se miran solo a sí mismos, sino que se fijan en un modelo, que es Cristo. Es el mejor camino para conocerse a uno mismo, teniendo, como aconsejaba san Agustín, siempre presentes las verdades de fe: «Que tu símbolo sea para ti como un espejo. Mírate en él: para ver si crees todo lo que declaras creer. Y regocíjate todos los días en tu fe»[9].
Todos, y en especial el sacerdote, necesitamos mirar mucho a Cristo y escucharle. El Evangelio será la fuente donde encontrar las respuestas que surgen sobre nosotros mismos y los demás. Solo si conocemos a Jesucristo sabremos en profundidad quiénes somos y cómo se estructura nuestro ser[10]. Por contraste, quien hiciese una oración tipo monólogo, estaría rezando quizá ante sí mismo: su espejo sería su yo, que fácilmente engaña. Un ejemplo nos lo da el fariseo de la parábola, que supuestamente reza, pero no es capaz de darse cuenta de las necesidades de los demás ni de los propias culpas (cfr. Lc 18, 10-14). Esta vía la transitan quienes, con apariencia de oración y de piedad, se dejan llevar por sus tendencias desordenadas, llegando a cometer crímenes. Hacen tal vez examen, pero el propio yo se defiende negando, miente y no admite que haya algo malo en su modo de actuar.
Mucha gente sin fe busca sucedáneos de la oración y del Evangelio. Recurren a ejercicios de relajación, hacen minutos de silencio e intentan ser empáticos con las necesidades de los demás. Ante el sufrimiento ajeno, ante la necesidad de una palabra de comprensión y aliento, a veces solo pueden recurrir a un vago: «Estamos haciendo fuerza con el pensamiento». El que tiene la suerte de ser cristiano reza, pide a Dios por sí mismo y por los demás. Abandona en él sus necesidades y las ajenas, sin dejar de poner esfuerzo humano por resolver los problemas. Se mira a la meta: «Aunque parezca obvio, recordemos que la santidad está hecha de una apertura habitual a la trascendencia, que se expresa en la oración y en la adoración»[11]. Cuando se olvidan estos conceptos, es fácil caer en el victimismo, en la desesperación, en la ausencia de sentido de la propia entrega.
La oración permite salir de uno mismo, en una actitud de diálogo. La fe presupone que hay un que nos escucha y se interesa por lo nuestro. Alguien que no solo no ha dado una misión, sino que espera una respuesta. Por este camino se toma distancia de cuanto nos sucede, de las dificultades externas e internas. Como leemos en un santuario a la Virgen, cerca de Roma: «Dichosos los que piensan antes de actuar, y más dichosos los que rezan antes de pensar».
La oración abre las puertas incluso del inconsciente. Permite llegar a las posibles heridas o emociones que, como han dicho algunos psicólogos, han quedado sepultadas vivas: sentimientos de culpa, autoestima baja, no sentirse queridos ni reafirmados en el propio valor. La luz de la gracia ilumina las heridas más profundas y difíciles de curar: las heridas de los pensamientos, que mencionaba san Gregorio Magno. Quien hace oración y adora, está más protegido ante incoherencias vitales, ante acciones criminales, ante sus instintos desorbitados. Sin necesidad de recurrir a técnicas orientales o métodos alternativos, la oración cristiana produce relajación, disminuye la tensión mala, da paz y tranquilidad. Nos une a Cristo en cuerpo y alma. Y esta es la fuente más segura de consuelo, de compañía. En él encontramos la luz para aceptar el dolor físico y psíquico, que en su misterio nos pueden llevar a descubrir o volver al amor de Dios si lo hemos dejado, a cortar con lo que aleja de la felicidad: «a discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que lo es»[12].
Hablando de oración, surge también la pregunta: ¿Un sacerdote se confiesa? La mayoría dirá que sí. Lo necesita como todo cristiano. Y en ese encuentro con el médico divino se fortalece y adquiere experiencia para ayudar a curar a otros. El sacerdote no ha de rezar para que lo vean, pero qué bueno es que lo vean. Nunca pasará de moda apreciar la figura de un hombre que lo ha dejado todo, y se arrodilla ante Dios en la Eucaristía, o ante otro hombre, que es Cristo como él, en el confesionario. Aquí obtiene misericordia, para repartir a manos llenas.
San Josemaría solía repetir, «mi oficio es rezar». Y Santa Teresa decía que quien no hace oración, no necesita demonio que le tiente. Atrae ver a un hombre leyendo con serenidad un libro de oraciones, la liturgia de las horas que le marca el curso de la jornada. Es bueno que la oración ocupe todo el día, como reveló Dios ya en el Antiguo Testamento. La Shemá, oración que todo hebreo piadoso reza dos veces al día, dice así: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Que estas palabras que yo te dicto hoy estén en tu corazón. Las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas cuando estés sentado en casa y al ir de camino, al acostarte y al levantarte. Las atarás a tu mano como un signo, servirán de recordatorio ante tus ojos. Las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portones» (Dt 6, 4-9).
No significa esto que la única actividad que haya que realizar sea la de orar, o que solo sea posible rezar con entusiasmo, como enseñaban los monjes Euquitas (entusiastas), del siglo cuarto. El consejo de los santos es otro: «Se me ha pasado el entusiasmo, me has escrito. -Tú no has de trabajar por entusiasmo, sino por Amor: con conciencia del deber, que es abnegación»[13]. Y si no sabemos de qué tratar en la oración, tampoco nos faltan sus sugerencias: «Me has escrito: "orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?" -¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: "¡tratarse!"»[14].
Transformando el día en oración, el sacerdote ha de tener también momentos de descanso. Muy importante resulta aprender a descansar, con un descanso saludable. La más antigua referencia bíblica al descanso es: «Terminó Dios en el día séptimo la obra que había hecho, y descansó en el día séptimo de toda la obra que había hecho» (Gn 2, 2). De aquí surgirá el deber de respetar el sábado que Dios impone a su pueblo.
En un próximo artículo mencionaremos el agotamiento o Burnout, al que se puede llegar si no se cuida. Pero no todo tipo de descanso previene los problemas o de verdad descansa.
La primera característica de un descanso saludable es que sea en el Señor y con el Señor. Es experimentar esa compañía continua del que prometió que estaría con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (cfr. Mt 28, 20). Es abandonar nuestras miserias en las manos de Dios, y poner también en esas manos las preocupaciones y miserias ajenas, que el sacerdote conoce bien y pueden robarle la paz.
El descanso eficaz es coherente con la propia identidad. No todos los medios son igualmente adecuados para todo tipo de personas. Es fácil comprender que sería poco apropiado que un sacerdote descansara asistiendo a bailes, pero también daría tristeza verle en actividades como el juego en los casinos, o en apuestas, o apurando hasta la última gota de trago en una fiesta. Cada uno ha de descubrir si es apropiado a su condición aquello que en teoría le descansa, aunque sea en sí bueno. Por ejemplo, ver si y cuándo es apropiado ir al cine: ¿no sería preferible ver una película con otros, en la propia casa?
Otra nota del descanso saludable es hacerlo por los demás y con los demás. No suele ser apropiado el descanso en solitario, la búsqueda exclusiva del propio bienestar. Esto no significa que no se pueda leer un libro solo, o escuchar música solo, o hacer deporte solo. En estas y cualquier otra actividad, sin embargo, se tendrá en cuenta por qué se hace, intentando que sea por deseos de servir a Dios y los demás.
El mejor modo de cuidar este tema es integrarlo a lo largo del día: descansar en la vida normal, sin convertirlo en una obsesión. Descansar incluso con el trabajo habitual lleno de sentido, entretenerse con las labores, como preparar una homilía, atender a alguien, intentar resolver una dificultad de otro, hacer el bien. Hay que buscar, además, momentos de pausa y cambios de actividades a lo largo de la jornada. Y no dejar para última hora del día asuntos muy complejos que quiten el sueño, como seguiremos viendo en el siguiente apartado.
Para el sacerdote resuenan más fuertes las palabras que el Papa Francisco ha propuesto en alguna ocasión a los jóvenes: repetir con frecuencia, como un santo y seña: «¿Qué haría Cristo en mi lugar?»[15]. Como resumen, qué útil le será volver de continuo a pensar en la misa, como su mayor fuente de inspiración, de orgullo, de grandeza. El santo Cura de Ars, contemplaba especialmente al Señor en la Eucaristía, y decía a sus fieles: «Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios».
4. Hábitos y aficiones saludables
Junto a la oración y al descanso, numerosos hábitos y aficiones forman parte de la armonía de la vida diaria. Contribuyen a que el sacerdote sea más feliz y refleje esa felicidad. En una óptica sobrenatural, el trabajo, la atención de personas que buscan consejo, la administración de los sacramentos, las prácticas de piedad a lo largo del día, se ven como oportunidades para crecer, son las alas que permiten volar y no un peso que oprime. A cada sacerdote toca descubrir, como dijimos, qué es lo adecuado a su condición, cuáles son los placeres sanos que no desdicen de su misión, y cuáles las ataduras que le impiden volar.
En cada actividad estará presente su identidad de sacerdote. No podría ser de un modo diverso, pues su ministerio empapa toda su vida y cada una de sus actividades. Hay muchos campos que sirven a un sano descanso. El ejercicio, por ejemplo, hecho con regularidad y tranquilidad de acuerdo a la propia edad y condición física. Dar un paseo, contemplar la naturaleza, escuchar música, etc. Son signos de salud no buscar el placer a toda costa, la moderación, también en la bebida y en la comida, y saber esperar.
C.S. Lewis, en su libro Cartas del diablo a su sobrino, hace útiles observaciones sobre el descanso y los placeres buenos. El diablo mayor, que está formando a un diablillo joven en el arte de tentar, le reprocha especialmente haber dejado a su “paciente” (un joven converso al que está tratando de alejar de la fe), dar un paseo a un lugar bonito que le atraía, disfrutar de un momento de contemplación. También le regaña por haberle dejado leer un libro entretenido, que le gustaba: tendría que haberle recordado y puesto en su mente –dice el diablo experimentado–, que tenía que ocuparse en lecturas solo interesantes, jamás entretenidas.
Es posible y muy recomendable que el sacerdote sepa entretenerse y que cultive aficiones sanas. El entonces cardenal Ratzinger llegó a afirmar: «Un teólogo que no ame el arte, la poesía, la música, la naturaleza, puede ser peligroso. Esta ceguera y sordera a la belleza no es secundaria, se refleja necesariamente también en su teología»[16].
Todo es ocasión para vivir de acuerdo a la propia condición, para cuidar la salud. Un momento clave son las comidas, pues como seres espirituales, no solo alimentamos el cuerpo. Cuando se come, se alimenta el cuerpo y de algún modo también el espíritu. Qué importante es cuidar esos momentos, en torno a una mesa, donde se reponen fuerzas y se comparte.
Somos humanos y sobrenaturales. Bien lo comprendió san Josemaría, cuando escribió: «Nunca se ha reducido la vida cristiana a un entramado agobiante de obligaciones, que deja el alma sometida a una tensión exasperada; se amolda a las circunstancias individuales como el guante a la mano, y pide que en el ejercicio de nuestras tareas habituales, en las grandes y en las pequeñas, con la